viernes. 19.04.2024
El Tiempo
Es lo Cotidiano

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Benjamín Pacheco López

Foto, María Gómez Bulle
Foto, María Gómez Bulle

I.*

Escribo El cuarto y defino un espacio. Delimito a cuarto y el universo se expande. En seis letras cabe el mundo, la humanidad. ¿Por qué? Más que confinar, la palabra abarca: volumen, tiempo, fase, distancia, instrumento y lenguaje. Voz antigua, enraizada al latín quartus. Bóveda lingüística rebosante de usos, trasladados por mulas durante siglos. Contiene y nos contiene.

Voy por el diccionario, estanque donde se reflejan nuestras expresiones. Empujo puertas, acciono aldabas, desempolvo aparadores, rumio definiciones. El cuarto: epílogo de lo tercero; división de la hora y la mala hora; servidumbre de reyes y moneda de cobre. Cuarto, en tus letras caben la noche y el día. Lo sabían los centinelas romanos al susurrar véspero, media noche, canto del gallo y custodia matutina. Entro al bosque de la Historia y un letrero me detiene: cada una de las cuatro partes en que, después de cortada la cabeza, se dividía el cuerpo de los facinerosos y malhechores, para ponerlo en los caminos u otros sitios públicos. Huyo por una ladera. La cuarta aviva mi montura, corta el aire, la piel. Cabalgo hasta que, oh terrible suerte, sangran los cuartos. Fin del viaje y viaje hacia el fin. Re, la cuarta cuerda, se agita en el aire. Un cuatrero rasgueando la noche, cierra la escena.

II.

En el cuarto derrama su curiosidad la aurora, oro vertido sobre los muebles y aquel suéter prestado que juraste regresar el viernes pasado. Cuarto, escenario crepuscular para el despido y las cuentas pegadas al refrigerador. Luz que cede al frío recién acomodado entre ladrillos. Eterno museo de vida y muerte: aquí anunciamos la llegada al mundo, aquí nos despeñamos al abismo. Con suerte, la cabeza apoyada sobre una almohada. En medio, cuestionamientos interminables, guerra eterna con la sed y el hambre. El cuarto, los cuartos, aquel cuarto, este cuarto, padres mudos congelados en su abrazo de cuatro paredes. Nos miran completar tareas y evitar la vajilla enlamada; llorar pegados al ventanal, reír acompañados de los necesarios amigos. Beber la soledad, mordisquear la compañía.

En el cuarto amamos y discutimos, prólogos a la descendencia y el distanciamiento. Soliloquio y coro de almas festivas. Los muros contienen nuestros jadeos, carcajadas y reclamos. Si las paredes relataran, escribirían novelas. Cada azulejo, un eco; cada baldosa, una fosa de recuerdos. Gritos derramados en los maceteros; lágrimas mecidas por las persianas. Testigo inamovible, el cuarto tolera nuestras quejumbres y, en lo posible, encubre amoríos pasajeros.

En otro monitor, su primo popular: barrio bravo, a.k.a., la cuartería. Telenovela económica sobre el drama humano. Su fiel espectador, algún vecino varado en el desvelo. Ojeras alimentadas con nuestras miserias. Sirena policial, final de temporada. Un cuerpo es retirado; el flash inunda la estancia y emite un juicio: esto fuiste, aquí alborotaste el polvo. Close-up a manos esposadas, el rostro desfigurado. Míralos: allá van, ya se los llevan. Crónica dominical, quizás de lunes enlagañado. No importa: mañana arribarán nuevos inquilinos con sus odiseas. F5 para refrescar. Se imprime. A vender la historia en cada esquina.

III.

Voy por el museo como por el vino, paladeando sensaciones. Me detengo en El dormitorio de Arlés, cuarto donde alucinaba Van Gogh. Tres versiones para la posteridad, la segunda es de mi agrado. Por mi pupila resbala el amarillo cromo, el verde limón pálido; la triada naranja, azul y rojo. Husmeo los muros, identifico retratos –cuadros dentro del cuadro-, levanto sábanas y sacudo almohadas. Detrás de la ventana entreabierta hay una plaza que no vemos, según describe el viento. Encima de la mesa de aseo, un espejo. Superficie trémula, tensa. Algo llama, se estira y acongoja. Me asomo: hay un grito encadenado al fondo de aquel charco rodeado de madera. Repite y jadea.

-Escucha, escucha: yo vi a Van Gogh, yo lo vi, cortarse la oreja. Escucha, escucha…

Asombrado, retiro el rostro y salgo por la puerta derecha. Afuera corean las estrellas.

Voy por la calle como por tus jadeos, descubriendo espacios, oliendo recovecos. Mis pensamientos malsanos son interrumpidos por un joven francés, de paso apurado. En sus manos lleva el tercer ojo, una Leica discreta. Intrigado, lo sigo. Límites aproximados, diría Monsiváis, 1933. La guerra civil es impensable en Sevilla, aquí sólo hay fiesta. Caminamos entre escombro. Cuarto destrozado, paredes demolidas. Miro aquel rostro que mira aquella decadencia: sólo Henri Cartier-Bresson encuentra la belleza entre las ruinas. Frente a nosotros, 15 niños divulgan el sentido de la vida. Corren, se abrazan, giran y vencen obstáculos a pesar del desorden bajo sus correrías. Contrastes: a la izquierda, un pequeño en muletas desafía las piedras; a la derecha, casi escondido, otro desconfía de aquel extraño intrigado por aquellas aventuras. Click, cuerpos fijos en la plata. Click, click. Granizo de instantáneas para un lugar en el que pareciera que granizan las batallas. Nadie podía saberlo: anónimos enmarcados en días previos al infierno.

Nos retiramos del lugar. Tres años más tarde, abro el periódico. Los titulares me abruman: La España roja, partida en dos pedazos por nuestro glorioso ejército, ¡¡Ni cadenas en las manos ni grillos en los pies!! ¡¡No pasarán!!, Intensamente se combate. Muerte sin fin.

Doblo las hojas y me pregunto: ¿qué habrá pasado con aquellos niños, jugando en aquel cuarto baldío? Correr contra el viento no es lo mismo que contra las balas. ¿Escucharán la lluvia caer o el caer de bombas los habrá ensordecido? Recuerdos de un cuarto derrumbado, pero jamás vencido.

IV.

Cuarto celestial, espacio imperial, el cine. Señora, con permiso; caballero, no lo vaya a pisar. Niño… ese es mi lugar. Gracias. Pupilas dilatadas ante la promesa de la marquesina: acción, drama, terror y comedia. Peregrinos, nos adentramos a la meca visual en busca de ninfas, héroes y dioses. Admirar el celuloide es tener acceso a otras vidas. Testigos de ocasión, congelamos nuestro movimiento por la ilusión del movimiento. Escena 1. Interior. Cinema. Los voyeurs esperan que apaguen las luces y se ilumine la pantalla. Comen nachos, comparten expectativas. Fundido a negro. Corte a…

Voy por el celuloide como por mis pensamientos. Montaje acelerado, van y vienen los recuerdos. Aquí todo es posible: un cohete desfigura la luna al tiempo que los obreros, reprimidos bajo tierra, son llamados por un robot para desatar la revuelta. Una ballena devora un niño de madera; un jesuita se juega la vida, mediante un oboe, en medio de la selva. Cae la tarde en la pradera, seguimos a Scarlett, silueta envuelta por nubes y un árbol retorcido. Cae la tarde y ella cae sobre la tierra. Muerde una raíz, llora, luego se eleva, poderosa dirigiendo el puño al cielo: ¡Dios es mi testigo, no me abandonará! Cuando pase esto ¡No volveré a tener hambre otra vez! La cámara se aleja, ya nos acercamos demasiado a su miseria. Fundido a negro. Corte a…

Descendemos por los círculos del crimen, la espiral de la guerra. A Elías lo traicionaron. El gallo cantó en Vietnam. Alzó los brazos al cielo, pero los helicópteros ya estaban demasiado lejos. Volteamos a Europa: a Ryan fueron a buscarlo porque era el último de cuatro hermanos y su madre, resignada, platicaba con banderas acostadas en los cuartos. Aquel soldado escuchó en voz de un muerto: James, hágase digno de esto… merézcalo. Ahora llora cada que visita un cementerio. Chicago, sinfonía de balas. Una carriola desciende por la estación del tren; un policía, en su apartamento, se desangra. La prohibición, oh paradoja, permitía la descomposición de una nación. Pestañeo y mirada al sur: Gabriel Figueroa entrega cátedra en cada fragmento. No filma: esculpe. Entrega esculturas en movimiento, retratos de fuerzo, cielos cargados de fuego. Por los muros de aquel México cabalgaban silentes los muertos.

Una función no basta para proyectar la pléyade memorial: faltan Cyrano enamorando a Roxanne; Enrique V inspirando a su banda de hermanos; Joel, arrepentido, tratando de salvar los recuerdos borrados de Clementine. Un hombre maduro, en realidad chiquillo enamorado, llorando los besos censurados…

Interior. Cinema. Encendido de luces y un trabajador barriendo las penas ajenas. Adiós, adiós. Hemos llegado a la última escena.

*Texto con motivo de las 250 publicaciones, cuarto del millar, del suplemento Tachas.
**Sirvan las cursivas como invitación a buscar la fuente original.
Ensenada, Baja California, México.
21 de marzo del 2018.

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