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Soy Indiana Jones

Chema Rosas

Wild_and_Woolly, with Douglas Fairbanks, cartel
Wild and Woolly, with Douglas Fairbanks, cartel
Soy Indiana Jones

De niño estaba obsesionado con ser Indiana Jones. Tenía unas botas color café, pantalones cortos caqui, playera verde,  y un sombrero de fieltro que no me quitaba para nada. Le pedí a mi padre que me comprara un látigo pero, sabio como es, en vez de comprarle  un arma a su hijo de ocho años, la fabricó él mismo usando una cuerda y un pedazo de manguera.

Un fin de semana me pidieron que me pusiera otra ropa, pues iríamos a una fiesta de cumpleaños con unos “amigos”. Me negué rotundamente, mis padres cedieron con un “allá tú” y me subieron al auto. Era momentos de convertirme en un héroe de acción y mi mente fraguó el siguiente plan:

Al llegar a la reunión todos notarían mi atuendo de aventurero y se preguntarían si entre semana usaría elegantes trajes para leer libros universitarios de antropología. De pronto llegaría una madre desesperada gritando que su hijo se estaba ahogando. La concurrencia entraría en pánico, pero yo les indicaría que retrocedieran. La madre me vería con escepticismo, como diciendo ¿qué puede hacer este escuincle por mí? Entonces yo tomaría mi látigo –convenientemente colgado de mi cintura- y con un movimiento ágil lo ataría a la rama de un árbol cercano, y balanceándome por encima del agua rescataría al bebé. La señora me agradecería llorando y seguramente se sentiría avergonzada por haberme subestimado.

Lo que en realidad ocurrió fue algo así:

Al llegar todos me vieron raro. Puede ser que nadie más en la fiesta vio Indiana Jones o que simplemente les era difícil reconocer a un héroe aventurero. Tal vez sí vieron las películas pero no me reconocieron. De lo que estaba seguro es de que yo no le caía bien al festejado, que era un par de años mayor que yo, llegó con su pandilla de amigos (delincuentes juveniles todos) y se burlaron de mi sombrero. Al sentirme amenazado les mostré que era un explorador armado. Rato después la única madre desesperada fue la mía, pues no podía deshacer el nudo con el que me habían amarrado a una portería –con mi propio látigo, por supuesto-.

De la traumática experiencia aprendí tres cosas:

  • La vida es mucho más divertida e interesante dentro de mi cabeza.
  • A veces es necesario ocultar lo que imagino, por seguridad propia y en ocasiones, de los demás.
  • Existe un abismo de diferencia entre lo que imagino de una situación y lo que realmente ocurre.

Me gustaría decir que desde entonces he crecido y madurado; que soy un adulto responsable con los pies bien plantados en la tierra… pero no sería verdad. Sólo me he vuelto un poco mejor ocultando lo que pasa dentro de mi cabeza –por ejemplo, ya casi no me disfrazo de Indiana Jones para ir a fiestas, y cuando voy a trabajar usando mi capa de Gryffindor es por razones meramente pedagógicas-. De cualquier manera me sigue sorprendiendo el abismo entre lo que imagino y lo que los demás llaman realidad.

Estoy, por ejemplo, atorado en el tráfico: En mi mente aprieto el botón secreto del tablero; entonces el coche se eleva lentamente mientras yo, como Luke Skywalker en la Estrella de la Muerte, evito el entramado de cables de alta tensión, que se sueltan de los postes y avientan chispas mientras me alejo volando a toda velocidad haciendo piruetas en el aire. En realidad sigo atorado en el tráfico.

O como cuando llego a una fiesta y veo a una chica que me parece guapa e interesante. En mi mente me acerco y hago un comentario que le parece de lo más simpático; la saco a bailar y por arte de magia soy un experto bailando salsa. La pista se abre para hacernos espacio y sus amigas la miran con envidia. En la realidad me acerco, hago el comentario y le parece de lo más simpático… nos hacemos amigos y me presenta a su novio –quien por cierto sí baila salsa como profesional.

En mi mente soy un experto en artes marciales que vuela como monje shaolin de película y toco el piano cual virtuoso; cuando una chica me gusta sé exactamente qué decir, controlo los elementos, hablo con animales y soy capaz de generar un campo de fuerza que calcina a todos los mosquitos a mi alrededor. En realidad sé lo suficiente de artes marciales para no intentar volar y aporreo el piano con palillos chinos; cuando una chica me gusta a veces logro una frase coherente, puedo prender la estufa y abrir la llave de la regadera, hablo con mi perra y compro repelente de insectos.

Si he de ser honesto, la mayoría de las veces prefiero la vida que ocurre dentro de mi cabeza, pero no siempre. Hay momentos en que la realidad enloquece y supera a la imaginación; como una canción que no habías escuchado y te pone la piel de gallina o un beso que calcina todos los mosquitos a tu alrededor. Esos momentos son tan escasos como valiosos y suelen estar rodeados de peligros… por eso soy Indiana Jones.

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Chema Rosas
 (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco incursionó también en la comedia.

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