jueves. 18.04.2024
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Eso (o cómo enfrentar el fin de la infancia)

Fernando Cuevas

Eso (o cómo enfrentar el fin de la infancia)

Quizá uno no lo sepa en ese momento, pero dejar la niñez puede ser terrorífico: por más miedos que se tengan en esa etapa de la vida, y que se pueden presentar tanto de manera crudamente real como en el mundo de la imaginación, no terminan por alcanzar a los que aparecen más tarde, con plena fuerza en la adolescencia y una permanencia soterrada durante la adultez. Ya en la vejez se presentan otros, sobre todo los relacionados con la muerte cercana. El miedo nos acompaña toda la vida, asumiendo formas variadas.

Con base en la kilométrica novela de Stephen King, una de sus más redondas gracias a la funcional combinación de terror y angustia vital experimentada en ese limbo escondido entre la infancia y la adolescencia, además de la creación de personajes juveniles memorables en la línea de Cuenta conmigo (Reiner, 1986), Nostalgia del pasado (Hicks, 2001) y El cazador de sueños (Kasdan, 2003), Andy Muschietti dirige Eso (It, 2017) con buen sentido del susto, tal como lo hiciera en Mamá (2014), en la que también abordó los temores primigenios.

Acá nos acercamos a una prototípica comunidad en Maine, bien conocidas por el autor de Carrie (1974), que padece los soterrados ataques cada 27 años, de una extraña criatura a la que sólo parecen identificar los niños, como si los adultos vivieran en otro estado de realidad, como se verifica al momento en que el abusivo padre no se percata del cuarto ensangrentado, cuando la mamá del protagonista parece ausente tocando el piano y la madre del niño asmático no es capaz de percatarse lo que realmente sucede.

El guion de Fukunaga (serie True Detective, 2014; Beasts of No Nation, 2015), Palmer y Dauberman (Annabelle, 2014/2017) consigue recuperar el núcleo de su par literario, si bien se extrañó la ausencia de una mayor explicación sobre el origen la criatura (el pasaje de la tortuga contando el asunto) y las diversas formas que asume: faltó la especie de ave prehistórica, por ejemplo, pero se integró con buen aliento macabro la mujer del cuadro de Modigliani. Se jugó a la segura concentrándose en el capítulo de la infancia primero para dejar el mundo adulto después, a diferencia tanto de la novela como de la anterior adaptación, que no consiguió articular con fluidez ambas etapas.

El tratamiento del sexo es más sutil en el filme que en el libro: si King lo planteó como rito de paso para abandonar la niñez en definitiva y sin retorno, acá se presenta más como un despertar paulatino, e incluso como motivo para bromear, aunque el abuso paterno queda suficientemente sugerido, así como el escarnio que vive la joven Beverly (Sophia Phillis), tanto de sus compañeras como de la pandilla de abusadores; de ahí que la relación que establece con los autonombrados perdedores sea de lo mejor de la película, dada la verosimilitud con la que se va desarrollando, entre la camaradería y el tono romántico.

Actualización del payaso tenebroso

Por momentos se abusa del susto de feria, sobre todo cuando en efecto parece que los personajes entran a alguna casa de sustos de parque de diversiones con exagerados artilugios sonoros, pero la labor de Bill Skarsgård encarnando al payaso Pennywise, una de las formas de esto o aquello, consigue desmarcarse de anteriores interpretaciones de payasos y jokers, y dar una identidad a este ser que necesita del miedo para alimentarse y conseguir los mayores recursos para sus prolongados procesos de hibernación.

En ensamble de jóvenes actores, ya con cierta experiencia en estas lides, resulta preciso para transmitir los miedos terrenales, particularmente el acoso escolar, el rechazo de los pares, la constante sensación de pérdida y sus relaciones con el padre o la madre (no se ven parejas juntas), así como los provenientes de otros mundos, ya sea los que habitan en su cabeza o los que saltan de la pantalla al terreno de realidad; sobre todo, las interacciones entre estos niños a punto de dejar de serlo, funcionan con naturalidad y frescura, expresando los anhelos propios de la edad entre broma y broma y momentos de extremo peligro.

La fotografía del coreano Chung-hoon Chung enfatiza el uso de los espacios y los colores como señas de identidad para la generación del terror interno, mientras que los desplazamientos de la cámara contribuyen a crear escenarios de inseguridad para los protagonistas, viviendo en un contexto donde el SIDA era una amenaza de naturaleza difusa, las escuelas campos de batalla y los males estaban al acecho: padres ausentes, abusivos o a quienes nunca se les da gusto; enfermedades sin cura posible; culpas por no actuar a tiempo frente a la pérdida de los seres queridos; temores para sacrificar al cordero en turno, o miedos irracionales pero reales a personajes diversos.

Las referencias a la tortuga cual símbolo del origen, carteles que anuncian las desapariciones y el volátil globo rojo, anunciando la presencia del terror que habita en el subsuelo, a donde se van los desechos de una sociedad que prefiere ocultar sus problemas a enfrentarlos, van integrando un relato en el que al final del día habrá que plantarle cara al mal, y asumirse como personas en un proceso de cambio irreversible, ahora perseguidos por un pasado que se hará presente en menos de lo que ríe un payaso.

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