Es lo Cotidiano

Fin de año

Sergio Inestrosa

Fin de año

Como todos los años, el último día de diciembre nos reuníamos siempre en casa de mis padres para esperar la llegada del nuevo año. Mis hermanas ayudaban diligentes a mi madre a cocinar los ravioles, las alitas de pollo en salsa picante que tanto le gustaban a mi padre, sin faltar la ensalada de frutas y la siempre popular ensalada rusa. Mi hermano y yo, mientras tanto, le hacíamos compañía a papá en la sala pues a él le gustaba escuchar el brindis del bohemio y aquella canción de “Yo no olvido el año viejo que me ha dejado cosas muy buenas”, los cuales se repetían varias veces durante la última noche del año. 

Entre uno y otra y pese al ambiente de nostalgia que tanto la declamación como la canción le daban a la noche, lográbamos mantener una conversación más o menos fluida con él y así lográbamos actualizar los caminos de nuestras vidas. De esta forma me enteré que mi hermano Francisco estaba saliendo con una mujer un poco mayor que él y que no se atrevía a traerla a casa por temor a que mi madre no la aceptara, no sólo por la diferencia en edad sino porque además era madre soltera; tenía una hija de unos trece años. 

Un poco después, durante la cena nos íbamos a enterar de que mi hermana menor, Cecilia, estaba saliendo con un cadete de la Escuela Militar; esto puso contenta a mi mamá, pero contrarió un poco a mi padre que prefería los novios civiles a los militares. Mis otras dos hermanas se declararon felizmente solteras, al igual que yo. Aunque no ignoraba el dejo de sospecha que mi familia cultivaba sobre mi orientación sexual.

Hasta la sala nos llegaban las risas de las mujeres en la cocina, vaya a saber qué tanto hablaban pero sus risas contrastaban con la sobriedad de nuestras conversaciones, que se veían alteradas por la música y la declamación. La verdad es que los tres hombres allí reunidos éramos personas de pocas palabras; mi hermano y yo habíamos heredado el carácter seco y huraño de mi padre.  Ni mi hermano ni yo teníamos muchos amigos y tampoco los tenía mi padre. Creo que los fuertes lazos familiares nos completaban perfectamente y esto hacía difícil abrirse a otras personas para buscar su amistad. Por ello mismo, no me extrañó la confesión de mi hermano de estar saliendo con una mujer mayor.

Como único comentario, mi padre dijo “si eso te pone contento qué más da”. Después me volteó a ver pero no dijo ni preguntó nada respecto a mi vida sentimental, él bien sabía que si yo no contaba nada, no había nada qué averiguar.  

Cerca de las once, las mujeres anunciaron que la comida estaba lista para ser servida; nosotros entonces pusimos la mesa, las copas para el brindis que esta vez sería con sidra rosada que a mi hermana María le habían regalado en el trabajo, y unas tazas para poner las doce uvas que era obligatorio comerse antes de que dieran las doce en la radio nacional (en casa de mis padres nunca hubo televisión y ni falta que hacía, según mi padre). Ya sabíamos que el locutor de voz engomada de la radio nacional empezaría a hacer la cuenta regresiva justo cuando faltaran doce segundos para que terminara el viejo año.  A mí siempre me pasaba que terminaba mis uvas ya entrado el año nuevo, por ello mismo era el último en recibir los abrazos. 

Después de la cena, la atragantada de uvas y los abrazos, nos deseamos la mejor de las suertes para el año que iniciaba. Mi padre se retiraba a su cuarto un rato después y nosotros ayudábamos a fregar los trates y limpiar la cocina y el comedor. En la radio seguía sonando música de ocasión. De común acuerdo, a eso de la una y media nos despedíamos de mi madre, quien subía a su recámara, y antes de separarnos nos prometíamos seguir en contacto.  Esa noche, antes de despedirnos, le pedimos a Francisco y a Cecilia que nos mantuvieran al tanto de la evolución de sus relaciones sentimentales, y ellos así nos lo prometieron. 

Después cada uno agarró por su lado.  

Afuera hacía fresco y todavía andaban algunos jóvenes repartiendo abrazos en las calles, y otros se divertían quemando cohetes al frente de sus casas, lo cual había enrarecido el aire, que tenía a esta hora un fuerte olor a pólvora. 

Ésta fue nuestra rutina de fin de año hasta que la vida nos empezó a pasar la factura, primero, y casi de repente murió mi padre. Tal vez haya muerto, como bien dijo mi hermana María, de pura tristeza. El viejo siempre fue un hombre muy reservado con sus cosas; dos años después se murió Silvia, dos años más joven que yo. Fue una muerte cruel; una leucemia de las más agresivas se la llevó en cuestión de meses. 

Cuando mi padre murió, mi hermana María, que tenía vocación de monja, se fue a vivir con mi madre. Mi hermano se acompañó con Blanca, la chica doce años mayor que él y luego luego tuvieron un hijo, Adrián. Cecilia rompió con el militar y se fue a vivir a Las Vegas, y yo sigo trabajando en la misma empresa de importaciones en la que comencé incluso antes de entrar a la universidad a estudiar Comercio Internacional. 

Todos los años María y yo pasamos el último día del año con mamá, y aunque ya no es como antes cuando estábamos los siete, nos sentamos a recordar lo que le gustaba a papá y a Silvia. Pero a toda costa evitamos el brindis del bohemio y la canción del año viejo. Según mi madre, Francisco no se aparece desde que se juntó con Blanca. Mi madre no logra disimular la molestia que le produce hablar de Blanca, a quien siempre se refiere como “esa mujer”.  

Yo me encargo de llevar la comida que ordeno en un restaurante cercano a mi apartamento para que mi madre no tenga que cocinar, y María lleva algunas frutas y una botella de vino. A eso de las once nos sentamos a la mesa para cenar, no sin antes decir una oración y encomendar a los ausentes. Por lo general nos quedamos a dormir en casa de mi madre para complacerla, pues sabemos que ella no quiere que salgamos a la calle a buscar un taxi a estas horas. La vida está cada vez más peligrosa, dice siempre, y con ese argumento sabe que nos convence de pasar el resto de la noche en casa, donde por lo demás sobra espacio. María se queda en el que fuera el cuarto de las tres hermanas y yo me quedo en el que compartiera con mi hermano cuando éramos niños. 

Esta noche mientras todavía estábamos a la mesa, mi madre se atrevió a preguntarme por qué no me busco una chica, si no para casarme al menos para que me acompañe y no pase la vida tan solo (pienso que mi madre siempre había pensado que uno de mis  problemas es que nunca me comprometo con nada). Después de un largo silencio les confesé, tal vez para sorpresa de mi madre, pues creo que mi hermana algo sospecha, que no me interesan las mujeres, que nunca me interesaron y que soy feliz así como soy. 

Mis palabras cayeron como un balde agua fría, se hizo un sepulcral silencio y en ese preciso momento se sintió la primera sacudida de la casa. El piso hacía que las cosas brincaran, las paredes se empezaron a mecer y a gemir, e inmediatamente después todo quedó a oscuras.   

Lo último que alcancé a oír fue la voz de mi madre que decía: Santo Dios, qué fuerte está temblando.

Y entonces cayó el telón.  

[Ir a la portada de Tachas 205]