Es lo Cotidiano

Forastera

María Elisa Aranda Blackaller

CABEZA: Forastera

AUTORA: María Elisa Aranda Blackaller

No fue el primero y más vale que no sea el último hombre que yo haya querido. No es que me sienta vacía sin una pareja. Es, más bien, que se siente el vacío alrededor. De vez en cuando, al soplar el viento, me gusta que se deslice por mi brazo, recargado en la ventanilla de mi auto, hasta llegar a mi oreja y darme una palmadita en la cara. También es lindo recibir un abrazo lleno de fascinación de vez en cuando. 

Me atraen los hombres que se fascinan. Por eso tiendo a congeniar tan bien con los artistas. Los escritores tienen un encanto particular. Saben comunicarse usando palabras, y saben manejarlas para que al ser leídas, lleguen a los oídos de sus lectoras. No me gusta, sin embargo, que busquen probar tantas cosas para tomar experiencia. Abusan del deber para seducir féminas que tienen un currículum para sus relaciones. Dicen que un escritor sin experiencia no puede mantener a un lector entretenido por más de un minuto, y jamás llega a fascinarlo. Yo digo que un hombre con experiencia no puede avanzar lentamente, y entonces difícilmente podría acompañar a una mujer a la que le guste pasear. Yo adoro pasear. También me gustan los abrazos.

Índigo fue un novio interesante, y el más reciente. No me gustaba que podía decir claramente todo lo que me gustaba de él. Era sencillo aceptar que lo quería, y eso me hacía pensar que a él no le provocaba controversia alguna que yo fuera su pareja. Pero era carismático y muy inteligente, debo reconocérselo. Lo que nos destruyó fue que yo era demasiado conveniente para él. Lo he sido para muchos, aunque con pocos haya logrado concretar algún tipo de relación.

No me gusta ser una chica conveniente. Me disgusta ser fácil de querer y tan adaptable a todo tipo de situaciones. Igual puedo charlar con gente mayor que con niños. Me siento cómoda en los bares y en las plazas públicas. Puedo dormir en una cama o en el piso. Soy decente pero de risa ligera. Soy una mujer muy conveniente. Podría mantener una relación en diversos idiomas, vivir en países contrastados, disfrutar los lujos o vivir las restricciones. No tengo ambiciones que me jalen las entrañas hacia ningún lado, ni me dejo llevar a donde vaya el viento. No soy aburrida, ni fría, ni dura, ni seca, ni amargada, ni simple. Gasto poco, gano una miseria, pero sé perfectamente la mayor parte de las reglas de etiqueta y puedo mantener conversaciones casi de todo tipo. También sé hacer a la gente sentirse bien. Podría ser una geisha o una dama de compañía. Por eso me fastidia la idea de ser una mujer conveniente.

Difícilmente permito que se sientan mis caricias y niego mis besos hasta donde la cordura me lo permite. Son tan pesados que me parece prudente librar a la gente de la consternación de no saber qué hacer después de haber recibido mis muestras de afecto. Sostengo la mirada cuando se trata de hablar con alguien y no soy yo el tema central. Saludo a la gente que conozco e invito a comer a los extraños en una muestra de cortesía desbordada. Callo la mitad de las cosas ingeniosas que se me ocurren y niego saber de ciertos temas cuando mi interlocutor parece no conocerlos. Demuestro ingenuidad cuando converso con hombres que basan su poder en el control de la experiencia. Sólo cruzo mis brazos cuando tengo mucho frío o me duele el estómago- eso no sucede muy a menudo. Pero casi siempre, cruzo las piernas en algún momento durante las conversaciones.

Pido café y casi nunca tomo un postre cuando salgo con muchachos. Muy pocos saben hacer agradable el momento de comer un postre. No elijo lo más barato si noto que quieren ser espléndidos, y jamás escojo lo más caro. Me ofrezco a pagar lo que me corresponde, y cuando lo aceptan, entiendo que se sienten en desventaja. Cuando es así, me muestro cortés y evito cualquier tema interesante que pudiera desatar mi creatividad o demostrar mi pasión.

Índigo cometió muchos errores de cortesía. Me daba flojera enseñarle cómo debía comportarse para que no lo criticaran otros hombres. Lo hacía sin que él notara que se trataba de ayuda de mi parte. No soportaba el orgullo. Era como un montón de raíces sorbiéndole la espontaneidad. La monotonía me aburre sin remedio. La aburrición me vuelve una chica aburrida. Lo único bueno de eso es que se me quita lo conveniente. Alguien debe aguantarme, y entonces hay un gran sacrificio por soportarme. Cuando es así, se pierden los “demasiados” y comienzo a ser una muchacha común- jamás corriente. A muchos hombres les molesta saber que una mujer puede ofrecer más que ellos. Aunque pueda en ocasiones, intento que no se note casi nunca. 

De vez en cuando hago todo esto por prudencia. Casi siempre es por rebeldía. No soy tan buena como quisiera, ni tan bien intencionada. Soy una persona soberbia, una mujer que sabe perfectamente el tipo de hombres que ha tratado y el tipo de hombres que debe conocer. Sé hacer sentir bien a la gente. A veces lo hago por gentileza, y a veces para evitarme discusiones. Rara vez encuentro alguien con quien valga la pena discutir, alguien con quien corra el riesgo de perder y entonces me vea obligada a cambiar de opinión. Índigo era bueno para eso. Sabía ponerme a dudar sin retarme. No me gusta que me reten, aunque pueda ganar.

La historia entre él y yo fue muy diferente de las anteriores. Todas lo son. Nunca acepto a nadie similar a los anteriores por razones de ética. Índigo era un hombre de espalda erguida- me fascinan así. Sus manos podían tocar una superficie lisa sin separarse jamás de la misma, y al mismo tiempo ejerciendo una presión casi nula. Olía muy bien, muy fresco. Tenía una quijada muy delineada. Hablaba como con hilos, creando figuras con su voz. Era un hombre muy fácil de querer. Además nunca me decía “olvídalo”. Siempre daba por hecho que yo entendería, fuera lo que fuera lo que tuviera qué decirme. 

Terminamos porque… no lo sé de cierto. Casi nunca entiendo bien por qué se terminan las relaciones. Me imagino que por la falta de ganas de mantenerlas vivas y nada más. No era insoportable ninguno de los dos, y nos queríamos mucho. Tal vez era demasiado conveniente la relación.

Cuando no hay algo que dificulte las cosas, cuando no hay oposición alguna, cuando no es difícil aceptar que se quiere a alguien, es que se trata de una relación conveniente. Suelen ser aburridísimas. Se habla de lo que se hizo en el día, y los sentimientos se tratan como rutina. Jamás se dicen cosas tan cursis que resulten repugnantes, y difícilmente se corre riesgo de enamorarse perdidamente. No ha motivación para vencer nada complejo. Entre parejas así, se pierde la memoria de los besos, y todos parecen muy similares. Entre parejas convenientes, se adquiere experiencia fácilmente, se intuye con certeza, se pierde la sorpresa. 

Antes de hacerme novia de Índigo, salí con un chico llamado Gabriel. No fuimos pareja formal, pero le tomé cariño: me es fácil apreciar a las personas. Este muchacho tenía sólo una característica que me llamaba la atención incontrolablemente: cuando sonreía, parpadeaba de manera diferente. Era como si con sus pestañas diera brochazos muy precisos, muy intensos. No tenía idea de que eso me gustaba tanto, hasta que lo conocí a él. No he visto a nadie más hacer eso. Pero no quise intentar más con él porque no era un hombre muy limpio que digamos. 

Germán fue el novio que tuve antes de Índigo. Era escritor, y muy bueno. Me embelesaba leyendo cómo disfrutaba las cosas, cada noche. Porque siempre lo leía de noche. Sus manos se movían como si estuviera escribiendo todo el tiempo con ellas. Era un hombre lleno de ritmo y rima. Su sentido estético era francamente delicioso. El problema con él era que no le gustaba el aire libre. 

Siempre hay algún pero. Pero eso no les quita lo convenientes. Por eso no sigo interesada en ninguno de los hombres con que he salido, o andado como novia. Pero Índigo no era el primero, y más vale que no sea el último. Hay abrazos únicos que no le he dado a nadie y besos inéditos que no me interesa repartir en vano. Son para el último, porque si no, sería todavía más conveniente y me aburriría. 

*María Elisa Aranda Blackaller (León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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