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El valor de la pena

Chema Rosas

ebrio
El valor de la pena

A menudo nos preguntamos si algo vale o no la pena. Por ejemplo, si  vale la pena  comprar el paquete de cien rollos de papel de baño en vez del normal que tiene cuatro, aunque vivamos solos y cuatro rollos sean suficientes para un mes.  En ese caso, la pena podría cuantificarse contando los pesos ahorrados por comprar en volumen, pero la pena que le da a una persona no es igual a otra, y de todos modos el precio es el mismo. Y ese es el problema. Nadie está seguro del verdadero valor de la pena y lo usamos a conveniencia.

Resulta difícil creer que, dada la importancia del asunto, en todo este tiempo científicos y economistas no han logrado determinar su valor cuantitativo, pero el problema no es tan sencillo. A ciencia cierta, nadie está seguro ni si quiera de en qué consiste la pena.

Unos dicen, por ejemplo, que la pena es eso que acongoja a las personas que han perdido algo o a alguien. La mujer que pierde a su marido tiene una pena, que en este caso es equivalente a  sufrimiento. Ahora que si lo encuentra días después con la misma ropa y oliendo a jabón chiquito, la pena se convierte en enojo y posiblemente en vajilla rota en la cabeza del casquivano esposo.

Eréndira Macotela, experta en sabiduría popular, afirma categóricamente que pena es sinónimo de vergüenza y consiste en robar y que te cachen. Esta tesis es rápidamente refutada por  quienes aseguran que los ladrones son sinvergüenzas, es decir, que no tienen pena aunque los cachen. En otras palabras, si vergüenza es igual a pena, pena es robar y que te cachen, y los que roban no tienen vergüenza, entonces la pena no existe. Lo cual cada vez parece más cierto en la clase política mexicana.

Otros aseguran que las penas con pan son menos, lo que lleva el problema al terreno de las matemáticas. ¿Cuántos panes son necesarios para aminorar un número determinado de penas? La fórmula podría ser algo así:

X bolillos = (-P)

Donde “P” es el número de penas y bolillos el número… de bolillos. Nunca he sido bueno en matemáticas, pero si lográramos despejar las penas usando bolillos, encontraríamos su verdadero valor, si es que lo tiene. En ese caso, la fórmula podría acabar con las penas mundiales a base de panes, y el único problema sería generar una tabla de equivalencias en baggetes para los franceses, bollos para los ingleses, acambaritas para los acambarenses etc. Eso, claro está, sólo sería posible si tuviéramos una medida específica para medir las penas.

Los abogados superficiales suelen confundir la pena con la condena. El ejemplo más claro es la pena capital o de muerte, que en México no aplica pero sí te pueden condenar a 140 años de prisión –en un lugar convenientemente llamado “penal”-. Desconocemos la cantidad de panes necesarios para conmutar esa condena, pero nadie llega a cumplir ese tiempo encerrado, a menos que se lo tome muy en serio y cumpla su sentencia como fantasma –convenientemente llamados almas en pena.

También se llama pena al temor de quedar expuesto y ser ridiculizado, lo que puede convertirse en un verdadero obstáculo para disfrutar la vida. Hay quien por pena no se sube a un escenario a cantar, otros no se quitan la playera en las albercas y hay quien de plano no habla en público. Conozco una persona que cada vez que intenta hablar con una chica guapa, su cara se pone tan roja que termina pidiendo disculpas en vez de su número telefónico.

Cuando alguien me recomienda una película con la frase “vale mucho la pena”, no puedo sino preguntarme por qué habría de darme pena. ¿Estaré condenado? ¿Habrá sufrimiento? ¿A cuántos panes equivaldría? ¿Debería darme vergüenza? ¿Me hará quedar en ridículo? Lo que me queda claro es que:

Si algo ocasiona pena –del tipo que sea– es porque tiene algún valor. Si no tiene valor, entonces no da pena.

En ocasiones, para descubrir el valor de algo hay que quitarse la pena y atrevernos a vivir.

Para quitarse la pena hay que tener valor… y si no, por lo menos un bolillo. 

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Chema Rosas
 (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco que incursionó también en la comedia.

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