Es lo Cotidiano

ESTUVE AHÍ [NOVELA POR ENTREGAS, VI]

Lo que ves no es

Giselle Ruiz

Lo que ves no es

Feet don’t fail me now 
 Take me to the finish line 
 Oh my heart it breaks every step that I take 
 But I’m hoping at them gates, 
 They’ll tell me that you’re mine.

Lana del Rey

La noche del viernes 20 de septiembre sucede lo peor: una réplica a las 19:38 hrs, con magnitud de 7.6, duración de un minuto y medio en las coordenadas epicentrales 17.4 latitud norte 102.0 longitud oeste. Como consecuencia, se derrumbaron 20 edificios más y el pánico fue inevitable.

Hora y media después del temblor, el Presidente de la República dirigió un mensaje a la población a través de la TV y la radio, en el que expresó su reconocimiento a la población por su "extraordinaria solidaridad".

Este sismo causó alarma en la región epicentral y el colapso de estructuras dañadas por el evento principal del día anterior. El Gobierno de la ciudad, dio cifras preliminares del desastre: aproximadamente mil personas atrapadas entre los escombros; cinco mil heridos y tres mil damnificados; 250 edificios caídos y otros 50 en peligro de derrumbarse. Entre los edificios colapsados y que por su importancia destacan, están: El Hospital Juárez de 11 pisos, donde se encontraban, se dice, unas 700 personas; la unidad de Gineco obstetricia del Hospital General, con más de 500 pacientes y un número indeterminado de niños recién nacidos; el edificio "Nuevo León" en Tlatelolco, donde vivían 185 familias; un multifamiliar de la Unidad Juárez; los hoteles: Regis, Montreal, De Carlo, Romano, Principado y Versalles con un número indeterminado de huéspedes.

En este lugar todo transcurre sin sobresaltos.

Desperté con un fuerte dolor de cabeza y el esófago metido en fuego. Me puse de pie y el mareo volvió de inmediato. Esa debió ser la sensación de mi madre aquel 19 de septiembre del '85.

La resaca me acosaba pero no me arrepentía.

Me vestí, bajé corriendo las escaleras, abrí la puerta. Ahí estaba.

Había pasado lo que quedaba de la noche en el pequeño pasillo entre el cancel y la puerta principal de mi casa, lo supe por la cantidad de colillas de cigarro acumuladas en el descansillo.

Ni fuimos a su casa, ni dormimos juntos.

Estaba molesto. Su mirada se enturbió al verme salir en pants, playera y calcetines gruesos.

La realidad y un guiño de cotidianidad pueden destruir toda ilusión.

-¿Quieres desayunar?- Las dos cajetillas de cigarros de la noche anterior seguían presentes en mi voz.

-Quiero entenderte.- Tenía los ojos hinchados.

-Lo nuestro es complicado.- Murmuré.

-Lo nuestro, si podemos llamarlo así, no existe.- Sentenció.

Abrió la puerta del cancel, salió. La luz de la mañana lo hacía ver más viejo de lo que realmente era. Tenía la camisa arrugada y manchada de vino tinto. Recordé, a borbotones, el día anterior.

No se despidió.

Habían pasado ya cinco días desde aquel encontronazo.

La paciencia es una zona que jamás he pisado. Decidí escribirle. Quería dar por terminada aquella situación.

Abrí la ventana que llevaba su nombre. Cuatro palabras: “Necesito despedirme de ti”. Las canciones le habían funcionado como respuesta siempre. “Fue un placer coincidir en esta vida”. El grupo era malo, pero la cita adecuada. “Quiero despedirme de ti”. Estoy segura de que él medía mis palabras. “Eso es lo que estás haciendo, ¿no?”. La rapidez en su respuesta indicaba que no era la primera vez que aceptaba una despedida. Estoy segura de que todas las noches después de conseguir su objetivo se alejaba de la chica en turno. Lancé mi última carta: “Despedirme. En vivo. ¿Puedo pasar por ti en media hora? Espérame fuera de tu oficina. Paso con el coche y subes”. Era una pregunta y una orden.

Cumplí con los treinta minutos.

Lo vi parado en la esquina cerca de su oficina.

. Hice sonar el claxon. Subió.

-¿A dónde vamos?

- Es una sorpresa. Ya verás.- Mi sonrisa de lado parecía causarle molestia.

Repetimos la misma conversación tres veces, una por cada anillo de circunvalación. La cuarta vez, ya fuera de la ciudad, notaba su temor, me hablaba intentando ser lo más educado posible.

-¿Podrías decirme, si no fuera mucha molestia, a dónde vamos?

-A mi restaurante favorito.- Nunca he sido especialmente campestre, pero la ocasión parecía ameritar el viaje. Le di el nombre de una ciudad a tres horas en carretera de donde vivíamos los dos. No protesto. Aprovechó el momento para decirme que no llevaba dinero ni tarjetas ni nada. Dejaba la cartera en casa todos los viernes para no caer en la tentación de gastar.

No me importó.

Mis despedidas siempre han sido elaboradas, planeadas únicamente para no ser olvidada.

-Hoy me tomé la medicina tarde. En un momento se me pasa. No te preocupes me sé la carretera de memoria.- Cambié de tema rápidamente. Después de diez años esa pastilla mitad blanca mitad verde era lo que me mantenía medianamente cuerda.

-Mira. Un museo.- No alucinaba. Lo cierto es que no estábamos en medio de la nada sino del vacío. Parecía imposible que hubiera un museo ahí. Tal vez uno de los efectos secundarios de la medicina eran las alucinaciones culturales. Quise aventurarme.

Pasamos junto a otro cartel que señalaba el museo conmemorativo de uno de los hechos de la guerra de independencia.

Vi su cara y preferí pasar de largo.

La ciudad a la que íbamos estaba cercada en todas sus carreteras estatales por retenes policiales. Bajé la velocidad cuando nos acercamos a uno de ellos. No le di tiempo al militar de turno a enunciar la pregunta.

-Somos poetas. Vamos a una lectura. Llegamos tarde.

No se atrevió a decirme lo que pensaba hasta que estuvimos ya alejados del puesto de control.

-¿Estás loca?

Le contesté con otra pregunta

-¿De verdad no te habías dado cuenta?

El silencio empezó a lamernos. Aún nos faltaban aproximadamente 76 km para llegar al estado vecino.

No era necesario ese viaje para separar algo que nunca se fundió.

No solía escuchar a Lana del Rey. La falacia patética se hacía presente a través de su voz de ex-alcohólica:

Choose your last words
This is the last time
Cause you and I
We were born to die

 

 

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