jueves. 18.04.2024
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El festín de la araña

Andrés Augusto Klingberg

El festín de la araña

Luka despierta y se asoma por la ventana para comprobar, como si hiciera falta, que la mañana es de ceniza. Aferra las manos al alfeizar y la esperanza a una repentina línea de luz que pinte de amarillo la hojarasca acumulada en el suelo, pero en este bosque más que pueblo las nubes son necias y escurridizo el sol. Un pequeño remolino de polvo bailotea ante la casa abandonada de enfrente y acaba por  romperse  en  el  barandal  del porche.  Varias urracas sobrevuelan un árbol y luego se guardan entre sus hojas grises, disolviéndose en una algarabía breve. Hasta los pájaros se fastidian aquí, piensa Luka.  El piso helado le pincha los pies y camina hasta su cama para refugiarlos bajo  la  colcha.  En esa casa no  existen  los calcetines, sólo la promesa de madre: Voy a tejerte unos, mi niño, en cuanto acabe tu suetercito.  Junto a la cama hay un buró y sobre él una pila de libros: salvavidas para que Luka no se ahogue en esos días opacos que desembocan en meses pardos y años nebulosos. Toma uno pero las páginas llenas de aviones, océanos, trozos de otro mundo, muestran ya la pátina de lo cien veces visto. El libro se desliza fácilmente por la suavidad de las manos infantiles y cae en el olvido de la cama.  Entonces  Luka  se pierde en repasar los rincones de  su cuarto, como si el filo de su  mirada  pudiese desgastar la  capa  de  tedio que cubre todo del piso al techo.  Contempla el zoológico  de  felpa  montado en su sillón: los osos  lánguidos, el mudo  tigre y un conejo con piel de tundra que destaca entre  la  manada. Contempla. Mira y mira sin que el cuarto le pague la insistencia con novedades. Contempla y de repente, en un paseo de la mirada, atisba que en una esquina algo vibra. Abandona el lecho pese a las  espinas  del  frío clavándose en sus pies y camina hacia el hallazgo: un pequeño insecto, apenas un palito verde lima, se revuelve al centro de una telaraña escorada sobre la pared. Cada convulsión del animalito para zafarse ensancha más la grieta de fractura en sus alas transparentes. Cada intento por liberarse lo aprisiona un poco más y seguramente alerta a la dueña de la red sobre el banquete que atrapó. No tarda en aparecer el monstruo y devorarlo en tres mordidas. Eso leyó Luka en la enciclopedia, con una cara larguísima donde cupieron el asombro y el horror. Tres mordidas y el insecto desaparece. O quizá es una de esas arañas de invierno, las de la fotografía inmensa en la página noventaiocho, fijada a la memoria de Luka con el pegamento de la angustia. Y si es una araña de invierno, casi sorda, de inútiles ojos, pero plena de nervios muy sensibles bajo la pelusa blanca de sus patas, clavará sus colmillos en el bicho y los volverá popotes para chuparle poco a poco la vida. Si hace falta, decía el libro, en temporadas escasas de alimento, la araña raciona el jugo de su presa, dejándola viva durante varios días. Poco tarda Luka en imaginar a la bestia recorriendo su telaraña con las patas como ganchos en dirección al enredado almuerzo. Luego basta cerrar los ojos: la araña se agiganta y él huye a su cama porque el bichito verde no es suficiente para todos esos nuevos metros de voracidad y la barriga  abultada donde bien podría caber su cuerpo de niño. Ya un trecho de habitación y el refugio de las mantas lo protegen y sin embargo siente tantos ojos cazadores observándolo desde la esquina, tanta hambre arácnida acechándolo. Será cosa de avisarle a mamá y su mano va a empuñar la escoba que se lleve todo rastro de terror. Antes se llevó los fantasmas que se proyectaban desde el vano: puso una persiana y si bien la pieza se rayó de barrotes, Luka no volvió a encontrar sombras cornudas y de fauces alargadas que viajaban del suelo a sus pesadillas. A veces dibuja a su madre y le inventa capa, antifaz, y frases: Vasta de azustar a mi niñito Espectro de los ruidos de la noche, o Boy a acabar con ustedes monstruos de sombra. Sólo uno de sus enemigos la derrota siempre: Enfermedad de la pansa.  En el cuaderno es una mancha  pintada de marrón y, afuera, los escasos días soleados en que Luka pide permiso  para salir a jugar y mamá descubre la enfermedad porque Pero cómo vas a salir así, hijito, si estás muy pálido, cómo se te ocurre. Enseguida la vieja se va a la cocina y atranca la puerta mientras Luka en el espejo del baño se revisa la misma cara de siempre, sin blancura intrusa. Después un aroma denso colma la casa y él, sentado a la mesa, anhela que la boca se le borre y no haya modo de meterle el caldo espeso a cucharadas Por tu bien, chiquito, es un remedio, qué importa si sabe feo. Y Luka no tiene modo de responderle a la anciana que a pesar del remedio termina deshaciéndose en el baño y empapando de sudor las almohadas. La historia que se cuenta a propósito de su barriga descompuesta es la historia de la mala suerte y los momentos inoportunos. Hace años gastó un verano en convencer a su madre de inscribirlo en la escuela, con todo y los Voy a estar muy sola, El camino es largo y peligroso, El bosque comeniños  separa el colegio de la casa. Luka se acababa la voz respondiendo con los: Aprender, Otros niños,  y terminó por conseguir un pupitre de madera y el número doce en la lista del salón aquél primer día de clases que también fue el primer día de la barriga revuelta. Mamá atinó a verle lo descolorido y clavarle el termómetro helado en la axila, luego se alarmó de tantos grados y Cuánta fiebre pero Luka fue tozudo como nunca. Así llegó la primera condición en forma de cuenco lleno del brebaje humeante. El niño se sorbió la cura y todo le parecía bien porque madre lo acompañó hasta el portón gris de la escuela, como todas las otras madres. Segundos antes del timbrazo de entrada, sin embargo, ella supo resbalarle un susurro por la oreja en medio del barullo infantil: La segunda condición es que no vayas a entrar al baño; he visto al conserje y al prefecto, hay hombres muy malos. Él obedeció sin entender muy bien cómo se relacionaban los hombres malos y los sanitarios. Apenas una hora le tomó a la pestilencia ocupar el salón y jalar miradas que se convirtieron en risas crueles y una vergüenza roja en las mejillas de Luka, quien no encontraba escondite en su mesabanco por más que se encogía. Jamás se preguntó por qué mamá no llevaba un cambio de pantalón cuando fue a recogerlo. Anduvieron en silencio el tramo boscoso de vuelta a casa. El bulto del tiro le entorpecía cada paso y los muslos comenzaron a arderle. Desde las ramas los graznidos parecían carcajadas. Luka se dijo que tenía pésima suerte y la afirmación se transformó en lema los años posteriores. El uniforme de la escuela dejó la casa y en su lugar llegaron las enciclopedias y las horas de sentarse a trazar ces, os, erres y lo demás.

Luka sigue contemplando. Se harta de su pieza y vuelve a la ventana para cambiar la monotonía de los muebles y los muros por la de filas de abetos. Le gusta imaginar que son centinelas, los centinelas más aburridos del mundo porque nada ocurre ahí. Un distante ronroneo corta poco a poco la quietud. Luka se apoya en las puntas de sus pies para otear mejor pero los árboles son barreras. Los segundos desesperan como horas y el ronroneo no tiene figura. A lo mejor el bosque se durmió de tanta nada y así ronca, piensa Luka, mas el sonido aparece pronto a manera camioneta larga, de plateado cilindro deteniéndose junto a la casa abandonada. De pronto el bosque se tiñe de naranja como si el sol fuese un papalote amarrado al extraño vehículo. Luka corre por uno de sus libros, temiendo no encontrar ya la aparición al asomarse de nuevo. Pero la camioneta sigue ahí, muy similar a la nave espacial en la página setentaiséis, en el tomo de la enciclopedia que hojea para cerciorarse. El motor se apaga y las uñas de Luka pierden trozos en su boca ansiosa, a la espera de marcianillos verdes descendiendo de la nave. Sin embargo las puertas delanteras se abren y de ellas baja la decepción en forma de un señor y una señora con cajas que les ocupan los brazos y les tapan los rostros. Esperen un momento, dice el señor entre las cajas y Luka respinga al oírlo, imaginando a los extraterrestres impacientes dentro de la camioneta. Un aguacero de urracas curiosas brota de los árboles y se derrama alrededor de los recién llegados como bienviniéndolos. El señor y la señora entran a la casa de enfrente y vuelven tras unos instantes con las manos vacías. Corren la puerta lateral de la camioneta y entonces tres matas de cabello dorado, cabelleras más que niñas, salen muy despacio una tras otra por orden de estatura: una matroska desplegándose, y observan en rededor. Luka se divierte con las niñas tan asombradas, caminando sobre el pasto seco, apuntando con el dedo y Mira, ¿ya viste? Por allá, amarilleando el espacio entre los árboles. Se pregunta qué puede haber de interesante, Qué tontas, si ahí no hay nada, sólo hojas secas. Una de las niñas lleva lentes grandes y él imagina un antifaz especial para mirar lo invisible. Luego: A lo mejor vienen desde el sol, y le parece que irradiaran un calor mágico: sus pasos reviven la hierba, se acercan al cardosanto de mamá y éste reverdece. Luka va por su cuaderno y sus colores. Escribe al centro de una hoja Las niñas del sol y traza líneas luminosas que pretenden ser cabellos. Mientras, los padres de las niñas desabandonan la casa, la repletan de muebles, marcan sus huellas lodosas en el camino de ida y vuelta. La mayor de las niñas saca una esfera de la cajuela y la arroja a sus hermanas. Es una pelota azul con segmentos en arena, como el globo terráqueo de Luka antes de írsele de los dedos resbalosos cierta tarde y rodar por la escalera hasta reventar. El mundo pasa de una niña a otra, se eleva en el aire, gira. Él es el único espectador del juego, entretenido con el vaivén de la pelota y el vuelo temeroso de las urracas cuando un bote próximo las sorprende. Una de las niñas patea el mundo de repente y éste se dispara hacia la ventana. Luka estira los brazos para atraparlo, pero chocan contra el vidrio. Ay, se duele sin notar que abajo las tres cabelleras destellantes se alinearon en dirección a él y ahora lo saludan tres sonrisas claras. Las miradas se encuentran a través de la barrera transparente y Luka no sabe si esconderse o sonreír mientras su cara se pinta de vergüenza. La más pequeña de las foráneas ondea sus brazos como banderas amistosas, la mediana agita el mundo, le da dos botes, lo ofrece hacia la ventana. Luka tarda en comprender que la pelota y los saludos son invitaciones y cuando por fin se entera echa a correr por las escaleras.  Al bajar a la sala encuentra a su madre en medio de la maraña de estambre verde, sentada en el sofá. Ay, bichito, qué mal amaneciste, estás blanquísimo, dice la anciana sin despegar la vista del ventanal, sus manos tejedoras no cejan de mover las agujas. Él quiere responder que se siente bien, que no le duele la barriga, pero la anciana. Yo creo que la cena te hizo daño, mi niño, mírate nada más y ya está quitándose de encima la red de estambre y caminando a la cocina. Luka se dice que tiene muy mala suerte y se pregunta cómo mamá logra verlo todo, si acaso su piel está colmada de ojos. En la cocina se escucha el ruido del microondas y madre demora menos de lo usual en salir con el caldo. Mala suerte, repite él con cada cucharada, cada sorbo pesado cuyo sabor cala más amargo hoy que en otras ocasiones. El plato se vacía, Luka arrastra los pies escaleras arriba. Bichito, lo detiene mamá en el segundo peldaño, cuando termine tu suéter, si estás mejor, podrás salir a jugar con las nuevas vecinas.

El niño desaparece y la anciana comienza a destejer la manga que ya casi había completado en los últimos días. Sus manos son viajeras desandando pacientemente su camino de estambre.

Echado en su cama Luka dibuja una historieta en la que rompe la ventana de su cuarto y aterriza sobre un desconocido planeta poblado por niñas de cabelleras solares. Rellena de color las figuras hasta que un retortijón lo hace soltar el lápiz y correr al baño, jalado por su entraña. Luego vuelve hecho un temblor febril. Se abraza a su conejo de felpa y se enreda en las sábanas. Al fondo, escorada en una esquina, la telaraña vibra: la araña de invierno recorre su trampa hacia el festín que le espera.

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Andrés Augusto Klingberg Orozco
nació en Salamanca y vive en León. Estudió Psicología Social. Contempla jardines particulares y camina por las tardes. Obtuvo la primera mención honorífica en los Premios de Literatura de León 2016 y ganó en la edición 2017, en ambas ocasiones dentro de la categoría de cuento corto. Algunos de sus microrrelatos aparecen en las antologías Poquito porque es bendito, de la Universidad Iberoamericana de León; 80 microrrelatos más, de la editorial Mundopalabras y Cuerpos rotos de la editorial Bitácora de vuelos.

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