viernes. 19.04.2024
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Iván

María Elisa Aranda Blackaller

05

Ya sabes que no me gusta hablar de mí, y lo mucho que me critican por ello. Siento que cada vez que digo algo de mí, me meto en el mundo de la crítica y doy pie a que se interprete en mi voz algo de exageración, deshonestidad o amargura. Ninguna de esas características va conmigo. Prefiero cuando se me comprende en silencio. Pero no funcionan así las cosas, ¿no es cierto? ¿No me dices siempre que hablando se entiende la gente, y que entre más tarde más triste? Me pediste que escribiera sobre mí, lo que ha pasado estos días. Hace demasiado que no te cuento. A ver si logramos recuperar el hilo de esa amistad que tuvimos alguna vez, y tocas en mi boda y yo fotografío en la tuya. Siempre dijimos que nos casaríamos si no hallábamos a nadie más. ¿Ya tienes una chica mejor que yo o vamos haciendo planes, mi buen Ivarán galán? 

Acabo de regresar de Nueva York. Ya sabes cómo hablábamos todos en la universidad de ella. Nos fascinaba que todo fuera tan difícil, como si al llegar pequeño hubiera más posibilidades de hacerse grande, y no fuera lo mismo en un pueblo que crece al parejo con su gente. Se me quedó muy grabado lo que nos dijo en la graduación el Dr. Buces, de que Nueva York había sido hecha para nosotros, y estaba esperando que fuéramos para que eso pudiera cobrar sentido. Recuerdo que nos llevó aparte de los demás alumnos, después del discurso en que decía que era importante salir y aprender sin pensar abandonar la patria que nos vio nacer. A ti y a mí nos tenía en un lugar muy especial después que ganamos el concurso de cálculo. A ti ya te tenía en buen concepto por haber sido el mejor promedio en Mate II. A mí me conoció gracias a que siempre hacías equipo conmigo en el tronco común, y luego con lo del concurso, como que ya se notó más aprecio de su parte. 

Te decía que acabo de regresar. Fui a ver si en serio había sido hecha para mí esa ciudad. Hubo momentos en los que sentí que más bien yo había sido hecha para ella. Deberías ver qué ambiente se respira ahí. Hay un contraste impresionante entre la gente que da su vida a una indistinta laminita de oro en una exposición y la que pasa todos los días por el subterráneo sin reconocer a nadie entre la multitud que comparte siempre el tren con ella. Es facilísimo fatigarse, todo mundo le roba la energía a todo mundo. Se sabe que es una ciudad de artistas, pero es tan difícil encontrar uno que viva para -y no del- arte. Ojalá que un día puedas ir conmigo. Me gustaría poder comentar contigo todo lo que se me va ocurriendo en una ciudad así, y sería bueno también escuchar tus analogías complicadas. Ya sabes que me deleita observarlo todo. Fui sola, así que no había posibilidades de compartir eso con nadie. Aprovecharé que tengo que hablarte de mí, para comentarte mis impresiones. A ver si todavía tienes esa imaginación que podía leerme como cómic, mi buen Ivancito. 

Duré sólo tres semanas fuera. Apenas me alcanzó la lana. Iba en un plan parco, por supuesto. No compré nada que no fuera para alimentar la barriga o el alma. Llegué sin expectativas, y con el mismo lema de Zacatecas en la mente: “máscaras y pan para comer, y la morralla para ser normal”. Nos quedó malísimo ese dicho, déjame decirte. Ni siquiera tiene ritmo. Pero sirve, y sigo usándolo, y seguramente tú también. 

Alguien me había dicho que Italia era amarillo, Ámsterdam, rojo, y Nueva York, anaranjado. Es cierto, así es: paseas por la pequeña Italia, encuentras el sexo en los aparadores y te deleitas con los atardeceres. Buces tenía razón cuando dijo que si alguien quería conocer el mundo, bastaba visitar Nueva York. El resto de las ciudades intentan imitarlo y ponen sus museos, sus obras, sus exigencias, su droga y su consumismo a la orden del día. Pero ahí dentro, hay gente de todas esas ciudades. Estas personas no se conformaron con la imitación y decidieron ir a esa ciudad a probar suerte, y a sentir las patadas de la competencia. Se ve el descontento de manera fascinante en el nacionalismo que se desarrolla en cada condado. Todos odian a los cochons américains, a los gringos, a los gabacholandeses, pero los persiguen con desesperación, y buscan su moda, sus inventos, sus diseños, sus universidades, sus premios. Los artistas se venden con la protesta anti-consumista. Se vive la paradoja de las manifestaciones en contra de esa cultura que absorbe a la gente y le quita las posibilidades de realizarse fuera de ahí, después de haber estado dentro. La gente quiere huir, pero invierte en bienes raíces. Es convencional que los jóvenes compren propaganda contra los convencionalismos. El ambiente está lleno de mercurio que cubre todo el oro. Por eso, para estar ahí y sobrevivir, hay que ser mercurio. Si alguien se resiste a ser mercurio, lo absorbe. Por eso no hay que pelear tan duro, hay que aflojarse con un poco de resignación para hacer más lento el proceso de ser invadido por la onda neoyorquina. Llega un punto en que ser parte de la masa, es chic. La desesperación por no ser invadido se convierte en el deseo de formar parte de la élite mercurial. 

Qué bien me desligué del tema. Hablé, como de costumbre, en tercera persona. Pero quedamos en que hablaría de mí. Yo fui con la misma intención de exprimirle lo mejor al sitio sin dejar que nadie pisoteara mi orgullo mexicano. De todos modos nadie me vio cara de mexicana. En el aeropuerto no entendían cómo sabía tanto de México y no se explicaban cómo hablaba español, y en la calle me dijeron un piropo gachupín. Pero no dejé de sentirme mexicana en ningún momento. Aunque en ocasiones se me antojó ser brasileña, peruana, francesa o polaca. ¿Ves? Nunca gringa. 

Fui como administradora y regresé como artista. Sabes la fascinación que me da cuando voy a las obras y los conciertos, y todo eso. En algunas ocasiones en la uni te tocó desvelarte conmigo hablando de los coros y los tonos, de las intenciones- palabrita dominguera que usamos los actores-, y finalmente soltar alguna ridícula lágrima de emoción. Imagínate eso en Broadway o con los artistas callejeros que bien podrían formar parte de una orquesta. Te diría que ahí se es lo que se tiene, pero no es cierto. Es un mito. Uno puede ser artista sin tener ni un quinto, y pasársela en los eventos gratuitos, en las banquitas, frente a las esculturas, o sentado en un escaloncito inspirándose a través de la observación. 

¿Recuerdas la película húngara que fuimos a ver en la que todo sucedía en el subterráneo? Podría ser cierto, si no fuera por el calor, que la gente se la pasara ahí abajo. En algunas estaciones hay puestos de comida, y música, y gente, y drama. Hubo una estación que me sorprendió porque era idéntica a una que había en Madrid. De pronto tuve la fantasía de que se hubieran unido las ciudades, y hubiera entrado en Nueva York para salir en Madrid. Es de esas ocurrencias que no hacen sentido pero me dan ganas de contar. Son ilusiones fugaces que dan mientras hay prisa de correr al vagón que está llegando. 

Yo me hospedé en la zona china. Se supone que está delimitada, y en los mapas están coloreadas las calles de Chinatown, pero como suele pasar con los chinos, ya se extendió su área y se ven letras chinas en donde nada tenían qué hacer. Me quedé en casa de una pareja de chinos que tienen un negocio de renta de videos, y cuyo hijo salió a hacer un curso de verano. Aprovechando la oportunidad de negocio, pusieron su habitación en renta, y yo la tomé. No fue posible hacer mucha amistad con ellos porque casi nunca nos cruzábamos. Los vi muy poco. De todas maneras, me parecieron buenas personas. Si bien se mostraron distantes, también cordiales, dentro de los parámetros permitidos. 

Te preguntarás cómo pude tomarme tres semanas libres. Renuncié antes de partir. No me gustaba tanto mi trabajo en la imprenta. Había mucho qué administrar y se me hacía interesante, pero no había nada de motivación. El jefe nunca estaba disponible para recibirme y todas mis sugerencias estaban sujetas a revisión, lo que volvía lentísimo el proceso. No veía cómo podía crecer ahí sin ser escuchada ni tener la libertad de decidir los cambios que hacían falta. No vayas a regañarme, Ivanovich. Me pagaban muy bien, pero no estaba contenta y así no tiene caso estar en un trabajo. Acuérdate lo que decíamos en el camión de regreso del congreso en Monterrey, de que la infelicidad en el trabajo se traducía en fracaso en el resto de nuestra vida. Ya ves todas las teorías que teníamos de la energía, de que lo bueno nos la inyecta y lo malo nos la quita. Luego hasta lo relacionamos con la conciencia y no sé cuánto. Era bueno filosofar contigo. 

Cuando me despedí de la chamba, me dijo el jefe que seguían las puertas abiertas para cuando decidiera regresar. No pienso hacerlo, a menos que cambie el sistema, cosa que dudo. Ese trabajo lo tenía todo en teoría, pero no me gustó cuando vi que había demasiada burocracia e inflexibilidad. Así pues, decidí darme tres semanas para ver si había un vacío en Nueva York, hecho a mi medida. Cuando llegué sentí que sí, pero como ya te comenté, luego sentí todo lo contrario. Parecía que la ciudad estuviera completa sin mí, y que en mí hubiera un vacío a la medida de Nueva York. Fue interesante sentir que había una parte de mí esperando estar ahí para derrocharme en las calles y los parques, y así toda la ciudad. Otra idea absurda que me vino a la mente fue que Nueva York estaba completa, pero era más amarilla, y al llegar yo, la hice anaranjada. Sentí como que los atardeceres eran culpa mía, obra mía reflejándome. Por supuesto, a nadie le platiqué esta blasfemia contra la naturaleza. 

Conocí gente, e intercambiamos información de contacto para el futuro. Con algunos casi podría decir que se hizo amistad; claro que nunca llegamos a la filosofía. Con otras personas sólo hubo choques lejanos. Ya sabes cómo me ha intrigado siempre la mirada de la gente. A veces experimento entre las multitudes, pescando algunas miradas, a ver cuál de ellas crea un vínculo conmigo. En muchas ocasiones son los niños no tan pequeños los que me permiten hacerlo. La mayor parte de los adultos tienen demasiadas ocupaciones bloqueándoles la mente, y se la pasan concentrados en su distracción. Sólo hubo uno que respondió perfectamente a mi proposición. Me sorprendió su accesibilidad y la facilidad con que entendió mi juego. 

Estaba en una estación algo concurrida, después de un día que había deteriorado mi confianza en la humanidad. Ya sabes cómo fluctúa en mí esa valoración, de acuerdo con la generosidad o el egoísmo que haya percibido durante el día. Lo hago por diversión, pero a veces me afecta el estado de ánimo. Esa noche estaba fastidiada. Él estaba en el andén contrario, esperando su vagón. De pronto empezó a tocar el músico en turno y logró cautivarme con un pedacito de pieza maravillosamente ejecutado. El resto de errores me importaron un comino después de ese momentito de brillantez. A partir de entonces, y hasta que abandoné el sitio, el ejecutante se ganó toda mi atención, mi respeto y admiración. Decidí ver si alguien más lo había notado. Hallé un hombre que parecía tener el potencial de disfrutarlo como yo. Lo miré fijamente hasta que volteó hacia mí y clavó su mirada igualmente. Luego arrastré sus ojos hasta el músico. Se quedó viéndolo fijamente, y abrió sutilmente su cuerpo como para que la música le chocara por todos lados. Después de un largo momento de disfrutar aquello, volteó hacia mí. Vi en su seriedad el agradecimiento que yo habría demostrado si hubiera sido al revés. Seguí inspeccionando el área a ver si había alguien más apreciando ese instante. No. Éramos los únicos. Permanecimos un rato más felices por aquel vínculo que habíamos logrado crear. Podría haber sido otra mujer, un anciano, un bebé, algún niño, igualmente me habría fascinado el logro. No había coquetería, no había más que agradecimiento. No sonreí, él tampoco. No se puso nervioso, yo tampoco. Había dos personas compartiendo un instante, desde lejos. Así de efímero, ese momento será inolvidable. Subió a su vagón, y desde la ventanilla siguió mirándome a los ojos hasta que se perdió para siempre. Si volviera a encontrarlo, no sería lo mismo. Fuimos personajes de una obra que se estrena y termina ahí mismo, cómplices que se despiden al salir del escenario. Fue el momento más artístico, el de mayor sensibilidad compartida. 

¿Qué con la administración? Nada, no hallé nada. Ni siquiera busqué, a decir verdad. Tenía qué confiar en la ciudad antes de poner demasiadas esperanzas ahí. Sí pude sentir la confianza, pero las esperanzas tardan más en dejarse ser. Cuando decidí ir por unas semanas, estaba segurísima de que regresaría después para quedarme. Si bien no tenía expectativas, la intuición me decía que algo me engancharía al sitio. No sé decirte si lo hizo. Creo que debo dejar que se asiente el remolino, para ver cómo quedó todo.

Sé que podría sentirme realizada en algún trabajo de mi área en esa ciudad. Hay muchas posibilidades, y debe haber alguna empresa en la que no me pongan tantas trabas como aquí. A veces me dan mis delirios de grandeza y siento que podría ser la mejor. Cuando alguien me rechaza, se enciende dentro de mí un fuego abrasador que me fortalece, haciéndome sentir única y repitiéndome constantemente que alguien que supiera descubrir mi valor, jamás me soltaría. Por otra parte, ese sentimiento me aleja poco a poco del “resto del mundo”, y me hace percibirme sola. Como sea, habrá qué buscar bien, para hallar una oportunidad que me permita sacar lo mejor de mí. Es desesperante hacer mediocridades cuando hay tanto potencial para una obra maestra. En mi antiguo trabajo me sentía muy limitada, ahí nomás pasándola. Sabes que necesito estar eternamente apasionada con lo que hago, o me aburro. Parece que Nueva York ofrece algo así. Pero volvemos a lo de la confianza. Antes de decidir si quiero estar ahí, me hace falta sentir que habrá un abrazo todos los días, en forma de atardeceres, vínculos, choques. Ya sabes, la cheese pie -chispa, por si no te acuerdas de ese chistecillo- del día. Cuando se acomoden mis ideas ya te contaré qué sucedió. 

Como ves, ha pasado mucho por acá en estos días. La mayor parte tiene qué ver con arte, como quiera que lo vea, mi arte personal. Cada vez soy más sensiblota y digo más huachaferías. ¿Todavía usas esas palabritas que según tú traían locas a las mujeres? Cuéntame pues si ya tengo cuñada, o si debo olvidarme de nuestra fraternidad y sucumbir ante tus encantos matrimoniales. ¿Sigues trabajando en el laboratorio? Me impresionaba la paciencia que le ponías a tus mezclas. Todavía tengo el champú que hiciste de acuerdo con mi química personal, y el perfume espantoso que olía a urbe después de la lluvia. A ése ya se le fue el aroma, gracias a Dios. Sólo lo tengo como recuerdo. Bromeo, me encantó el detalle. Ya sabes qué chévere se me hace probar todos tus inventos. Nomás que nunca me quede calva o se me caiga el cuero, Ivanyvenían, porque te lo cobro. 

Si te encuentras a alguien de la fraternidad, le dices que a ver cuándo se da una vuelta para saludar a la pobrecilla desempleada, y que a ver si alguno se digna darme una gerencia, que es lo menos que me deben después de la semana de gorra en mi depa de Mazatlán. No les platiques de Nueva York, para que no crean que ya se me metió la Quinta Avenida en los sesos. Tendría que aclararles que ni siquiera me alcanzaría el baro para entrar decentemente a las tiendas sin que me corrieran a patadas. No, no, mejor que ni se enteren. Así seguiré siendo la chula del grupo. 

Si alguien ya se casó, le das una cachetada de mi parte porque nadie me avisó. Ya sabes que las chulas no golpeamos, nomás cacheteamos. Si todos siguen solteros, les das el pésame de mi parte, porque van a tener que buscarse a algún nerdecillo en desgracia del Andrés Escobar. Así fue el trato con ellos. Tú salías ganando, te tocaba yo. No puedes quejarte.

Me dio muchísimo gusto saber que todavía existes. Ojalá no se nos vuelvan a ir las cabras con tan singular intensidad, y podamos mantener el contacto. No es bonito estar extrañando amistades del pasado y añorar cada vez que nos vemos. A ver si un día de estos nos aplicamos en hacer más recuerdos, porque los de la uni ya están muy gastados. Me haces un buen de falta, mi buen Ivanete. Te quiero más que ayer pero no te creas mucho, que todavía no defino si aceptaré tu mano o no (¡falta, para empezar, que me digas si tienes chica!). Bueno, pues así ha sido mi vida. Ya me contarás tú qué tal. No me dejes olvidada, ¿eh? Estaré esperando saber más de ti. 

Saludos en casita.

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María Elisa Aranda Blackaller
(León, Guanajuato, 1984) comenzó a escribir recurrentemente cuando tenía 17 años. Encontró en las letras un mundo creativo y expansivo que la invitó a la exploración. Desde entonces ha navegado entre cuentos, ensayos y haikus.

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