jueves. 18.04.2024
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DE PALOFIERRO [IV]

A cachetes por la popa

Yara Imelda Ortega

poesía 1-65
A cachetes por la popa

De haber nacido en otro tiempo, Borromeo hubiera sido un legionario. Alistado tal vez en el Tercio de Melilla. Pero su generación es la que siguió por la radio las evoluciones de la Segunda Guerra, entre los estertores del agrarismo y la efervescencia del cardenismo, con el que siempre se identificó la familia entera –hasta el presente, sus descendientes y extendidos-. Pero ésa es ya otra historia.

Borrrommeo era el primogénito. Y desde pequeño, su memoria era sorprendente. Era capaz a los cuatro cumpleaños de recitar de arriba abajo y viceversa los listados telefónicos sobre los que hubiera puesto una vez la vista. A los tres años, sobre el hombro de su padre yaciente, veía los periódicos que con atraso venían a poner “al corriente” a los habitantes de la Santiago de entonces. Fotos de aviones, de cuerpos de soldados en marcha, con gallardía y valor. Tanques de guerra. Preguntaba y se iba grabando los datos.

Fue inscrito directo en un instituto castrense, donde adelantaba los cursos y la disciplina domaba su rebelde temperamento ante la normalidad del avance de sus cocursores. Rápido llenaba los ejercicios en los que, en lugar de ir sumando con el apoyo de los ábacos como sus compañeros, a una vista de ojo calculaba el resultado.

A los nueve años era cabo de artillería ligera. Era capaz de armar y desarmar una pistola y un rifle con los ojos vendados y en tiempo récord. A los doce fue nombrado comandante de su pelotón, que integraba a los alumnos de clases mayores y elementos del Pentathlón. Ingresó sin mayor problema al Colegio Civil, con la idea de que sería ingeniero, como la mayoría de sus amigos.

Pero el pensamiento andaba por otro lado. No muy alto, sus tres pies ocho pulgadas parecían mayores, por el porte adquirido en los ejercicios. Entrenado para no cansarse ni quejarse del sueño o del hambre, era correoso sin llegar a musculoso; la nuca hacía línea recta hasta la cintura. Le apodaron “El Piloncillo”, por la forma de su cráneo.

De un moreno oliváceo, no contradecía en nada su origen mestizo, de sangre andaluza. Los ojos, que han sido el patrimonio estético de su raza y familia, brillaban como carbunclos bajo las cejas que eran acueducto a las ideas.  Las orejas eran delgadas y planas, pegadas al cráneo, a diferencia de sus consanguíneos, que fueron motejados como los “Hermanos Dumbo”.

Por ese entonces, la Carretera Panamericana era la pista de pasarela para las caravanas de “americanos”, como se llamaba a los gringos. Y pasaba justo al pie de Santiago, por el rumbo del Cerro de los Garambullos, ahora desaparecido por la voraz “civilización”.

Por la Alameda, donde Borrommeo acostumbraba pasear durante horas a paso veloz con botas de casquillo para poner en orden sus ideas, un día apareció una mujer. La más deslumbrante que hubiera visto jamás. La recordaba de hacía algunos ayeres, cuando un amigo lo acompañó al cine, su gran pasión después de la milicia. En efecto, era Gilda.

“Buenas tardes. ¿Señor, está usted ocupado?” escuchó cuando, arrodillado, maldecía por habérsele roto una agujeta. La voz de “Blame on Mame” le repitió: – “Hey, que si está usted ocupado, le digo”-.  Del sendero polvoriento a unos mocasines de dos colores, pantalón holgado, blusa de seda y un collar de perlas, al chignon de su torbellino de fuego y los lentes de aviador, fue corriendo poco a poco la mirada.  

-No para Usted. ¿En qué le puedo servir?- contestó apresurado, casi a punto de cuadrarse. El olor de los eucaliptos en el ventarrón de casi-noviembre se le metió en los ojos con el pálido tono del tepetate.

–Acabo de llegar a Santiago. Venimos con unos amigos a buscar un pueblo que se llama San Miguel, donde se juntan los gringos viejos a pasar los fríos, o que vienen escabulléndose de las llamas del San Fernando en Los Ángeles. Allí, los vientos se llevan las brasas de un cigarrillo y les dan dinero a perder a las aseguranzas. Mi caravana está descompuesta, me hospedé en el hotel de la ciudad. Me gusta caminar. Y tú…?

–Paseando.

–Te doy cinco pesos diarios. Enséñame Santiago. Llévame a comer a donde esté sabroso. Soy Margarita Cansino. Llámame Rita, como mis amigos, porque a partir de hoy, eres uno de ellos. Muéstrame las Iglesias, llévame a comprar ópalos, que están de moda. He hecho correr el rumor entre mis amigos, de que son piedras mágicas y que las perlas y los diamantes son de mala suerte. Ahora, todos en los Ángeles se deshacen de ellos. Adivina quién los compra.

Y ahí comenzó una semana en que la mañana empezaba aún oscuro en el casco de hacienda frente al Cerro de Los Garambullos. Para el joven, que hacía unos días se debatía entre los deleites del amor apenas venteados hacía unos días en Bernalm y la cordura... En el brocal del pozo, una de las gardenias, hija de la Ronca, le había enseñado que la boca sirve para más que comer. Y su padre ya le andaba apalabrando el matrimonio con la Comadre, mientras él se atragantaba con el cerumen de su compañera. Y pensó que el matrimonio no era para él. No en ese momento.

Apenas con un café entre pecho y espalda, zanqueaba velozmente del rancho al Centro. Rita ya lo esperaba para que la llevaba a desayunar en los figones del mercado. Gordas de migas y café de olla, era su menú favorito. Aunque probó los tamales y el atole, siempre bebía café. Y fumaba unos cigarros muy largos, que olían diferente a los comunes. Era un olor a vainilla y flores lo que destacaba sobre el tabaco.

–Los mando hacer a Cuba. Pero tú no fumas, verdad?

La chambelaneada se fue convirtiendo en ciceronaje. Santiago estaba aún lleno del vaho de las leyendas, y la sangre de los “Traidores de las Emes” aún no se secaba del todo en El Cerro de Las Campanas. Pero nada es para siempre, y al fin el autocaravana de Rita fue reparado.

–Mañana me voy, cuando me avise el chófer que todo estará en orden y podremos seguir. Pero es domingo otra vez, como cuando te conocí. Y quiero que me cuentes un secreto y que me hagas pasar una aventura real, algo que no se me olvide nunca, nunca nunca.

Aclarándose la garganta, le dijo:

–Todos me conocen como Caloggero, pero antes de los doce años, mi papá siempre me llamó Plinio. Y me presentaba con sus amigos como Plinio Zabaley. Prefiero el Caloggero, que es más calabrés. Déjame contarte una historia… “Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a este compañero que viene de ...”

A la fecha, nunca he sabido si Caloggero Zabaley le dijo a Rita que ese cuento, era el capítulo de “Octubre” del libro de lecturas de la primaria, de Edmundo d’Amicis. Siempre sería su favorito y por tanto, también el nuestro. Ahora encuentro la “coincidencia”…

De camino por Plaza de Armas al Hotel, Rita le dijo: –El secreto me pareció como para darte vergüenza, y vale por eso. Pero… ¿Y mi aventura? Me voy mañana; no se te olvide-. Caloggero le respondió: – “Ponte zapatos cómodos. Vístete de hombre. Y te veo en la puerta del hotel, cuando empiecen a llamar a la misa de una en la Congregación”. Y la cita se concertó con el beso sincero y sencillo que se da con el amor de los amigos, no con el furor de los amantes.

La noche transcurrió entre el regreso alumbrado por el hachón de la luna llena de ese año que cada cuántos junta dos plenilunios en un mes, y el plan para regalarle a Rita algo único, divertido y original con qué despedirla. Pero también podría ser peligroso… Pero no hay remedio ante la palabra empeñada.

Aquel que se acostó con Gilda y despertó con Rita, no la conoció: Ella estaba radiante, como en sus mejores días. Su piel era de porcelana normalmente, pero temprano se había hecho subir “Nescafé”, tan de moda… El agua en la tetera se enfrió. Trituró los grumos en su polvera, los mezcló con polvo de arroz, y cubrió las turgencias del torso y los rasgos inconfundibles. Había trenzado el cabello y tomado prestada la indumentaria de su compañero de noche. Los aviadores esconderían el destello adamasquinado de su mirada.

Puntual, a las primeras campanadas llegó Caloggero. Y Rita estaba impaciente. Recibió un puño de periódicos y la orden de seguir sin preguntar, de obedecer sin chistar. Llegaron al Zenea y se apostaron junto a un bolero.

Era la hora del paseo. La “gente de razón”, entre la que se contaba a la clase política y de alta alcurnia, circulaba plácidamente

–Rita, es la última vez que te veo. Cuando escuches el grito “Legión” arranca a correr, llega hasta el hotel. Báñate largamente. Baja a comer al restaurant “La Mariposa” y oigas lo que oigas, veas lo que veas, no comentes, no digas nada. Será nuestro secreto.

A pesar de la temperatura meridiana, las mujeres portaban estolas de las pieles más finas y exóticas posibles. Una en especial, de zorro, rematada con la cola del espléndido animal, llamaba la atención por la opulencia de la popa que lo portaba. Salió Caloggero de tras la banca de boleo, y levantando el adorno, hizo sonar tremendo cachete. Un aullido brotó entre los macetones porfirianos:

–Legióóóóóóón…

Una bandada de bachilleres alteró con sus apresuradas huidas el caliginoso mediodía; siguiendo la instrucción, Rita no paró su carrera hasta la tina.

El Club de la Nalgada Ataca de Nuevo” era el titular de El Diario de la Tarde. Entre bocados de enchiladas y chuleta, tragos de “preparado” y el placer indescriptible del “Mantecado”, se leía y comentaba en susurros lo que la gente llana –Que dicen por ahí…

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