Es lo Cotidiano

Los ajenos apropiados

Alonso Casanueva Baptista

Los ajenos apropiados


“¿Sabes lo que hiciste? Transcendiste.” Con una risotada sacudimos el comentario, aunque se lo había dicho en serio. Era el último atardecer del año y estábamos los dos en la cima de un monte. Las plantas de nuestros pies pulsaban como si fuesen corazones y el mezcal lo transportábamos de la petaca al pecho. El viento gélido nos sirvió de excusa y a manera de experimento químico bien practicado combinamos en proporciones exactas la ingesta de aquel alcohol bien reposado con la fuma de yerba bonita, verde y amable. La espera había sido larga, pero logramos llegar a la meta impuesta.

Fue un atardecer memorable. Yo sentía por mi parte cierto nerviosismo pues no éramos los únicos en aquel promontorio y a unos cuantos metros el rabillo de mi ojo era capaz de distinguir a una familia muy sana e inquieta. Sin embargo, también sentía la necesidad de des-hacerme de una pena profundamente arraigada: la de la ley por la ley misma (un dilema mental que me ataca desde niño). Además, mi cuerpo iba ya tan cansado que el mezcal y el porro se aparecieron a mis ojos como preciosos regalos terrenales más que políticos: emblemas tradicionales de la calma y el juego.

Allí, en el pináculo que durante tres días no habíamos visto ni a la distancia, confiados en un mapa que se deshacía ante la humedad del clima y de nuestras mochilas mojadas, en esa punta rocosa estaba nuestro presente. Un atardecer cuyos colores se movían tan lentos como nosotros y a un ritmo que parecía íntimo en su naturalidad. Y mientras el Sol se desvanecía, así mis preocupaciones en inhalaciones profundas y tragos pequeños.

“Transcendiste”, le dije, al momento en que enterraba la bacha en el suelo. Ese comentario cargaba mucha reflexión, pero lo desvanecí por el peso. En aquel momento queríamos aligerar los hombros y las preocupaciones; queríamos des-hacernos de quince kilos y monstruos sentimentales. No le expliqué entonces a qué me refería, y ahora no hay otro eco que ese en las paredes de mi mente. Entre más rebota más pienso: “¿habrá entendido lo que la risa enterró?”

Transcendió, me dije, por tres razones claras y distintas. Porque colocó un objeto alienígeno en terreno protegido, y así interrumpió un balance previamente establecido. Segundo, porque agujereó el suelo, lo perforó y dejó una marca que antes no estaba allí. Pero antes que todo, porque al hacerlo fuimos cómplices de nuestra generación humana, la que se caracteriza por su basura. Pues considerar un objeto como ajeno a la Tierra natura, ser consciente de nuestro efecto en dicha natura como algo perturbador, y saber que des-hacerse es des-echar –lavarse las palmas como Poncio Pilato- hizo de aquella conversación la más presente y oportuna. Una plática que quedó enterrada en el polvo de la risa de fin de ciclo.

De pronto –mientras mirábamos a esa distancia parte memoria, parte proyección y parte configuración orográfica – se apoderó de mí la carcajada simple y algo más. Me reí porque mi amigo estaba inspirado de modo frenético, encarnando su arquetipo de pintor que ha sido afectado por algo abrumador: un rosa, una sombra, el encuentro entre lo atmosférico y lo sideral… Pero también sentí como a veces siento, que las palabras que salen de mi boca son interesantes solamente para mí. Me consideré afortunado de haber dado paso al ruido, sin forzar el pensamiento de que volvería a esta reflexión cuanto antes. Que haya sucedido es una suerte.

El mezcal se evapora y la bacha eventualmente se degrada, y estas letras hacen ambas cosas a la vez. No puedo relatar con exactitud lo que allí pasó, dentro de mi cabeza y frente a esos picos, porque algo tan gaseoso no pudo haber formado semejantes conclusiones en cuestión de segundos. Una intuición y un gusto quedaron, dejaron una marca certera a la que ahora me remito. En plena tierra natura me percaté de la cualidad particular de un mundo como el nuestro: lo que la industria produjo, nosotros sabremos desechar.

Tal vez con ese espíritu cauteloso quise cuidar de la alegría de mi amigo. Aún no llegaba el año nuevo, el atardecer nos relajaba los nervios y nos quedaba un día de travesía más. No era el momento de cargar un arma y ponerse a temblar. Dejé que esas ideas se acunaran hasta su maduración, cuestión de la que no estaré seguro hasta que otros más coincidan, otros en la comunidad pseudo intelectual que comparten ideas parecidas en los congresos más reputados.

Ellos, los “punta de lanza” me harán saber si así superamos nuestra falta de confianza en nosotros mismos y en nuestra historia. Ya que, si somos las “personas basura”, las que nos sabemos virulentas y antitéticas de lo natural, hemos superado al menos una dificultad: nos hemos colocado en una nueva gran narrativa que habrá que superar, cuyo centro es la ciudad y cuyo espectro se observa siempre a la distancia, en la intimidad de los montes alpinos.

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Alonso Casanueva Baptista
(1988) reside en Melbourne, Australia, donde estudia un doctorado en Teoría Social. También es asistente editorial de Thesis Eleven Journal, publicación internacional e interdisciplinaria.

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