Es lo Cotidiano

Vida y obra desde la sombra movediza

Andrés Baldíos

Vida y obra desde la sombra movediza

¿Se saben la historia del cabrón que no hacía nada? Pero nada de nada. Así… ¡Nada! Nadita de nada para nada. Ni esto ni l’otro, ni eso ni aquello, así como si nada. Para nada de nada.

Hagan de cuenta que se levantaba a eso de las diez, once del día, y sólo en ocasiones especiales a las nueve, nueve y media. Pero una vida donde nada ocurre difícilmente tiene ocasiones especiales, por lo cual deberemos suponer que alguna vez le sucedió algo parecido.

Dormía con la ropa que usaba durante el día. O viceversa. O uno qué sabe. Le daba tales grados de flojera el cambiarse de ropa que rara vez se le veía con atuendo distinto; eso sí, se le veía bastante, porque en un pueblo tan pequeño los huevones son tan visibles como los baches en el camino, casi como una parte del folklore de la zona.

Vivía en un pueblecillo de campo, al sur o al norte de la ciudad que ustedes quieran, da igual. Sus padres se dedicaban a la ganadería, una bastante humilde pero lo suficientemente próspera como para que él pudiera hacerse a la idea de no tener que trabajar más allá de llevar a pastar las vacas y mover las cabras de un corral a otro.

Un día conoció a la que se volvería su esposa y… ahora que se menciona esto, es difícil imaginar cómo pudo conseguir enamorar a una mujer. O peor tantito, cómo la mujer lo miró y dijo Así es, es él, éste es mi hombre. Pero así las cosas, se casaron. ¿Cómo imaginar una boda con este tipo? ¿Cómo sería? ¿Sería a fin de cuentas? La iglesia, la fiesta, y él, en paz consigo mismo, satisfecho. O ni una ni otra, sino todo lo contrario. Valiendo queso, total, lo hecho, hecho, que la vida sigue y da vueltas y rueda girando.

Ella quería mudarse a la ciudad, ya teniendo un retoño en camino debían hacer mayores esfuerzos para subsistir. En la ciudad estaba la chamba, el duro y dale, el meollo de la vida adulta, los principios y labores, la responsabilidad de lidiar con fuerzas mayores. Por supuesto que no quería vérselas así ni de chiste. La sola idea de pensar en trabajos mayores al acostumbrado (que hacía a medias, dadas sus pausas —o “respiros”, como él decía— que se prolongaban hasta un absurdo conteo de horas acumuladas), le caía tanto en el hígado como en los tanates, aumentando su peso y haciéndolo tirarse de lleno al sofá, viendo qué diantres daban en los canales de siempre.

Su esposa le dijo, Vámonos, yo trabajo, ándale, a lo que él accedió, aun así, con total flojedad. La sola idea de moverse de lugar, de trasladarse de un lugar a otro, le causaba la pereza más indecible. Así pues, la esposa sería la encargada de llevar el pan a la mesa.

Ya asentados en la ciudad, comenzaron a ganarse la vida con lo que la esposa cocinaba. Desayunos, comidas y cenas, todo el santo día cocinando, produciendo hartas cantidades de comida como en fábrica, y encima encinta. Él únicamente le ayudaba a sacar las mesas donde colocaba las cacerolas y los platos, y de ahí se dirigía a un árbol que tenían en el patio trasero, donde se recostaba durante el resto del día. Ahí seguía la sombra del árbol conforme giraba como manecilla de reloj, moviéndose centímetro a centímetro cada que las molestias del solazo intervenían en su comodidad. Ya de noche se dignaba a entrar a la casa, tan zombie y tambaleante como un obrero de doce horas diarias, pero no se dignaba a ayudarle a su mujer. La pereza pesa, y sí que pesa. La esposa metía cacerolas, comida y mesas, y comían las sobras del día, que en los primeros años duros fueron bastantes.

El negocio prosperó y hubo un momento en que la esposa pudo hacerse de una asistente, y él ya no tuvo siquiera que ayudarle a sacar las mesas y acomodar las sillas. Así pues, se dedicó a vivir, todos los días a la misma hora, siempre puntual a la sombra de su arbolito, acomodándose al son del transcurso del día, evitándose las molestias del sol, recostado como turista en la playa, ensimismado como saco de abono, en inamovible plenitud. Era como ver un cuerpo muerto pero con las respiración en mecánica normal.

Un día murió. Y así. Un día sólo lo encontraron ahí nomás. Sin respirar. Su posición recostada indistinta a la dejadez de los muertos, difícil de comparar de una mole perezosa a una totalmente desprovista de vida. Su hijo todavía estaba muy niño cuando sucedió.

Pero en realidad, aun siendo grande el hijo, no recordaba gran cosa de su padre. No había nada en él que pudiera recordar, más allá de su atenuante figura reanudando la sombra del árbol a lo largo del día, como un perro persiguiendo su cola en un territorio repleto de palos.

Y pues así.

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Andrés Baldíos
es escritor. Los primeros peldaños son peligrosos, su hasta ahora primer libro de cuentos, fue editado en 2012 por San Roque.

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