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Chicas al borde de un ataque de pánico

Fernando Cuevas

Chicas al borde de un ataque de pánico

Un par de películas en las que un grupo de jovencitas se enfrentan a eventos desafortunados más allá de su control que parecen provenir de otras realidades. Mientras que unas forman un grupo de niñas económicamente solventes habitando en algún suburbio al norte del continente, las otras andan buscando un hogar dada su condición de abandonadas, hasta que llegan a una casona solitaria en la cada vez más evidente aridez californiana.

En ambos grupos de jovencitas se establecen roles situacionales según malicia, capacidad o condición, dependiendo de la situación que se trate: por supuesto, no faltan la líder que cree sabérselas de todas todas, la que intenta conciliar y la niña diferente, entre rechazada y generando lástima, que termina siendo clave para cada uno de los relatos, como cabría esperar desde el minuto uno de metraje. La realidad percibida es apenas un trozo de las vivencias a las que se tendrán que enfrentar, como suele suceder.

La muñeca fea sale del rincón

No es frecuente que una segunda entrega supere a la primera, a menos que esa segunda debió ser esa primera. Si Anabelle (Leonnetti, 2014) decepcionó hasta a los coleccionistas de muñecas y a quienes empezamos a seguir con interés el universo (ahora así se le dice a cualquier conjunto de personajes) de los Warren y sus aventuras sobrenaturales, Annabelle: la creación (EU, 2017) le brinda al personaje la suficiente dimensión como para convertirlo en parte de la galería del cine de horror del siglo XXI, a pesar de recurrir de pronto a esquemas gastados del género y a fallas en la lógica de actuación de los personajes, como sucede con muchas películas de esta vertiente.

Eso sí, se da tiempo para incluir un pozo como hermanándose con la serie El aro, con las películas de mansiones terroríficas y otros elementos utilizados en varias cintas clásicas, como el rostro cubierto a la mitad por una máscara inexpresiva, el inicuo espantapájaros o la misma idea del pérfido muñeco como en la saga decreciente de Chucky (de Holland, 1988 a Mancini, 2013), que ya hasta tuvo novia, hijo y maldición, ahora también contando con un culto según la reciente película que se estrena este año. Aquí es una muñeca fea aunque bien hecha que va pasando de mano en mano, como bien se muestra en la conexión de esta precuela con sus capítulos posteriores.

Un juguetero (Anthony Lapaglia, atormentado) convive en santa paz con su esposa (Miranda Otto, rebasada) e hija en un pueblo californiano, hasta que un accidente les cambia la vida. Y claro, el matrimonio cayó en el error de no tener cuidado con lo que deseaba porque se les podía cumplir: si abres la puerta al más allá, cualquier criatura puede aprovechar para colarse a este mundo lleno de almas en pena, y una que otra digna de ser robada. Doce años después, vemos cómo el atribulado hombre recibe a un grupo de huérfanas al cuidado de una monja (la sonorense Stephanie Sigman), ofreciendo su laberíntica y decadente casa para que vivan ahí.

Con un hábil manejo de la cámara para desplazarla con sentido de terror por espacios cerrados, como lo mostró en su anterior filme Cuando las luces se apagan (2016), y en contraposición con las logradas tomas en los paisajes abiertos, de una siniestra soledad desértica, el director David F. Sandberg muestra también capacidad para la dirección de niñas actrices (Lulu Wilson, Samara Lee y Talitha Eliana Bateman), en particular considerando el enfoque femenino que permea a lo largo de la historia. Una muñeca que ni siquiera parpadea vinculada con criaturas del averno, capaz de sembrar miedo hasta en su propio creador.

Y cuando despertó, el origami seguía ahí

Utilizando la fórmula aprovechada de manera magistral en la clásica comedia Hechizo del tiempo (Ramis, 1993), la neoyorquina Ry-Russo Young dirige con destreza la convencional y demasiado didáctica, aunque efectiva al final del día, Si no despierto (Before I Fall, EU, 2017) con base en la novela de Lauren Oliver en la que se dan cita los apuntes de dramas juveniles en entornos acomodados con un toque de fantasía, por momentos caprichoso, y que termina por plantear un discurso de reconciliación con la vida y de advertencia acerca de los riesgos del acoso escolar y las peripecias de la amistad y los primeros romances.

La cinta transcurre a partir de una mezcla de la notable Chicas pesadas (Waters, 2004), Si decido quedarme (Cutler, 2014) y 13 razones (Yorkey, 2017), apostando por ciertos estereotipos como el de la friki despeinada haciendo dibujos oscuros, la lesbiana que se siente incomprendida, el eterno y sensible enamorado, las amigas comparsa y el novio medio patán de escasas luces; se recurre de pronto a mensajes que inundan la sección de libros de superación personal (disfrutar cada momento porque es irrepetible, unirte al club de los optimistas porque sí, respirar profundo y cosas por el estilo), pero al final denotando que la verdad y la posible felicidad están fuera de uno y su ombligo, no tanto en la satisfacción personal sino en los afectos que consigas entretejer con quienes te rodean, sobre todo con la pequeña que te deja el origami de regalo.

La cinta cuenta con una buena actuación de Zoe Deutch en el papel de la chica con vida cómoda que despierta el día de San Valentín con el plan de “volverse mujer”, en complicidad con el galán equivocado por supuesto, y que termina por quedar atrapada en un bucle temporal, experimentando el mismo día una y otra vez con posibilidades de encontrarle la gracia al asunto o sucumbir ante el hartazgo; su interpretación está bien secundada por Halston Sage en el papel de la amiga atrevida y medio insoportable que se aburre al primer nivel de profundidad, en el fondo cargando un dolor sepultado en una actitud confrontante.

El prefabricado score permite insertar algunas oportunas canciones, que acompañan a una edición puntual y a una fotografía que permite visualizar los paisajes bellamente gélidos de las zonas boscosas -con todo y las casas precipitándose por el acantilado-, ya poco apreciados por estas niñas ricas envueltas en una rutina que les impide ver su caída inminente, difícil de descubrir por lo paulatina que resulta. Sísifo recibió el castigo de realizar una tarea sin sentido, o sea, de vivir sin la posibilidad de construir un propósito que le permitiera darle algún significado a su acción rutinaria.

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