martes. 16.04.2024
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UN RATITO DE TENMEALLÁ

La inmanencia del tabaco: Blue In The Face de Paul Auster & Wayne Wang

Juan Francisco Camacho

La inmanencia del tabaco: Blue In The Face de Paul Auster & Wayne Wang


 

A la memoria de Lou Reed
 

 

A hustle here and a hustle there
New York City is the place where they said:
Hey babe, take a walk on the wild side
I said hey Joe, take a walk on the wild side

Lou Reed, Walk on the wild side

 

 

Cigarettes are sort of... like a reminder of your mortality in a way. Y’know, like each puff is like a passing moment, a passing thought. Y’know, you smoke and smoke dissapears. Reminds you that to live is also to die, somehow[1]. Bob (Jim Jarmusch, santísimo) se dirige así con Auggie (Harvey Keitel), el empleado de una tienda de tabaco de Brooklyn, construyendo un diálogo lúdico, tan inteligente que peca de absurdo, mientras el primero fuma el cigarro definitivo. Está a punto de dejarlo.

Estrenada en 1995, dirigida por Paul Auster y Wayne Wang, esta comedia se urde entre varios personajes que mueven sus vidas en torno a esta tienda de tabaco. Pareciera que el hilo principal sigue a Auggie —quien, a pesar de ser un tipo muy listo, lleva quince años trabajando ahí— pero va más allá; además de darnos testimonio de lo que pasa en el vecindario, y de las actitudes de los clientes, empleados y visitantes esporádicos de la tabaquería, nos aproximamos a la actitud de una ciudad, representada desde un pedacito: Brooklyn, acaso el verdadero protagonista.

Lou Reed se cuece aparte, a modo de entrevista —y fumando— cuenta su experiencia en la urbe y el particular modo que tiene de cobijarlo. Como un Joyce en Dublín, Reed expone su visión del mundo a través de su núcleo —axis mundi—. Se agradece su agudeza. Estas tomas van intercalándose con la historia de Auggie y sus compañeros.

Para 1994 había 2,3 millones de personas, 90 grupos diferentes, 32,000 empresas y 1,500 iglesias, sinagogas y mezquitas; se cometieron 30,973 robos, 14,596 asaltos con propósito criminal y 720 asesinatos en Brooklyn. No es la Arcadia, no el edén, no el centro que se busca para encontrar una armonía entre la vorágine, sino su antítesis. Lo que nos dice la película —haciéndonos reír— es que en una sociedad tan sobre poblada de ideales y de cacharros, lo que se puede esperar es una distopía. Digo que Brooklyn, como todos los pedazos del mundo donde confluye tanta gente, se ve desintegrándose en sí mismo. Y esta desintegración deja de importar tanto, que la actitud de los que la viven y la comen se convierte al cinismo. La metáfora del cigarro me hace pensar en esta inmanencia: el objeto que encierra su fin en sí mismo. Estos son los testimonios de las sociedades de la postmodernidad, una falta de tolerancia y comunicación que propicia, naturalmente, la disolución.

El soundtrack es a cargo de David Byrne (Talking Heads) y la banda de John Lurie, música, algunas fortuitas escenas en las más extrañas situaciones. No es la mejor cinematografía, pero la estética no se ve afectada. Quiero decir que los planos no buscan ganar una cámara de oro en Cannes, pero muestran bien la geografía de la selva cotidiana que es New York.

Buena película, bien lograda. Un pequeño ejercicio transpersonal que nos acerca, sin que lo busquemos, a repensarnos como sociedad y que al mismo tiempo convierte lo absurdo de lo cotidiano en un instrumento para provocarnos la risa, la risa de la conciencia, la que cala hasta los huesos. Auster y Wang, junto con el excelente reparto de estrellas (muy pálidas, eso sí), retratan muy bien algunos de tantos los problemas que lega el fin de la modernidad: el desempleo, la alienación, la inseguridad, la percepción del otro.

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[1] Los cigarros son algo como un recordatorio de tu mortalidad. Ya sabes, como si cada fumada fuese un momento que pasa, un pensamiento. Fumas y el humo desaparece. Eso te recuerda que vivir es también morir, de algún modo.