jueves. 18.04.2024
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Zombies para todos

Fernando Cuevas de la Garza

Zombies para todos

En una entrevista para The Hollywood Reporter, George A. Romero (La noche de los muertos vivientes, 1968; El amanecer de los muertos vivientes, 1978; Día de los muertos vivientes, 1985) dijo que entre Brad Pitt y The Walking Dead acabaron con el género de los zombies, refiriéndose a la famosa serie televisiva, cada vez tratándose menos de estos seres atrapados en la inconsciencia del apetito insaciable moviéndose a fuego lento, y a la ciertamente fallida Guerra Mundial Z (Forster, 2013), que no le hizo ni el mínimo honor al texto de Max Brooks, planteado como una falsa crónica periodística.

Asumiendo el papel de patriarca y como suele suceder con las declaraciones lapidarias de quienes asumen este rol ganado a pulso, se presenta algo de cierto y un poco de conservadurismo, en cuanto a la dificultad para aceptar transformaciones y cambios en las estructuras narrativas o de los personajes; aunque en efecto, no siempre las modificaciones representan una evolución o deconstrucción propositiva de un género en particular, en este caso el desarrollado, sobre todo, a partir del clásico El gabinete del Dr. Caligari (Wiene, 1920)

Pero de pronto estos muertos en vida enajenados de toda posibilidad de voluntad empezaron a invadirlo todo, desde adaptaciones de novelas clásicas como Orgullo y prejuicio, hasta los territorios de la comedia, con buena puntería (El despertar de los muertos, Wright, 2004; Tierra de zombies, Fleischer, 2009), y del romance juvenil con cuotas de humor (Mi novio es un zombie, Levine, 2013), al tiempo que daban vida a otro tipo de propuestas gore con abundancia de hemoglobina y vísceras. Incluso el mundo de la publicidad y de la moda se han visto invadidos por esta epidemia.

Un tren sin destino posible

Escrita y dirigida por el surcoreano Sang-ho Yeon (King of Pigs, 2011; The Fake, 2013) especialista en cine de animación con temática social entremezclada con horror, Estación zombie (Corea del Sur, 2016), se acerca más a Exterminio (Boyle, 2002) que a las clásicas películas del género, incluyendo la más reciente El despertar de los muertos (Snyder, 2004), sobre todo por el cambio en la velocidad de movimientos y la voracidad de estas acechantes criaturas, creciendo en número y convirtiendo a quien se le ponga enfrente, sin ningún tipo de intencionalidad ni propósito: puro instinto sin sentido.

Como lo hiciera en Seoul Station (2016), filme estrenado en nuestro país como parte del programa del Festival Mórbido, el realizador vuelve a colocar a diferentes tipos de personas tratando de sobrevivir ante una pandemia que se extiende sin control, situación que extrae lo peor y lo mejor de los seres humanos, como suele suceder: el dilema constante radica en salvarse a uno mismo o arriesgarse para ayudar a los demás. Un poco como la vida misma en contextos y situaciones diferentes, en las que se puede seguir siendo el mismo, para bien o para mal, o bien aprovechar la crisis para ver más allá de las propias narices.

Con esclarecedor prólogo de un venado levantándose con los ojos en blanco tras ser atropellado, nos vamos  a conocer a un pesadito gestor de inversiones sin tiempo para nada salvo para hacer dinero (Yoo Gong, nacido curiosamente en Busan), que vive con su hija (notable Soo-an Kim), al cuidado de su abuela, mientras su padre se dedica a trabajar como forma de entender la vida. El día de su cumpleaños, la pequeña le insiste en que la lleve a ver a su mamá, petición a la que accede el ocupado hombre de negocios, acaso impulsado por la culpa (regalar lo mismo, no asistir a la presentación de la canción escolar), el consejo materno y para terminar con la discusión.

Abordan un tren rápido de Seúl a Busan, en el que se encuentra un equipo juvenil de béisbol con todo y una joven porrista que sigue a un tímido jugador, como buscando un destino romántico de impredecible conclusión; un tipo socarrón (Dong-seok ma, simpático) y su esposa embarazada (Yu-mi Jeong); dos hermanas mayores de opiniones contrarias; un vagabundo colado que anuncia el fin de los tiempos (Gwi-hwa Choi) y un insufrible hombre de posición laboral elevada (Eui-sung Kim, gritón), además del conductor y la ritualista tripulación habitual.

Una joven infectada alcanza a meterse a uno de los vagones y a partir de ahí empieza la cruzada para sobrevivir, entre una ágil cámara que aprovecha los espacios reducidos para regalarnos perspectivas diversas y angustiantes, incluso dándose el tiempo para ponerle cierto dramatismo ralentizado, y un score que le mete emotividad a las secuencias de pérdidas y encuentros, así como tensión en las frecuentes persecuciones y batallas para evitar ser convertidos en estas criaturas de cuya vista nace el hambre, guiándose también por el sentido del oído.

A la notable dirección de actores, en particular con la pequeña protagonista, habría que agregar un desarrollo de personajes suficientemente sólido como para que sus destinos terminen importando, así como las relaciones que se van estableciendo entre ellos y las creíbles transformaciones dadas las extremas circunstancias. En especial, las criaturas están representadas con fuerza gracias a los efectos especiales, a un maquillaje aterrador y a los macabros esfuerzos tanto gestuales como contorsionistas de los infectados.

Una canción inconclusa y la posibilidad de transformar las relaciones paterno-filiales, flotan en una atmósfera enrarecida, como de estado de sitio, en la que se intenta controlar la percepción con frases que se estrellan contra la explosiva realidad. Un tren simbólico que no puede ir a ninguna parte ni quedarse estático, como le sucedía a El Expreso del miedo (Bong Joon Ho, 2013), mientras que justo el recuerdo final antes de perder la humanidad, remite a la experiencia más significativa de la vida. Estamos frente a una de las películas recientes más notables del género.

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