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Sobre una metáfora: el Desierto

Joserra Ortiz

Sobre una metáfora: el Desierto

Todo espacio es siempre un tiempo. Cuando se le piensa en los objetos que la ocupan, la espacialidad se transforma en una industria de momentos únicos, algunos ya idos y otros permanentes gracias a las posibilidades del anacronismo. Georges Perec ya lo pensaba así. Cuando hablaba de ciudades en Especies de espacio (1974), nos pedía fijarnos siempre en los “cuándos”. En eso la geografía, cuando ha sido significada por la experiencia del hombre, es igual a la poesía. En que en un sitio, como en una metáfora, se reúne una industria de símbolos que la representan como experiencia completa. Porque sus objetos, sus ríos o los vuelos de sus aves taciturnas, están ahí antes que el hombre, pero carecen de significado antes de que él les fabrique represas o los atrape para convocar a la memoria. Los árboles que caen en mitad del bosque sin que nadie los escuche, no significan nada hasta que alguien los encuentra tirados entre la hierba. Ahí se significan; en la decisión de convertirlos en lugar, ya sea como asiento para el descanso, como hoguera—y, por lo tanto, como hogar—, o como espacio simbólico de una mitología que explique la necesidad de la derrota o la muerte, por dolorosa que sea.

El Génesis lo explicó certeramente: todo ha estado aquí desde antes que nosotros, pero nada existió hasta que le dimos nombre y les decidimos un significado espaciotemporal. La significación es nominativa y su referencia, por lo tanto, cronotópica. En un árbol de frutos prohibidos inauguramos nuestra intempestiva debacle y en un monte descansamos de nuestra primera tragedia—la lluvia que más allá de ella misma era sobre todo cuarenta días con sus noches. El mar del diluvio era, sobre todo, la época de la incertidumbre y la deriva, y luego el Monte Ararat no solo fue tierra firme, sino la primera hora del resto del tiempo. Como lugares momentáneos, el jardín, el mar y el monte son soluciones imperfectas, aunque evidentemente funcionales, a enigmas de nuestra experiencia. ¿Dónde empezamos, dónde aprendimos que en la vida existen las segundas oportunidades?

En las metáforas conquistamos espacios y en ellos aprehendemos el sentido de experiencias reconocibles. Razonamos así. Nuestros mapas y planos son muestrarios de nuestras dudas y lo que situamos en ellos son nuestras respuestas, la colección cronológica de nuestras ideas. Al expresar lo inteligible de la vida en forma de espacios, fundamos la poesía. Para Homero, Troya no fue la guerra, sino la cólera de Aquiles sucediendo en la playa. La Odisea no son las pruebas de Ulises, sino el tiempo en que Penélope espera en Ítaca. Lo que hacemos de nuestros lugares sigue el principio de la poética que notó Giambattista Vico en el siglo XVIII: se acciona metafísicamente pero, ya que todo lo que es de esta naturaleza surge de la observación de las cosas en todas sus categorías del ser, es igualmente lógico. Por eso los lugares también son lenguaje, porque la “lógica poética” que notó Vico se superpone a la “metafísica poética” y establece una unión entre la imaginación y la realidad explícita, específicamente porque las cosas imaginadas tienen un significado tangible que se representa por medio de tropos. Y de entre estos, “el más luminoso y, por lo tanto, el más necesario y frecuente es la metáfora” (221). La metáfora más contundente, por su inamovible presencia, es el espacio ocupado, física o imaginariamente. El lugar que se habita y por lo tanto se vive, adquiere entonces la categoría de verdad.

Esto ya ha sido dicho. Está, por ejemplo, en una alegoría desarrollada por Nietzsche en El origen de la tragedia (1872). Dando un paso más allá de la famosa caverna platónica, el filósofo alemán planteó que en un principio la Naturaleza arrojó al hombre a un cuarto al que echó llave y, capturado ahí dentro, el mundo solamente se le revelaba a través de la breve cerradura que era desgracia para el curioso. Esta prisión que podría ser el lenguaje, y por lo tanto una mentira primigenia, es sobre todo un lugar que luego es transformado por el hombre en la solución de un enigma. Porque al observar a través de sus cerradura, “[se entera] de que, en la indiferencia de su ignorancia, duerme, como sobre las espaldas de un tigre, sobre la crueldad, sobre la codicia, sobre los instintos insaciables y homicidas de los demás. ¿Dónde encontrar la verdad en este laberinto de pasiones?” (397). La verdad se encuentra en la metáfora fundada en esa duda.

Antes que crear un engaño, una trampa o una adivinanza, la metáfora provoca un artificio, una industria de significaciones que convienen en objetos y en lugares. Entre estos espacios metafóricos se funda la cultura. Lugares que son tiempos, el jardín del Edén y el monte Ararat son sobre todo principios. Del primero no tenemos verdadera conciencia de su espacialidad, no la recordamos y la hemos buscado a tientas allende los mares y atrás de las montañas. La intención de recuperar ese momento perdido para siempre, estableció poéticas de viaje y aventura que en Colón coincidieron en un pezón geográfico nunca hallado, pero que en su búsqueda fundó una nueva poesía, con sus nuevas metáforas y sus novedosos símiles. América, el tercer principio y completamente ajeno al que le antecede, Ararat, mucho más antiguo pero apenas conquistado en el siglo antepasado; América, repito, donde la cultura se fundó nuevamente. América que una vez fue nueva y hoy se resiste, por cierto, cansada, a aceptar que ya no es una niña. En el Edén, en Ararat y en América, en los tres lugares que adivinamos desde la cerradura nietzscheana, nuestras imaginaciones lógicas nos explicaron que nuestro destino y obligación es conquistar construyendo, habilitando espacios para significarnos en el tiempo.

Pero hay espacios que no nos atrevemos a habitar. ¿Qué metáfora envuelven?

Nuestro miedo a no existir o no suceder se conjuga con nuestro miedo a no estar. Como respuesta lógica para superar estos temores, construimos ciudades. Desde entonces, lo desértico, cualquier figuración del desierto, se concibió como lo otro apartado y propicio para el fortalecimiento místico y religioso. Jesús el Nazareno mismo se retiró en vida al desierto para preparar la fundación de su iglesia. Es importante que volvamos a pensar en estas cosas, a pesar de que hoy en día ya se encuentra clausurada la idea de una “religión del desierto”, y gente como el historiador francés Jacques Le Goff piense que esta clase de ideas “en definitiva, se apoyan en un determinismo geográfico simplista” (31). Hay algo más que geografía en este concepto. Hay metáfora. Ernest Renan lo entendía así en su Historia del pueblo de Israel  (1887-1893), y sabía que esa religión era monoteísta debido a que, por la regularidad de su geografía además de indicar el infinito, el desierto no produce ninguna imaginación original. Tampoco tiene el hombre industria en el desierto y los dioses, cuando muchos son protectores de las especialidades humanas.

Imaginariamente, lo desértico representa lo opuesto culturalmente a la idea de civilización y, cuando es revisado desde ésta, se le descubren experiencias místicas únicas y distintas. Es por demás común y corriente que el desierto represente los valores opuestos a los de la ciudad. Se debe, quizá, a que nuestros valores culturales proceden ante todo de la Biblia, donde el desierto no sólo es realidad geográfica, sino también contexto histórico y origen simbólico. Como construcción simbólica, el desierto cristiano es una idea polarizada entre su figuración en el Antiguo Testamento y su utilización en los Evangelios. Culturalmente, es el espacio hacia el que se arrojó a la humanidad castigada, representados en Adán, Eva y su progenie, fundándose entonces como el medio inhóspito que signa el pecado humano original. Claro que este sitio a donde fueron echados los primeros padres, es también el mismo del que Caín escapó para fundar las primeras ciudades y de donde Moisés obtuvo las tablas de la ley. La ciudad es la cultura, porque en ella los espacios se construyen metafóricamente.

Pero por esta razón simbólica, el desierto, a pesar de ser un lugar inhóspito y rudo, paradójicamente conserva en la imaginación su prestigio cultural y fundacional. Por eso en la imaginación judeocristiana, el desierto no es un lugar solitario; al contrario, está constantemente poblado, es el escenario de grandes migraciones y, sobre todo, el símbolo del desarraigo comunitario. El desierto donde luego se fundará míticamente la religión cristiana, cuando el Mesías lo utilice como el escenario de sus enseñanzas, es, ante todo, una continua prueba de resistencia y el resumen expansivo de una búsqueda. Pero además de ser un espacio, el desierto del Antiguo Testamento es igualmente un tiempo: la época sagrada en que Dios educó a la humanidad. Un momento histórico que está siempre presente, pues nunca deja de volver recurrentemente a lo largo de la historia, siempre vuelto ritual, convertido en práctica celebratoria y en memoria.

Desde el encono urbano, el desierto llega a significarse como un tiempo. Una época antigua de la que se escapó y a la que se quiere clausurar. Vuelve ritualizado o convertido en momento fundacional de una época que ahora se vive. El desierto es, por ejemplo, el tiempo de una economía tradicional fácilmente reconocible. Pero ya después, en los Evangelios, aunque no deja de ser un tiempo (un tiempo de retiro, sobre todo), el desierto se convierte en otra cosa. Con la vida de Jesucristo, se descubre el desierto como un lugar deshabitado, un territorio tan peligroso como en el Antiguo Testamento, pero radicalmente distinto debido a que en este nuevo desierto el peligro fundamental para el hombre es él mismo: su interioridad, sus demonios con sus tentaciones. Como dice Le Goff, “Para Jesús el galileo, el desierto de Judea [...] era una región casi deshabitada, no de arena sino de montañas áridas, es un territorio peligroso, un lugar más de tentaciones que de pruebas. El desierto es la morada de los malos espíritus”, por eso Decarreaux llama “epopeya del desierto” a la figuración simbólica de la aventura cristiana en este espacio inhóspito (33).

Originada en Oriente en el siglo IV, esta epopeya escurrió hasta el cristianismo occidental en una narrativa que sentó las bases de la hagiografía medieval y su necesaria recurrencia de una “espiritualidad del desierto”: aquella en que un individuo solitario se enfrenta en soledad a los peligros de la tentación, incluyéndose él mismo, en beneficio de su sociedad. Desde entonces, el desierto ha estado formado “de realidades materiales y espirituales entrelazadas, de un ir y venir constante entre lo geográfico y los simbólico, entre lo imaginario y lo económico, entre lo social y lo ideológico” (Lo maravilloso 28). En la imaginación cristiana, lo desértico significado como lo no civilizado –y, por lo tanto, podría no referirse a un desierto per se, sino también a un bosque, una isla, un reino lejano– sirvió y sirve como una frontera, una otredad donde habitan los cultos paganos, los infieles y los anacoretas; un espacio ajeno donde se refugian los villanos, los bandidos y los marginados, pero que es el mismo al que acudieron los anacoretas para en el retiro encontrarse con Dios y vivir la religión lo más verdaderamente posible. Ahí empieza otra metáfora.

Bibliografía

  • Le Goff, Jacques. Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval. Madrid: Altaya, 1999
  • Nietzsche, Friedrich. El origen de la tragedia y Obras póstumas de 1869 a 1873. Buenos Aires: Aguilar, 1943
  • Perec, Georges. Especies de espacios. Barcelona: Montesinos, 1991. Traducción de Jesús Camarero
  • Vico. Selected Writings. Cabridge: Cambridge University Press, Edición y traducción de León Pompa
  • Le Goff, Jacques y Jean-Claude Schmitt (editores). Diccionario razonado del occidente medieval. Madrid: Akal, 2003

 

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Joserra Ortiz
es doctor en estudios hispánicos por Brown University. Actualmente es profesor de tiempo completo y jefe editorial en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Aparece en media docena de antologías de relato y ha publicado el libro de relatos Los días con Mona (FETA, 2012); el de ensayos El complot anticanónico (FETA, 2015); y la novela La conquista del Monte de Venus (Abismos, 2017).

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