miércoles. 24.04.2024
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FUMADORES [IV]

Carson McCullers

José Luis Justes Amador

Carson McCullersX
Carson McCullers
Carson McCullers

Era la única manera de continuar. Tenía que prepararse para tumbarse en esa cama.  Tendría que aprender cómo soñar. O fumar. (New York City, 1967).

Mide 34.29 por 32.38 centímetros  y es una de las fotografías más conocidas de la escritora. Fue una de las que se expuso en “Irving Penn: Centennial” en el Metropolitan Museum of Art. El fotógrafo la tomó en Nueva York el diez de mayo de 1950 cuando ella estaba disfrutando del éxito y los premios de la versión teatral de “Frankie y la boda”. Todo en la fotografía, sin embargo, la mirada acuosa, los labios forzados en un rictus de seriedad, el apoyo forzado de la barbilla en la mano, indican otra cosa.

El cigarro en la boquilla que sostiene está liado a mano, costumbre que le venía desde los trece, edad en la que empezó a fumar. Aunque no podemos verla, debe haber cerca de ella una cajetilla de Chesterfield, donde los llevaba siempre tras prepararlos al principio del día.

“Sé buena contigo misma y procura no preocuparte por las cosas. Haz lo que te dicen tus mayores”, así termina la última de las cartas le escribió Reeves, su marido, y que Carson quiso que se publicaran junto a su autobiografía. Nunca había sido, ni lo sería, buena consigo mismo. A pesar de su enfermedad crónica, fumó y bebió hasta la muerte. Su palidez sólo era un reflejo de sus dolores internos, físicos y espirituales. Nunca tampoco les hizo caso a sus mayores.

Como su escritura, todo en esta fotografía habla de ella más que sus biografías (más que la horrible introducción de Elena Poniatowska para la traducción española de “Iluminación y fulgor nocturno”). Podría pensarse que es el retrato de una muda. (“En el pueblo había dos mudos y siempre andaban juntos”). Podría pensarse que hay una tristeza que no puede ocultarse, ni disimularse, frente al objetivo de uno de los mejores fotógrafos de la época. Podría pensarse por la ropa, un traje de corte masculino con adornos femeninos, que ama por igual a hombres y mujeres. Y, también, podría pensarse en sus adicciones cuando ni siquiera suelta el cigarrillo para su retrato. Podría pensarse eso y acertaríamos.

Y, gracias a la genialidad de Penn, podríamos saber, con ese conocimiento imposible de explicar que otorga el gran arte, que tras esa mirada, ese rictus, ese humo, hay algo que todavía tiene que decirnos, que quiere decirnos: quiere vivir para siempre. “¿Cómo pueden los muertos estar realmente muertos cuando viven todavía en las almas de aquellos a los que dejan detrás?”.  Ella respondió a su propia pregunta con obra breve pero perfecta. “Una vez le pregunté [a su marido] si pensaba que El corazón [es un cazador solitario] era bueno. Reflexionó largo rato, luego dijo: «No es bueno, es extraordinario»”.

Ella sería escritora y se sentaría detrás de una mesa con una traje con falda de franela gris y un cigarrillo ardiendo el cenicero de cristal. Sería famosa y la amarían. Vería lo que nadie podía ver y todos estarían orgullosos de ella. Querrían conocerla. La gente la invitaría a la las fiesta simplemente para que estuviera ahí. Pero Anita tenía que ser especial. Esos eran los hechos y tendría que enfrentarlos (New York City, 1967).

Anita en el cuento y Carson McCullers en la vida real enfrentaron los hechos. Fumando.

Tras varios infartos de corazón, Carson murió en 1967 de cáncer de mama.

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