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Blade Runner: Volver a ver los clásicos

Fernando Cuevas

Blade Runner: Volver a ver los clásicos

Por lo que refiere a los clásicos fílmicos, podemos ubicar cuatro niveles en su tratamiento: el simple saqueo que no genera mayor interés, ni siquiera para volver al origen; el homenaje que permite la revaloración del texto en cuestión, sin aportar demasiado; la actualización, en donde se busca ponerlo al día según las condiciones actuales y, finalmente, la expansión de su planteamiento, en la que dicho clásico encuentra nuevos territorios para desarrollarse sin perder su esencia, incorporando contextos y ámbitos de los tiempos que en efecto están cambiando.

Dirigida por Ridley Scott, quien venía de realizar la fundacional Alien, el octavo pasajero (1979) y curiosamente de codirigir el video de la exquisita Avalon de Roxy Music, Blade Runner (1982) se convirtió en una de esas películas modélicas que trascienden su discurso más allá de los territorios cinematográficos, haciéndole total justicia visual y argumental a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), historia perpetrada por la mente paranoica y visionaria del maestro Philip K. Dick, generalmente llevado a la pantalla sin mayor resonancia, salvo en El vengador del futuro (Verhoeven, 1990), Impostor (Fleder, 2011), Sentencia previa (Spielberg, 2002) y Una mirada a la oscuridad (Linklater, 2006).

Al quebequense Dennis Villeneuve (Polythecnique, 2008) le gustan los proyectos que impliquen riesgo: asumió la responsabilidad de adaptar a Saramago y entrar al tema de la identidad (Enemigos idénticos, 2013); incursionó en el espinoso tema del narcotráfico transfronterizo sin ser de aquí ni de allá (Sicario, 2013); logró aventurarse en la reflexión cienciaficcional de mensajes trascendentes (La llegada, 2016) y se inmiscuyó en los vínculos que se generan entre padres e hijos ante la pérdida y el redescubrimiento (La mujer que cantaba, 2010; Intriga, 2013).

De todos los retos salió bien librado y la tendencia se extendió en Blade Runner 2049 (EU-RU-Canadá, 2017) su excursión por el mundo humeante y grisáceo, devastado ecológicamente y depresivo hasta la cocina, de los replicantes y sus cazadores, sobreviviendo en una sociedad construida a partir de la ultra virtualización, donde incluso la pasión romántica es una mercancía que se vende, susceptible de anidarse en la realidad de los afectos. Predomina una especie de capitalismo deprimido, necesitado de complacer ausencias y sostenido por colonias de niños trabajadores tiranizados por algún mercenario, además de una corporación capaz de someter al estado policiaco, como se advierte en la secuencia de las dos mujeres que ostentan el poder.

Ryan Gosling es el señor K de kafkiano, atrapado en una rutina burocrática donde sólo le queda obedecer órdenes de su jefa, interpretada por Robin Wright, y que apenas encuentra un cierto respiro en la relación con su novia virtual por conveniencia, encarnada (es un decir) por la cubana Ana de Armas. Su misión chocará con los intereses del mandamás invidente de la siniestra compañía voraz, encabezada por un taciturno Jared Leto, siempre bien secundado por la implacable Silvia Hoeks y, para redondear el casting, Harrison Ford, ya en su clásico papel de héroe nostálgico venido a menos, aquí como el viejo y estimado Rick Deckard.

Los Ángeles ahora es un lugar menos natural que hace treinta años, si ello es posible; San Diego es una especie de cinturón de basura y chatarra, y el trazo urbano ha suplantado cualquier posibilidad de paisaje verde. La lluvia continúa en tanto se convierte en nieve ácida, mientras los apabullantes hologramas pretendidamente seductores y los anuncios publicitarios invaden la grisura húmeda y humeante de callejones sin salida, contrastando con esos desiertos rojizos cargados de polución, a su vez atravesados por un score entre ambient y tecno de la dupla Wallfisch-Zimmer, modificando su tono según el hábitat en el que nos vamos encontrando, generalmente de metálica devastación o de extrema aridez.

Más que humano

Si en ciertos momentos, sobre todo en la primera mitad, se siente que el relato se atora por regodearse sobre sí mismo, la puesta en escena y las resoluciones posteriores anulan esa sensación. La fotografía del veterano Roger Deakins, colaborador asiduo del director, captura con lucidez los impresionantes escenarios que definen una mitología futurista, tanto en exteriores como en los interiores de la corporación, con formas oblicuas por las que avanzan sinuosos haces de luz y que reflejan una racionalidad líquida (diría Bauman), sostenida por una amenazante ambigüedad en la que conviven la creación y la destrucción, la búsqueda del origen y de las respuestas ante la incertidumbre acerca de la propia naturaleza: Pinocho y Frankenstein.

En efecto, crisis de identidad existencial: un nuevo modelo de androides que tiene que exterminar replicantes, o sea, a los de su propia especie, tal como le espeta uno de los antiguos (Dave Bautista, con sorprendente intensidad) al despreciado “portapieles”. Viven con recuerdos implantados con los que parecen sentirse satisfechos justo hasta que dejan de estarlo, sin la inquietud por humanizarse como sus ancestros rebeldes: el proceso de perfeccionamiento entendido como pérdida de sensibilidad, salvo que alguien lance el mensaje de que vale la pena morir por una causa. Claro que uno cambia cuando es testigo de un milagro, a menos que lo desmienta una prueba “nabokoviana” para verificar que todo sigue en orden.

Si en Her (Jonze, 2015) el hombre solitario se enamora de su sistema operativo a través de la conversación, el Blade Runner se apega a una mujer digital que se adapta a la situación e incluso se encarna en otra joven (Mackenzie Davis). La diferencia es que mientras que en el primer caso no hay exclusividad, en el segundo parece sí existir, a pesar de tener que brindar consigo mismo. Claro que se puede incendiar la casa para intentar disipar las dudas existenciales, más fuertes que cualquier fuego pretendidamente liberador. Pocos descubrimientos tan devastadores como el darse cuenta que un recuerdo que creías tuyo, nunca lo fue, por más que no se asuma frente a la joven especialista en dotar de memoria a los necesitados.

El guion del veterano Hampton Fancher en complicidad con Michael Green (Logan, 2017), establece los necesarios nexos con la primera parte, pero dota de identidad propia a la secuela: el gran Edward James Olmos ahora hace ovejas de origami, no unicornios que habitan los sueños imposibles; Rachel (Sean Young) es un recuerdo único que sigue palpitando sin aceptar copias, y el protagonista parece derramar lágrimas que fluyen --dijera el policía- extraviándose en la lluvia, tal como lo expresó el líder de los replicantes rebeldes que murió tres decenios atrás (Rutger Hauer). Está, por supuesto, el protagonista de la primera entrega, de cuya naturaleza siempre se dudó, envuelto en un entorno de escasa interacción social.

Ahí están el árbol muerto que guarda secretos vitales, apenas anunciados por una flor inaudita, así como las esculturas gigantes atrapadas en un rictus que viaja del deseo a los sueños rotos, en los que siempre faltan piezas y que se asumen como un cuadro de Giorgio de Chirico, entre el vacío existencial, la belleza intrigante y la decadencia desértica, como el hotel/casino de Las Vegas, habitado por los fantasmas/hologramas de Liberace, Marilyn Monroe y Frank Sinatra, acompañados de un perro que bebe whisky y que no se sabe si es real pero que sirve de compañía al escurridizo Deckard, recluido después de cumplir a medias su misión de hace treinta años y con el recuerdo palpitante de un amor que creíamos imposible, cual prueba indudable de la humanidad que lo carcome.

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