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En busca de Juan Manuel Torres

Jesús Nieto

Collage anónimo 02
En busca de Juan Manuel Torres

Eran los primeros días de enero del 2011 y visitábamos el Leopold Museum en Viena. En medio del fascinante recorrido por las obras de los grandes maestros austríacos de comienzos del siglo XX, dimos con un cuadro que me capturó enseguida, pero lo que terminó de llamar mi atención fue descubrir en la ficha el nombre del autor: Albert Paris Gütersloh. Sólo tenía una referencia de este pintor y escritor vienés, el epígrafe con el que comienza la única novela publicada por Juan Manuel Torres: “Nos hallamos totalmente conscientes del significado de nuestro credo, o sea que el principio de una novela es y debe ser casual y que su fin puede y debe ser retrasado lo más posible; de ninguna manera es válido decir que una novela lleva un fin determinado; sólo el cansancio o la muerte del autor lo provocan.”

No estoy seguro de poder identificar en qué momento Juan Manuel Torres se volvió una obsesión. Quizás fue ante la dificultad de hallar sus libros después de fatigar librerías de viejo en el centro, Coyoacán, las colonias Roma, Juárez, Narvarte y Del Valle. Cada vez que he corrido con suerte, he comprado un volumen de El viaje y luego se lo he regalado a alguien que considero puede apreciarlo. Fuera de la capital, lo hallé una ocasión en Morelia. Procuro siempre quedarme con un ejemplar de repuesto, porque sé lo difícil que es dar con otro, más si se trata de la edición original en la serie El Volador de la editorial Joaquín Mortiz.

Juan Manuel Torres nació en Minatitlán un 17 de marzo de 1938 y murió 48 más tarde, en 1980, el mismo día y mes. Chocó en la calzada de Tlalpan de camino al aeropuerto para recoger a su entonces pareja, la actriz Delia Casanova. En esos años se dedicaba al cine. Poco puedo decir de sus películas, pues es tanto o más difícil de conseguir que sus dos libros. He visto La otra virginidad, que le valió un Ariel en 1975 y da cuenta de su interés por hacer películas disruptivas, provocadoras en cierta medida obsesionado con personajes adolescentes siempre al borde de la vida y la muerte, como bien ha observado José de la Colina. También vi El mar, casi por casualidad gracias a que mi suegro la pescó una ocasión en el canal De Película. Siendo franco, prefiero por mucho su cuento, en el que se basa la adaptación cinematográfica.

En 2009 encontré un ejemplar de Didascalias (edición de Era, 1970) en uno de los locales de libros de Miguel Ángel de Quevedo. Dejé en pausa lo que leía por entonces y me sumergí en esa extraña novela que no termina de iniciar y tampoco termina de acabar nunca. Los personajes se desdoblan en sus alteregos, la trama se desanuda y se vuelve a enredar: juegos que podríamos identificar como cortazarianos, semejantes a las estrategias de 62, modelo para armar. Más que una influencia, me parece que se trata de una búsqueda similar entre el argentino y el mexicano, pues como se verá más adelante, Torres pasó parte importante de los años sesenta lejos de América Latina, al igual que Cortázar.

En aquella ocasión terminé de leer la novela y no me quedó más remedio que volver a comenzar a leerla, pues además empieza literalmente por el final y termina con el principio. Podría decirse que Torres escribió, tal cual, notas para una obra de teatro o una película que siempre deseó realizar y nunca halló la manera. Parte del pacto que establece con el lector es que todo es siempre provisional, hay algo que está a punto de comenzar, pero no se sabe bien cuándo ni dónde. La novela sirve como metáfora de la vida.

El corpus literario de Juan Manuel Torres se suscribe a esos dos volúmenes, el libro de cuentos El viaje, publicado originalmente en 1969 a su regreso de Polonia y la novela Didascalias, en 1970. Previo a eso, en 1962, la época en que participó en un cineclub de la Facultad de Filosofía y Letras mientras estudiaba psicología, escribió un ensayo en torno a las divas del cine italiano en el cual ensaya algunas ideas acerca de la musa del director cinematográfico que no tiene desperdicio. Transcribo un fragmento: “Quien cree en el hombre, cree en los mitos. Toda invención, todo sueño, refleja las necesidades humanas. El amor es una necesidad; por eso, los solitarios, los poetas, no dudan en violar la realidad, en trastocar el universo y el orden de las cosas, para encontrar el amor. […] La pasión es el único medio de llegar al hombre. Quienes se conforman, quienes se resignan, están condenados al silencio.” De ahí sigue una digresión acerca de la figura en el cine, siempre como ese ideal inalcanzable, y después aterriza en las personalidades del cine italiano que son retratadas en el volumen.

De alguna forma, el tema del amor inalcanzable vuelve una y otra vez en su obra, concretamente en el relato “El viaje” que da nombre a su primer libro y que es difícil de clasificar como cuento, pues no es una historia en sí con inicio, nudo y desenlace, sino una narración que remite al tránsito por el Cielo, el Infierno y el Purgatorio, más en sintonía con Hermann Broch que con el relato dantesco. Al final es, ante todo, un diálogo con las propias obsesiones de Torres, y el tema del amor se pasea por esas páginas al lado de cuestiones políticas, las dudas con respecto al actuar desde una perspectiva socialista. Aunque pareciera que el contexto no se hace presente, Torres va y viene con las discusiones tópicas de los años sesenta y setenta.

Juan Manuel Torres es uno de esos autores a los que pareciera que los personajes y las atmósferas lo perseguían para que escribiera. Aunque sería simplista considerar los cuentos de El viaje como autobiográficos, es indiscutible que su creación debe mucho a las vivencias del propio escritor en esa larga estancia (de 1962 a 1968) en Europa durante la cual tuvo la oportunidad de estudiar cine en la escuela polaca de Lódz. Su manera de contar historias (y quizás resulte obvio decir que su lenguaje audiovisual también) debe mucho a la formación de aquellos años. Lector ávido y experimentado, llegó a conocer en lengua original obras de autores como Bruno Schulz y Witold Gombrowicz, por mencionar los más conocidos (o menos desconocidos) autores polacos en nuestro medio. No es que Torres sea un cronista de viaje, ni un paisajista, se trata en todo caso de un buscador incansable que dio con formas de cuestionarse el mundo en esos territorios ajenos, en esa lengua que se le volvió propia. Estuvo casado con una polaca, y tuvieron una hija que vivió en México y volvió a la tierra de Andrzej Wajda y Roman Polanski, quienes fueron, por cierto, maestro y condiscípulo, respectivamente, de nuestro personaje en Lódz.

Hoy que la autoficción se ha vuelto una modalidad y un tema recurrente en la literatura latinoamericana, vendría bien una edición de la narrativa completa de Juan Manuel Torres. En sus escritos no se deja ver una radiografía social de los jóvenes, como es el caso de las novelas de autores de su generación como Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña o José Agustín. Lo que ofrece este raro autor, más emparentado con el ala surrealista de la vanguardia que con el mundo de literatura beat, es una apuesta por la exploración de temas filosóficos o morales, y una experimentación con la narrativa que redunda en juegos verbales que al mismo tiempo son existenciales. De la misma casta que Hamlet y que muchos personajes de Chejov, o aun de Joyce, Torres vuelve al tópico del adolescente que desea profundamente romper el espejo artificioso que ofrece la adultez para desengañarse de una vez por todas, aunque en el intento se le escape la vida por una ventana no prevista.

Ahora estamos en 2014 de viaje por Yucatán con la familia de mi esposa. Nos hemos quedado un par de días en Progreso para constatar ese aire de nostalgia sempiterna que tiene el viejo puerto. Hay un muelle que estoy seguro es el que aparece en la versión fílmica de El mar por el cual el personaje encarnado por Arturo Beristáin lleva en silla de ruedas al profesor, protagonizado por Claudio Brook. Se lo voy diciendo a mi suegro mientras trata de captar en su cámara unas gaviotas que se acercan a los pescadores, que practican su oficio un poco por tradición y otro tanto porque saben que a los turistas les gusta evocar un pasado inexistente.

El viento es inclemente en Progreso. De eso da cuenta la poca vegetación que se agita con el meneo. Rodolfo dispara, y vuelve a disparar. Ahora se coloca en cuclillas, ahora se acoda en el muelle y mientras tanto su sombrero Panamá va a dar al mar. Hacemos esfuerzos inútiles por recogerlo. Avanza a su ritmo y el viento le juega a favor, como en el cuento donde el viento arrebata el sombrero de Harriet en la playa de Sopot. Está por demás averiguar su paradero. Allá va un sombrero para Juan Manuel Torres.

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Jesús Nieto
es originario de Salamanca, Guanajuato. Estudió sociología en la UNAM, el diplomado en Creación Literaria en la SOGEM y es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona. Se dedica a la docencia, la investigación y la escritura.

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