Es lo Cotidiano

Crónica en un cuarto

Víctor Hugo Pérez Nieto

Foto, María Gómez Bulle
Foto, María Gómez Bulle
Crónica en un cuarto

Él tenía sueño y se quedó dormido en la alcoba junto al narguilé encendido. Afuera había sofoco estival exacerbado por una amplia lumbrera sobre el alfeizar. Estaban abiertas ambas hojas de vidrio pero no era suficiente para dejar entrar algo de fresco, porque en ese momento “fresco” no era algo: ¡era nada! A pesar de todo, antes de anochecer, el cansancio lo venció.

Dejó de llorar y comenzó a soñar.

Desde lo más profundo de su inconsciente, Andrómeda lo llamó con meliflua voz de alondra mientras alisaba su cabellera bruna; traía un cepillo dorado en la mano izquierda y algo puntiagudo en la derecha. Él la vio inalcanzable: vestía fular acendrado, estaba de espaldas, reflejada en la luna del tocador de una vieja recámara imitación caoba. Ella gritó su nombre, luego su apodo, como le decía de cariño desde niño: “Perseo”. Él ya no le respondió con su voz aguardentosa de adolescente.

Para redimirse, entró atravesando una puerta corrediza hecha de manta, de esas que son mansas porque no trasgreden el espacio de uno u otro lado, pero tampoco dejan pasar si no quieren a la siguiente etapa del sueño, donde lo único que se puede mover en rápidos círculos son los glóbulos oculares. Lo llaman “sueño MOR” quienes saben de la mente, y en las vecindades, divisiones de miriñaque.

Afuera comenzó a oscurecer y el calor cedió ante una lluvia pertinaz, pero él no tuvo voluntad para parase y cerrar el ventanal del cuarto. Estaba agotado. Sólo entreabrió un párpado al sentir el petricor en la nariz. La pipa de narcótico había hecho lo propio para resistir lo que vendría a continuación.

La vio apartarse del espejo entre la opiácea bruma de la shisha, así, ausente, como el día que la había conocido, como la noche que la perdería. Pero no se extravía algo que jamás se poseyó.

Sintió adolorido el pecho, parecido a tomar un trago de alcohol pelón, una bocanada de sosa cáustica, o una aspirina que se queda atorada en el esófago y su efecto atraviesa en vez de consolar. “¿Cómo no tuvo un cuervo que le sacara ese ojo de Horus antes de verla alejarse de su lado puñal en mano?”. Se lamentó.

Pero entre más profundo se dormía, su figura se desdibujaba y esa herida ponzoñosa del pecho dejaba de ofenderle. ¿Quién fuera doctor para poder controlar la vigila y mantenerse sedado durante un año, o dos, o los suficientes para reparar el encono y despertar mondo, despojado de las cosas más inútiles de la vida como el dinero, la escuela con sus matemáticas, las matemáticas y sus polinomios; o no, mejor aún: el qué dirán los otros? No hay inquietud más frívola que estar interesado por la opinión de los demás, y a la vez es desconcertante saberlo.

El delirio funámbulo de ella traspasaba la delgada línea entre lo coherente y la demencia en un vórtice. Sólo algo era cierto: ya no la miraría más el Ojo de la Divina Providencia que perdió poco a poco su brillo hasta quedar con la pupila dilatada. Perseo había dejado de respirar luego de aquella certera puñalada de su amada.

Sobraban razones para morir así: eran primos. A ese impulso básico de la psique se le llama incesto y se castiga con una descendencia a la que le crece cola de cochino. En la vecindad todo se sabe y ya estaban enterados sus padres. Tenían dos opciones: los mataban y se pudrían en prisión o se iban ellos, inmarcesibles, a un lugar donde cupieran siempre. Hay situaciones irremediables en las cuales, parientes cercanos, amigos, seres quienes antes fueron amados no pueden, a partir de un punto de inflexión, coexistir bajo la misma luna.

La única potestad que les quedaba a los 15 años, era la utopía de libertad, donde no hay ser humano autorizado a decirle a otro qué hacer con su vida sin violar su libre albedrío, siempre y cuando éste no infrinja las leyes de su propia razón ni perjudique a nadie en su accionar. Acordaron encontrarse en un espacio más amplio, alejado de los astros, donde no existiera la noche y todo fuera luminoso, tan radiante que no pudieran verse y sólo se reconocieran a través del tacto. Así no los encontraría jamás aquel órgano panóptico, que de todo se entera y todo lo juzga. El vox populi: juicio del hombre indecente.

Amapola, bendita tú eres entre todas las flores y bendito sea el fruto de tu vientre.

Ella insertó la aguja en su vena luego de clavarle a él el cuchillo en el pecho.

Lo liberó y abrió para ella la siguiente puerta del cuarto, ésta sí menos dócil, ésta sí sin retorno, de una sola hoja; de las que dejan irremediablemente un espacio muerto hacia donde se apartan. Quería que pudieran entrar antes que comenzaran a oler mal.

Morir tampoco es en balde si se tiene un propósito: no es lo mismo el árbol que termina convertido en papel higiénico que aquel cuyo destino es un piano.

Afuera había dejado de llover y el cielo estaba despejado, lleno de estrellas, como si nunca hubiese habido tormenta; la ventana seguía abierta. Los luceros temblaron sobre el agua del suelo a donde cayeron trémulos, desmadejados como adormideras recién cortadas, reflejados en los charcos pisoteados por los paramédicos que llegaron en cuanto el padre de Adrómeda entró al cuarto y vio la lastimosa escena de su sobrino con el pecho abierto y la hija muerta de una sobredosis. Todavía no amanecía, pero pronto segaría el resplandor de los arreboles en el horizonte. El narguilé había dejado de humear sedante.

Nadie se percató que no correspondía el reflejo del cielo con el del agua, no obstante se hubiese necesitado un navegante mirando el charco para saberlo: entre Alpheratz, guía de los marinos, habían dejado de fulgurar dos constelaciones sobre el inundado barrizal que debió pisotear el médico legista antes del alba para corroborar que efectivamente, Andrómeda mató a su amado Perseo luego de narcotizarlo con opio. Acto seguido se suicidó con una sobredosis de morfina.

Todo sucedió dentro de aquel tabuco de vecindad, una lluviosa madrugada del 10 de agosto del 2017 que amaneció despejada.

El cuarto al que llegaron ellos fue amplio y luminoso, tan fulgurante que ningún ojo terrestre los pudo volver a ver. Solo percibieron la luz de una lluvia de meteoros llamada Lágrimas de San Lorenzo.

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