Es lo Cotidiano

Prohibido cachondear frente al Señor

Andrés Baldíos

Prohibido cachondear frente al Señor

Érase un día soleado frente al atractivo Expiatorio (Espantorio) en el centro de la ciudad. Más que una catedral de estilo definido, parecía una mezcolanza rosada y celestina sacada de un gigantesco molde. Pero si las palomas no juzgan dónde se van a parar a cagar, menos los ciudadanos, infinitamente más satisfechos que una paloma. Su plaza lateral contaba con cómodas bancas de cemento adosadas a jardineras centrales. Había ridículas alillas angelicales sostenidas de un asta para que la gente se fotografiase en ellas, unas fuentes al ras del suelo que echaban chorritos alineados, y una caseta de policías municipales que daba a la calle. Se respiraba un viernes soleado de principios de agosto, con la muchedumbre habitual yendo y viniendo en su despiste diario. La tranquilidad apaciguaba a tales grados que los colores de la plaza se lucían con efecto pictórico. Entre la gente se divisaba una bella pareja que paseaba junto a su hijo. Nada más que una tríada entre una multitud similar a ellos; nadie resaltaba en especial, todos formaban parte esencial del paisaje. Así pues, mientras el hijo jugaba entre las fuentes y las jardineras, la pareja se detuvo un momento frente al rosetón central de la catedralona casi simétricamente, abrazándose con profundo cariño y convergiendo en un profundo beso. La escena daba para un tierno retrato en una apropiada escala de grises.

El mundo es espontáneo, y no por ello menos sorpresivo.

Una mujer irrumpió en el retrato inesperadamente. ¡Indecentes!, les gritaba. ¿No ven que hay niños aquí? ¿No ven que hay lugares para eso? ¡Indecentes!, era una de esas señoras que, básicamente, englobaban todo el mal de la ortodoxia leonesa; basta y sobra esta lamentable etiqueta. Su reprimenda le resultó a la pareja de una perturbadora extrañeza, incluso para algunos mirones que nunca faltan. Confundida e incómoda, la pareja comenzó a buscar a su hijo para retirarse, pero la señora continuó su reprimenda con tan disparatados gritos que llamó la atención de los municipales que cumplían turno en caseta. Se acercó uno de ellos a investigar el barullo y no esperó mucho tiempo antes de empezar a tomar brazos azarosamente e intentar retener antes de preguntar. La señora comenzó a dar manotazos al aire continuando su denuncia, mientras los mirones espiaban entre la incomodidad y el nunca bien ponderado morbo de la ciudadanía atenta a sus vecinos. La pareja comenzó a inquietarse cuando se acercó el hijo con una mirada repleta de preguntas. El oficial separaba a la pareja mientras pedía una explicación a la señora, al tiempo que la pareja intentaba zafarse del extraño malentendido retrocediendo junto a su hijo. El oficial se encargó de detener al marido mientras él le reclama el acto. ¿Qué está haciendo, oficial? Haga el favor de soltarme, se lo pido de la mejor manera. El oficial, con un rostro repleto de monotonía, apretó un poco más el brazo del marido y lo hizo retroceder, aún pidiendo una explicación a la señora, quien no paraba de repetir una versión de lo que parecía ser una escena brutalmente sexual. La señora estuvo al borde de describir un capítulo del kamasutra aplicado a plena luz pública… lo que resultaría extraño sería que una señora como ésta supiera tanto a detalle. En fin, las cosas comenzaron a hervir cuando empezó ahora el reclamo defensivo de la esposa, quien le pidió al oficial de la mejor forma posible que soltara a su marido y que permitiera el espacio necesario para escuchar las distintas versiones de tan ridículo caso. Entre tanto revoltijo, que ruborizó a los involucrados de tan santísima pena –a excepción de la señora-, los oficiales emplearon las habituales medidas en caso de… ¿emergencias?

El mundo es revoltoso, y no por ello menos justo.

Me comenta la señora, dice por fin el oficial, que se hallaban en actos indecentes en plena plaza. ¡Desde luego que no!, dice el marido. ¡Señor, estaba besando a mi esposa! ¡A mí esposa! ¡Y ni siquiera de forma indecente! ¡La estaba besando como un esposo puede permitirse besar a su esposa y con la discreción que amerita en pleno público! Le voy a pedir de la manera más atenta señor que nos acompañe acá a la caseta atentamente por favor y veremos si habremos de llevarlo a la comisaría para que tratemos su caso más atentamente, dijo el oficial casi a modo robótico. ¡Oficial, esto no puede ser posible! ¡Por supuesto que no voy a ir, es totalmente injusto!, dijo el marido. ¡No puede hacer eso!, exclamó la esposa. ¡Son unos indecentes! ¡Malditos amorales!, exclamó la señora. ¿Qué está pasando?, preguntó el hijo casi al borde del llanto. ¿A qué se debe todo esto?, se metió un “buen vecino”. Ponga las manos visibles por favor señor por perturbar la paz de la ciudadanía pública, dijo el oficial, tan seguro de sí mismo como… la señora. El juez calificador será quien decida la situación, continuó.

El mundo es desconcertante, y no por ello menos gracioso.

¡Oficial, esto es inaudito! ¿Usted cree que un juez va a tomar riendas en este asunto que no tiene ni forma ni fondo ni mucho menos justificación?, dijo el marido. Pero se la pensó dos veces cuando se percató que esto era México, y más específicamente, Guanajuato, y mucho más taxidérmicamente, León. Y todavía tocando más fondo, frente al Espantorio. Por supuesto que un juez le va a entrar nomás por cagar el palo; aquí todos se toman tan en serio las menudencias, que hasta los argumentos y trámites de mayor irracionalidad son más bien percibidos como necesarios. La esposa entonces comienza a grabar desde su celular todo el embrollo. ¡Ésta es la justicia en Guanajuato! ¡Ésta es la justicia en Guanajuato!, exclama su voz de fondo mientras la cámara capta al marido intentando dialogar con el oficial que, claramente, no desea dialogar en lo más mínimo. ¡Lo van a esposar a pesar de que no pone resistencia!, y entonces la esposa se dirige a la señora y le acerca la cámara al rostro. ¡Ésta es la señora que se ofendió y que ocasionó todo este malentendido!, y la señora responde con una expresión de rechazo, alzando barbilla y gimiendo el clásico “¡hum!” de las caricaturas. De pronto se arriman más oficiales a modo de chismorreo. De pronto el marido le explica a su familia que no se asusten, que pronto se resolverá lo que, desde luego, no es un crimen ni mucho menos. De pronto lo suben a la patrulla. De pronto ya se tiene un juez calificador. De repente se llevan al marido porque de repente resulta que asuntos así son tan serios como un auténtico atentado público.

El mundo es gracioso, y no por ello menos estúpido.

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Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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