Es lo Cotidiano

Desvelo

María ​Elisa Aranda Blackaller

Apenas llegué hace tres días.  Me inscribí en la universidad, renté mi apartamento, tramité mi abono de transporte y mi pensión alimenticia.  Todavía ni siquiera puedo comprar sábanas decentes.  No tengo almohada, y eso hace que mi cabeza se cargue de ideas.  Todavía no he tenido tiempo de extrañar.  Aún no me siento lejos de casa.  En mi cuerpo, el camino no pasó tan lento.  Bien podría haber avanzado en círculos el tren, y yo haber descendido en el mismo punto en que me subí.  Pero después del tren, todo se sintió más ligero.  Mi teoría es que la presión atmosférica es menor, y entonces las moléculas que conforman mi pasado se distienden, y entonces lo único que puedo recordar es el color de la experiencia, llena de colores.  No alcanza a verse ninguna figura, porque entre partícula y partícula, hay tanto espacio esperando ser rellenado de sabor, de olores y demás sensaciones que me gusta traer de vuelta antes de dormir.  En cierto modo eso me ayuda a entender el día que acaba de transcurrir.  Lo desmiembro y clasifico las partes para archivarlas en mi memoria.

No quiero pensar mucho.  Siento el alma un tanto cansada de ser prudente.  No deseo atormentarla recordándole todo lo que hizo mal antes de venir aquí.  No es que estuviera mal, es más bien que no funcionó como debía.  Allá me sentía más pesada de lo que en realidad estaba.  Quería perder las piernas y las ganas de correr.  Eso me había quitado de encima la mitad de mi peso, y la mitad de mis pesares.  No era una persona infeliz.  Pero, sinceramente, no me sentía feliz ahí.  Era tanta la gente involucrada conmigo, que cada vez me sentía más sola.  De pronto tantas caras juntas parecían un tapiz, y otros tres, y yo quedaba encerrada en medio de tantas paredes.  Los ángulos de noventa grados se sienten estrictos, amenazadores. 

No sé cuánto más debía aguantar, o si debería haberme salido de ahí antes de que la cosa se pusiera tan dura.  Empecé a hacer las cosas mal.  No es que estuvieran mal, es que hubo quienes salieron lastimados.  Pero de qué me sirve cargarle más cosas al corazón.  Al rato se me va a caer y me va a quebrar los dedos de los pies. 

Pasé ahí gran parte de mi vida.  Ingresé poco después de que fallecieron mis padres.  Soy huérfana desde los siete.  Era.  Ya me acostumbre a no tener padres, y eso de alguna manera hace menos terrible mi situación.  Ahora no debería llamarme huérfana.  Simplemente no tengo padres. 

Me gustaba la sopa de verduras.  Me gustaba el agua de limón.  Me caía bien la señora Gelos.  Me agradaban mis compañeras.  Me fascinaba el jardín.  Adoraba cómo se veían las noches estrelladas.  Pero no me gustaba ser igual que las demás.  Teníamos las mismas camas, las mismas sábanas, los mismos camisones, y usábamos los mismos platos.  Sólo las mochilas y los cobertores eran diferentes porque provenían de donaciones de distintas personas.  Aun así había quienes tenían cobertores similares porque los donadores no suelen preocuparse por personalizar lo que regalan.  Lo entiendo.  Pero si en algún momento fuera yo quien donara algo a un hospicio, tendía cuidado de incluir cosas diversas, para recordarles a los niños que cada uno puede hacer lo suyo.  Si yo dirigiera un centro así, no exigiría que los infantes escribieran con la derecha desde el principio.  Yo soy zurda, y les tomó buen rato entender que no tenía por qué aprender a hacer todo con la derecha.  Creo que eso de ser zurda me cambió muchas cosas de lado y me hizo más incomprensible a los ojos de esa gente.

Creo que lo que más me molestaba era cuando hablaban en plural, generalizando que a todas nos gustaba ir a jugar o a visitar a los niños de otros asilos, aunque así fuera.  Nos trataban muy bien.  No podría quejarme de nada.  Pero no era feliz ahí.  Desde pequeña me gustó buscar un lugar propio.  Desde antes de que murieran mis papás, y aun siendo hija única, quería una esquina propia.  Tenía una en mi cuarto, que llenaba de cosas para que nadie más pudiera utilizarla sino yo.  Cuando me sentía triste, quitaba todo lo que había ahí, y me recargaba en el ángulo de las paredes, como si me abrazaran y al mismo tiempo le dieran un triangulito de espacio a mi espalda, para sentir el aire y la libertad.  Los ángulos de noventa pueden ser estrictos y complacientes.

De vez en vez extraño a mis padres.  Más bien extraño lo que podrían ser ahorita.  No me tocó conocerlos lo suficiente para darme una idea de cómo nos llevaríamos ahora.  Tal vez ellos tampoco me habrían hecho sentir diferente.  Tal vez me habrían dado más hermanos.  Creo que pensaban hacerlo.  En cierto modo, mi familia nunca estuvo completa.  Ya me tocará buscarme una nueva. 

La política para los que terminábamos la preparatoria era estudiar administración o prepararnos para la docencia.  La mayor parte de las muchachas de mi unidad decidieron ser maestras de niños pequeños.  A mí me costó un trabajo bárbaro decidirme por alguna de las opciones.  Finalmente, tomé el camino de la administración.  Cursé apenas un semestre, quizá el más extraño de mi vida, y pedí autorización para venir aquí.  Decepcioné a todo mundo.  Mis compañeras me vieron con tristeza, mis autoridades con desaprobación, y las hermanas pensaron que estaba al borde de la perdición.  Para ellas, negarme a tomar el camino usual era señal de rebeldía, pero más de egoísmo.  Con su manera de despedirme me hicieron sentir como si en lugar de ser una chica inconforme, fuera una pobre desagradecida, desubicada y tonta.  Me ofrecían estabilidad, seguridad, cariño, un ambiente sano y feliz.  Pero si yo no podía sentirme en paz con todo eso, no debía aceptar.  De hecho acepté, pero luego tuve que pedir que se me concediera irme de ahí.  Prometí enviarles dinero cuando pudiera ahorrar algo.  Les dije que no quería que pensaran que no agradecía todo lo que habían hecho por mí.  Les supliqué que no me juzgaran mal por dejar todo eso para buscar algo en lo que pudiera ubicarme mejor.  Por si fuera poco, me dieron dinero para que no sufriera mis primeros días acá.  No quería tomarlo, pero sabía que negarme a su bondad sería herirlas más.  Las hermanas sienten que deben facilitarle la vida a la gente.  A veces se la complican más por tanta necesidad de hacerles el bien.  No es posible decirles que no sin romperles el corazón y ofenderlas profundamente. 

No me hacía daño la sutileza.  Tal vez lo que me hería era el silencio.  Debía callar demasiadas cosas, ser excesivamente prudente, y hacerme más buena de lo que en realidad podía ser.  Por supuesto eso sólo me hizo sentir mala, hasta llegar al punto de fastidiarme con la idea y pensar que no era para tanto.  Vivía en constante conflicto.  Lo tenía todo, me querían tanto como cualquiera hubiera deseado ser querido.  Me cuidaban, me protegían, rezaban por mí.  Pero no había nadie con quién hablar.  Todo debía ser tan cuidadoso, tan esmerado, tan sutil, que cuando yo debía explotar, salía corriendo y me iba al parque a llorar.  No quería que nadie me preguntara nada.  No quería decirle a nadie lo infeliz que era.  Me asustaba pensar en el daño que les causaría a las hermanas si les dijera que no era todo lo que ellas esperaban que fuera.  Yo no quería ser maestra, ni administradora, ni nada por el estilo.  Ellas no iban a entender, y sin duda iban a preguntarme qué deseaba ser.  Iban a ofrecerme ayuda.  Yo no quería ayuda, no quería tanta suavidad, no quería tanto cuidado.  Yo quería la libertad de ir o no ir a las comidas con los donadores, de hacer o no hacer mi cama en las mañanas, de sentir que no tenía por qué condenarme el hecho de no desayunar con las demás.  Por más que me gustara el orden en mi vida, no me gustaba que me lo impusieran.  No soportaba que se me juzgara por ello.  Es como si todo lo que se viera de mí fuera lo que me hacía diferente de las demás.  Como si todo eso fuera malo.  Si todas iban a las comidas, y yo no me sentía bien para ir, se me recriminaba por ello.  Por más agradecida que estuviera con los donadores, no ir a las comidas era fatal.  Si rezaba por ellos o les escribía cartas de agradecimiento, daba igual.  Tenía que ir a las comidas para que se entendiera mi buena intención.

Estaba cansada, joven y cansada.  Sentía que no me alcanzaría el tiempo para revertir todo el daño que me causaba guardar silencio, ser prudente y paciente.  Todas las noches soñaba con venir aquí, con estudiar en una universidad llena de estudiantes de diferentes lugares, culturas y religiones.  Me hacía falta que alguien me conociera desde el principio, fuera del hospicio.  Necesitaba vestirme diferente de mis compañeras.  Pero no quería romper las reglas, y entonces las acataba tanto como podía.  La verdad es que no podía mucho, y entonces debía explicar mi comportamiento cada vez.  No era sencillo hacerlo.  Supongo que muchas veces era rebeldía de mi cuerpo o de mi mente, que no aguantaban la presión.  Además cargaba cada vez con más secretos y eso me hacía distante.  Luego debía explicar mi distanciamiento.  Cómo iba a hacerles entender que no estaba haciendo nada malo sin que se imaginaran lo peor.  Mejor no les decía nada y seguía tomando mis decisiones yo sola.  No siempre hice lo mejor, pero siempre hice lo que creía que era mejor.  No me arrepiento ni me recrimino por nada.  Sin embargo, siento la culpa de no haberlo hecho como lo habrían llevado a cabo todas las demás.  Ni siquiera puedo saber si alguien más se sentía como yo, pero no lo parecía.  Todas se veían tan conformes, tan cómodas con su vida ahí.  No sé bien desde cuándo empecé a alejarme de ahí.  Hacía todo como las demás, pero mi corazón estaba fuera de ahí, y mi mente iba y venía. 

Lo que echó a perder mi mediocre plan de adaptación al sitio fue un hombre llamado Salvador.  No fue ningún amor de verano, ni siquiera un amor.  Es un artista de edad madura que conocí en una expedición que hicimos a la ciudad hace un año para ver una obra de teatro.  Él es pintor, pero sabe mucho de fotografía y adora el teatro.

Asistió a la obra también.  Su asiento estaba delante del mío.  Yo iba cuidando a las niñas, y les expliqué de qué trataría la obra antes de que dieran la segunda llamada.  Él oyó mi relato y volteó para corregirme- no son monos, son Adán y Eva… ¿Los conocen? Miren, son dos actores pero eso no debe empañar su visión de los personajes, porque personajes son cinco y cada uno muy distinto del otro.  Dio un discurso completo y detallado.  Le agradecí que lo hiciera, pero me pareció exagerado que expusiera con tanta profundidad el sentido de la evolución humana a unas niñas de cuando mucho nueve años.  La obra lo presentaba todo de un modo tan fácil de comprender y tan digerible, que las niñas bien podrían haber disfrutado la historia sin tener que meterse a deshebrar toda la situación.

Al terminar la función, conocí la forma de dialogar de Salvador. Es de esas pocas personas que permiten que su interlocutor aporte algo. Por lo general, la gente ya espera una respuesta y reacciona casi automáticamente a ella. Una puede quedarse callada y la otra persona sentirá que está conversando. Salvador tenía un auténtico deseo de conocer, de escuchar, de estar presente. Desde esa noche, se volvió mi conversador preferido. Comencé a visitarlo en el taller con la excusa de ir al médico o a confesarme con algún cura. Me mostraba sus pinturas y hacía referencias a mitología, filosofía o aprendizajes de su vida. Yo le daba mis impresiones, casi siempre en forma de preguntas, y él las escuchaba sin juzgar mi edad, mi madurez o mi encierro en la burbuja del orfanato. Así fue estirando las paredes de mi pequeño mundo y dejando que escapara mi inquietud por el arte.

El día que le dije a la Madre Superiora que deseaba ser artista, me dijo que no todos los hijos de Dios teníamos un mismo camino que seguir y que deseaba que el mío fuera honroso. Apenas hace unos días supe que ella había creído que me dedicaría a enamorar algún director de cine para conseguir un papel estelar en alguna película repleta de inmoralidades. Salvador, en cambio, me dijo que ser artista es sólo reconocer una dimensión más de nuestras pasiones. Me deseó suerte explorando mi nueva ruta hacia el mismo fin.

María Elisa Aranda Blackaller

20 de abril de 2008 y 11 de enero de 2017

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María Elisa Aranda Blackaller
(León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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