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Sobrevivir a la orilla del mar

Fernando Cuevas de la Garza

Sobrevivir a la orilla del mar

Un par de películas inesperadas en la cartelera de la ciudad, contrastantes en tono y estilo que se encuentran en la arena para desarrollar su argumento: vivir en un ambiente solitario en el que se requiere un duro proceso de adaptación y para el cual los sueños se pueden convertir en sustento clave. Imaginar un futuro posible a pesar de las evidentes dificultades presentes como estrategia vital para encarar cada día más allá de la rutina al borde del abismo emocional.

Asumir el destino manifiesto

Un náufrago se instala en una isla desierta, apenas acompañado por unos cangrejos cada vez menos ermitaños, algún león marino o un ciempiés de interminable andar. Tierra adentro, encuentra agua potable, cocos y un bosque de bambú que aprovecha para construir embarcaciones. Pero cada vez que se lanza al mar, una extraña presencia se encarga de destruir el medio de transporte, como si le mandara un mensaje de que su destino parece, irremediablemente, amarrado a este pequeño pedazo de tierra, envuelto por un océano que impone su presencia desde la secuencia de apertura.

Del entrañable estudio Ghibli, también en proceso de sobrevivencia como el protagonista y ahora aliándose con otros productores, y dirigida con base en su propia historia por el neerlandés Michaël Dudok de Wit, primer realizador no nipón que participa en la afamada casa de animación, La tortuga roja (Francia-Bélgica-Japón, 2016) es una hermosa metáfora del ciclo de la vida en estrecha relación con la naturaleza, con sus dificultades cotidianas, dolores inherentes a la construcción de afectos y profundas alegrías que se detonan a partir de la cotidianidad, aun en una realidad que en principio podría sugerir aislamiento y angustia.

Con el mínimo de trazos para enmarcar contornos y gestos, proponiendo los elementos pictóricos apenas necesarios como en La princesa Kaguya (Takahata, 2013), la animación se sostiene por un contrastantes juego de colores, buscando retratar la isla y sus horizontes con diversas tonalidades de una misma paleta cromática, destacando los rosas, cafés, amarillos, verdes, azules y los indispensables tonos de gris, dejando como punto de fuga ese imponente rojo de la tortuga del título; las secuencias se envuelven por intensos sonidos que resaltan los elementos propios de la isla y un score acompaña los emocionantes momentos oníricos, cual explosión de los sentimientos encontrados.

Cuando llegamos a un lugar desconocido por imposición, intentar salir de ahí suena sensato: buscar regresar al sitio de donde venimos, al que creemos pertenecer y en donde hemos crecido. Pero de pronto nos topamos con fuerzas más allá de nuestra comprensión que nos mandan señales para transformar nuestra idea de dónde debemos pasar el resto de nuestra vida, por más veces que lo intentemos a nuestra manera. Como las tortugas, el primer reto se muestra de inmediato: alcanzar las olas del mar y, acaso, algún día volver para continuar el ciclo vital, siempre misterioso. Y las respuestas llegarán, pero no cuando creemos necesitarlas.

Detonar la esperanza

Escrita y dirigida con sensibilidad y fuerza narrativa por Martin Zandvliet (Applaus, 2009; Dirch, 2011), Bajo la arena (Dinamarca-Alemania, 2015) presenta un episodio poco explorado en el cine tanto en temática como perspectiva sobre la II Guerra mundial, centrado en una de las múltiples consecuencias siniestras que todo proceso bélico deja en sus protagonistas, tanto vencedores como vencidos. En este caso, seguimos a un grupo de prisioneros alemanes, casi niños, obligados a desactivar las minas puestas por el ejército nazi a lo largo de una playa danesa, con el evidente riesgo para sus vidas.

Supervisados por el duro sargento Rasmussen (Roland Møller, justo entre la dureza y el afecto contendio), acompañado de su fiel perro y desde la secuencia inicial mostrando su odio a los invasores ahora desfilando en desgracia, este grupo de adolescentes sin mucha idea del significado de ser soldados o de las implicaciones de las atrocidades perpetradas por el ejército de su país, acometen la tarea encomendada, después de recibir un hostil y breve entrenamiento con alguna baja incluida, manteniendo la esperanza de que se cumpla la promesa de su liberación al terminar de limpiar la playa, habitada por una mujer y su pequeña hija.

De una cruel indiferencia, el vínculo entre los jóvenes germanos y el enérgico supervisor se va fortaleciendo con infaltable cascarita futbolera incluida, al grado de generarle problemas con sus inclementes autoridades, si bien un suceso desafortunado los vuelve a distanciar. El drama y la tensión se integran de manera natural en el desarrollo de los sucesos y a través de la construcción de los personajes, justo lo necesario para compartir la angustia en los momentos críticos de desactivación de las bombas, como sucedía con los niños de la durísima Las tortugas también vuelan (Ghobadi, 2004).

La cámara se aleja para mostrar un escenario de belleza explosiva, deteniéndose en las imágenes de la casa con la niña jugando con su muñeca, como si de enmarcar pinturas al óleo se tratara, mientras que la música se inserta en los momentos precisos para apuntalar el sentido dramático de la secuencia en cuestión, sobre todo cuando los involucrados ya son plenamente identificados y reconocidos por el espectador: los gemelos, el que asume el papel de líder desenfadado, el que busca escapar y todos los que sueñan con lo primero que harán al volver a casa, siempre y cuando no se atraviese una detonación que recuerda la invasión de su propio ejército en esas tierras ajenas.

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