Es lo Cotidiano

Ubi dubium ibi libertas

Néstor Pompeyo Granja J.

Ubi dubium ibi libertas

Mi buen amigo, el psiquiatra Fernando De la Cruz, me mostró durante una de nuestras sesiones de intercambio y análisis de casos, una grabación que un colega y mentor suyo rescató de entre los archivos de casos registrados durante la década de los ochenta del siglo pasado, en cierta clínica especializada de la Ciudad de México. Según lo refiere Fernando, la grabación fue encontrada sin ningún tipo de etiqueta que la identificara como parte de cualquiera de los expedientes, y su contenido no guarda relación alguna con los historiales clínicos archivados en el lugar. La voz registrada denota a una mujer de edad madura, ecuánime y firme en sus aseveraciones; pero la mala calidad del audio y quizá una distribución espacial mal dispuesta al momento de grabar, ocasionaron que la cinta no registrara las intervenciones del psiquiatra encargado del caso, de quien únicamente se perciben murmullos ininteligibles.

Por los días en que Fernando me compartió la grabación, se encontraba él terminando un proyecto de investigación que le costó meses de esfuerzo, trabajo y recopilación de datos. En algún momento durante el proceso, él mismo me confesó que eventualmente aún dudaba de la validez absoluta de la disciplina que con tanta entrega ejercía, pero que estaba dispuesto a construir una carrera exitosa en el área que había elegido. Yo lo felicité por su determinación, lo alenté a continuar con su trabajo y después me olvidé del asunto, hasta la noche en que mi amigo llegó a nuestra reunión quincenal con la cinta entre sus manos.

Fernando lucía visiblemente consternado cuando me ofreció el casete para que lo escuchara con calma y le diera mi opinión. Ignoro cuál fue mi expresión al recibir la cinta, pero recuerdo que le propuse escucharla allí mismo, con el pretexto de que así podríamos comentarla en ese preciso instante. Él aceptó. Cabe aclarar que el audio no registra la totalidad de la sesión, por lo que sólo es posible escuchar un segmento de la misma. A continuación transcribo literalmente algunos fragmentos que he considerado los más relevantes de la grabación:

—Ustedes, doctor, se han acostumbrado a estudiar la psicopatología en entornos aislados, y no en el contexto natural en donde ésta tiene lugar. ¿Le parece que es esa una manera confiable de obtener datos precisos para llegar a conclusiones lo suficientemente válidas? Reconózcalo: en este mismo momento, está usted más preocupado por encontrar en cuál de todas sus teorías encaja mi comportamiento actual, en lugar de preocuparse por esta persona que tiene usted enfrente. ¿No le parece que merezco ser reconocida como una persona individual,  con una historia propia, antes que como una pantalla en la cual proyectar cualquiera de las historias que lee en sus manuales? Pero es que usted, doctor, está tan habituado al viejo modelo causa-efecto, que es incapaz de ver las circunstancias que nos rodean y que ahora lo incluyen a usted también. Y lo peor de todo es que sospecho que este proceder suyo no se limita únicamente a mi caso. ¿Así busca ayudar a todos sus pacientes, doctor? Pues lamento decirle que conozco su secreto: no es difícil suponer que la seguridad que le proporciona su bata blanca se desmorona en cuanto usted la deja en el perchero para volver a su vida diaria. ¿Eso duran sus certezas, doctor? ¿Sesiones de cincuenta minutos? No se ofenda si se me escapa una sonrisa…

Un lejano murmullo más parecido a un siseo interviene durante algunos minutos en la grabación. No pude evitar sonreír al pensar en la paciente pronunciando esas palabras frente a su psiquiatra, pero al voltear a ver el rostro de Fernando, pronto me di cuenta de que él no encontraba nada simpáticos los cuestionamientos de la mujer. La cinta continúa con la voz de ella:

—Buena pregunta, doctor. Pero tengo una mejor: ¿Recuerda usted en qué momento su profesión se volvió tan arrogante, para suponer que la percepción del psiquiatra es más válida que la de la persona a quien trata? Dígame, ¿realmente cree usted que tiene algún tipo de autoridad para enjuiciar e intervenir sobre las conductas de las personas a quienes recibe? ¿Y qué hace usted cuando los manuales de trastornos mentales se modifican o se actualizan? ¿También se modifican sus convicciones sobre lo que considera un tratamiento adecuado? Valiente disciplina la suya, doctor: inventar enfermedades a voluntad, para luego salirnos con la pretensión de que puede curarlas.

(Un silencio de poco más de un minuto).

—Siga escribiendo, doctor. Puedo imaginarlo estudiando sus notas hoy por la noche, tratando de encontrar fundamentos teóricos con los cuáles descalificar mis palabras y salvaguardar su opinión profesional. Cuando lo haga, no olvide ponerse su bata de poder, no sea que sin su protección quede usted vulnerable al leer lo que está escribiendo justo ahora. Me pregunto cómo quedará mi diagnóstico. También me divierte imaginarlo reunido con sus colegas, escuchando la grabación de esta sesión para concluir entre todos que mi comportamiento es el típico trastorno equis o ye, o que operan en mí tales y cuáles mecanismos inconscientes que blablablá. Buena estrategia, doctor. Si usted y otros de su profesión coinciden en las apreciaciones que de mi caso concluyan, habrán ganado por mayoría de votos: su opinión será más válida que la mía por el hecho de estar ustedes respaldados mutuamente. Joseph Goebbels decía que una mentira repetida mil veces se convierte en una realidad. ¿No es ése el criterio que determina lo que conocemos actualmente como normalidad y anormalidad, doctor? ¿El mismo criterio que separa la sanidad de la locura? Qué triste debe ser constatar que sus más profundas convicciones reposen en cimientos tan endebles…

Quise aprovechar que la grabación registraba otra indescifrable intervención del profesional, para compartir con Fernando mis impresiones sobre lo que estábamos escuchando, pero me detuve al pensar que mis primeros argumentos —a saber, especulaciones sobre lo que motivaba a esta paciente a expresarse como lo hacía con su psiquiatra— serían irremediablemente destruidos por las palabras que acabábamos de oírle a la mujer. Guardé silencio, esta vez sin sonreír, mientras Fernando soltó un profundo suspiro. Nuevamente la voz de la misteriosa mujer:

—Ni siquiera responderé a eso, doctor. No dé vueltas en torno a lo mismo, que lo único que conseguirá será reforzar mis argumentos y poner en evidencia los suyos. Dígame, ¿no sería más sencillo admitir que los procedimientos a los que está usted tan apegado son, en el fondo, una ilusión tan débil como el supuesto trastorno sobre el que pretende intervenir? Al fin y al cabo, usted me necesita más de lo que yo lo necesito a usted: si no hay loco, no hay loquero. Su rol y el mío no son más que invenciones, construcciones que ya han sido admitidas y asimiladas por ese mundo que gira allá afuera y que se dice real sólo porque se sabe tan cuestionable como todo lo que hemos platicado usted y yo el día de hoy, doctor. Yo no pretendo ser más astuta que usted, pero afirmo que si las ciencias de la salud mental cedieran a favor de admitir un poco de filosofía en su cosmovisión, nos ahorraríamos muchos tragos amargos. Pero me queda claro que usted se ha atrincherado en sus certezas, y se ha olvidado de dudar. Ubi dubium ibi libertas, doctor. Intente recordarlo.

La cinta continúa con un prolongado e igualmente oscurecido balbuceo del doctor, y finalmente se interrumpe cuando parece estar concluyendo la sesión. Oprimí el botón de detenido, y me volví hacia mi amigo tratando de encontrar las palabras adecuadas para rebatir los argumentos que ahora también zumbaban en mi cabeza; pero Fernando, al notar mi vacilación, sacó el casete del reproductor y me lo extendió mientras se levantaba de su asiento, espetando un escueto “llévatelo, después me dices qué opinas”. Nos despedimos y prometí llamarle al día siguiente para ofrecerle mis impresiones.

He de señalar, antes de concluir, que las últimas palabras que Fernando me dirigió esa noche fueron más una forma de cerrar el tema que una petición real de mi punto de vista. Era evidente que mi reacción inmediata le había confirmado a mi amigo la conclusión a la que él solo había llegado desde la primera vez que escuchó la cinta. Lo supe porque ni siquiera fue necesario que yo le llamara: él mismo se puso en contacto conmigo durante la mañana del día siguiente al episodio, para anunciarme que abandonaría definitivamente su proyecto de investigación y el ejercicio de la psiquiatría. Esa misma tarde, Fernando hizo sus maletas y compró un boleto de avión a Barcelona, donde ya lo esperaba su hermano para integrarlo con gusto al negocio familiar. Algunos colegas, compañeros de generación, calificaron la decisión de Fernando De la Cruz como una falta de compromiso y vocación por su trabajo. Yo preferí reservarme mi opinión. Aquel día, después de acompañar a Fernando al aeropuerto, destruí la cinta y cancelé a todos mis pacientes de la semana.

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Néstor Pompeyo Granja
(San Luis Potosí, 1984) es psicólogo de profesión, apicultor y apóstol por convicción. Labora en el ámbito de la educación universitaria y ejerce la psicoterapia. Tímido escribidor y hacedor de canciones. Cree fervientemente en la música, en los adolescentes y, por sobre todas las cosas, en Arthur Rimbaud. Está convencido de que la Tierra es hueca.

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