jueves. 18.04.2024
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Tres mitos y un cuarto: creencias para salir de la sartén por la parrilla derecha

Sergio Miranda Bonilla

Foto, María Gómez Bulle
Foto, María Gómez Bulle
Tres mitos y un cuarto: creencias para salir de la sartén por la parrilla derecha

Es ya un lugar común que el auge que han experimentado en los últimos años ciertas ideologías conservadoras en diversos países[1] puede explicarse en términos de reacción ante una realidad transida de incertidumbre, multiplicación de opciones sin direcciones claras y promesas incumplidas. En otros términos, se trata del fenómeno que el filósofo francés Jean-François Lyotard denominó desde una perspectiva narrativa como “crisis de los metarrelatos”.[2]

En este contexto, la diseminación de certezas cortoplacistas encuentra un fértil caldo de cultivo para producir lo que bien podríamos llamar “salvavidas ideológicos”: relatos o narrativas con cierta lógica para salir a flote en la contienda política. Sin embargo, estos flotadores discursivos, que a primera vista se despliegan para fundamentar propuestas dirigidas al bienestar para las mayorías, no fungen sino como dispositivos de legitimación del statu quo para el ejercicio del poder en manos de minorías, como lo han estudiado Habermas, Foucault[3] o Thompson. En otras palabras, se trata de actos de comunicación que apuntan al cambio para que al final no cambie nada (dicho sea de paso, bien podríamos estar asistiendo a un repliegue de esta línea discursiva[4]).

Narrativas y discurso que visibilizan lo que bien podrían ser “teologías”: creencias, mitos, dogmas. Ejercicios de lenguaje que empleamos para darle sentido a la vida, legitimar la conducta y dirigir las aspiraciones, y que en la mayoría de los casos no tienen un fundamento evidencial: se quedan en el terreno de la creencia, como lo abordó Ortega y Gasset.[5]

En la actual coyuntura preelectoral mexicana estas narrativas míticas se hacen más visibles desde la práctica comunicativa de la sociedad civil. A continuación, sendos comentarios buscan poner sobre la mesa tres de estos mitos... y un cuarto (que es más un dogma) para discutirlos y sopesarlos. Sin dejar, por supuesto, de hacer un guiño al eje festivo del presente número celebratorio de Tachas: ¡y que vengan otros 750 más… al menos!

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Mito I. No soy pobre porque trabajo: los pobres deberían trabajar más

Recientemente circuló un ácido tweet de Eduardo Enrique (@E_AguilarH)[6] que propone un reality show para emprendedores “fresones”, retándoles desde condiciones iniciales de pobreza y con un empleo precario. Las airadas reacciones al tweet por parte de jóvenes “emprendedores” (término que no es sino una “chaineada” a la etimología de “empresario”, pero con menos calvicie), dan cuenta de uno de los relatos más empleados para justificar y mantener la inequidad económica. Este mito encuentra su expresión en diversas formulaciones: “el sueño americano”, “hay lugar en la cumbre, pero los ricos también lloran”, “los pobres son pobres porque quieren”, “a mí que no me den, a mí que me pongan donde hay”, “yo lo que tengo me lo he ganado partiéndome el lomo”, “el mexicano es huevón”, “el empleado todo quiere regalado”, “hay que chingarle más”,[7] etcétera.

Llama la atención que no sean pocos los alumnos “emprendedores” de universidades privadas quienes defiendan la narrativa de “pa’ todos hay”. El horizonte axiológico que emerge de esta narrativa, el sistema de valores implícito, soslaya la solidaridad social y celebra la acumulación, la inequidad y la concentración de riqueza. Una narrativa narcisista y miope en la que los jóvenes “entrepreneurs” son héroes de un sistema económico injusto e inhumano, legitimándose como aquellos que proveerían al pobre de los medios para salir de la pobreza desde un estatus privilegiado que no es reconocido, “generando” empleos a los que ellos mismos nunca aspirarían. Darwinismo social.

La narrativa de la meritocracia choca frontalmente con las evidencias de movilidad social en México[8], sobre todo para la doliente mayoría de quienes sí se parten el lomo cada día y aun así no alcanzan a migrar a estratos de mayor ingreso y calidad de vida. Fenómeno multifactorial, en el que sin embargo aspectos que no tienen que ver con los méritos personales llevan al menos un 70% de peso en la determinación del estrato socioeconómico que alguien ocupa, como el país de origen o el nivel de ingreso de los padres.[9] En el contexto latinoamericano, las nuevas empresas con posibilidades de mayor impacto económico nacen de contextos familiares con ingresos superiores a 10 dólares diarios, o sea, el 15% con ingreso superior,[10] donde están dadas las condiciones relacionales, los contactos adecuados, los capitales tanto cultural y como económico precisos.

Quizá no haga falta un Premio Nobel de Economía para entenderlo, como Joseph E. Stiglitz, quien no tiene empacho en desestimar el esfuerzo individual como determinante para desmitificar el “sueño americano”[11]: “El 90% de los que nacen pobres mueren pobres por más esfuerzo que hagan, el 90% de los que nacen ricos mueren ricos independientemente de que hagan o no mérito para ello”.[12] “El que nace pa’ maceta no sale del corredor”, dice el refrán: sí, pero es un hecho que no todos nacen en el corredor.

Mito II. El precio de la gasolina debería bajar: así demostraría el gobierno su eficacia

México recibió 2017 leyendo encabezados sobre destrozos de comercios, pintas y saqueos con motivo de la puesta en marcha de la Reforma Energética que liberaba el precio de la gasolina. La participación de autoridades en la organización de tales hechos de violencia ha sido documentada[13] y puede leerse como un dispositivo ideológico por parte del gobierno para sesgar la opinión pública contra la movilización popular en términos de las estrategias de manipulación mediática establecidas por el francés Sylvain Timsit[14] derivado del análisis de Noam Chomsky. Llama la atención que el alza de enero del año pasado fue de 14.4%[15]: a marzo de 2018 llevamos un incremento mayor a 22%,[16] y la reacción popular no se acerca a lo visto al iniciar 2017.

No son pocas las personas que insisten en señalar el alza en los precios de combustibles como argumento de que el gobierno es malo e ineficaz, y por tanto demandar combustibles baratos. Sin embargo, no es ya ni posible ni deseable bajar el costo de los energéticos no renovables.

Incluso si ignorásemos las pésimas decisiones económicas y financieras que el gobierno federal ha ejercido sobre el ámbito de los combustibles,[17] o si dejásemos de lado la corrupción del sindicato petrolero, hechos que han eviscerado a Pemex durante décadas, desde una perspectiva ambiental y de justicia social la demanda por combustibles fósiles baratos ya es insostenible.

Los automovilistas en México nos hemos comportado como farmacodependientes: adictos a una sustancia que nos destruye, sin vislumbrar alternativas de recuperación y además demandando que nos la vendan barata. Las ciudades planeadas para privilegiar el uso del automóvil privado refuerzan la exclusión y el ecocidio, con miles de kilómetros cuadrados de plancha asfáltica que impide la renovación de mantos freáticos y que calienta la atmósfera sensiblemente, sin contar la emisión de gases de efecto invernadero que en sí misma es un veneno responsable del 23% de los fallecimientos anuales en el mundo.[18]

La transición, pues, a entornos urbanos que privilegien la salud y la inclusión tiene que pasar por disuadir a la sociedad del empleo del automóvil, como propone Carlos Dora, coordinador de Salud Pública y Medioambiente de la OMS.[19] El empleo de automóvil privado y toda la infraestructura asociada, que asciende al 80% del gasto en infraestructura urbana,[20] generan un impacto ambiental que debe dejar de considerarse como una externalidad: alguien debe pagar. Ello implica impuestos “verdes” a los combustibles, a las vialidades y estacionamientos, a los mismos vehículos y todo el sector económico relacionado.[21]

Hay un par de elementos culturales relacionados con este mito: el automóvil privado como signo de status social, y la idea de que es más seguro usar auto que otros medios de transporte. El primero es un elemento subjetivo que da cuenta de los valores porfirianos heredados asociados a “la gente decente” frente a “la naquiza o el peladaje”, que no son sino expresiones del racismo y la discriminación que no se han dialogado suficientemente en nuestro país. Respecto al segundo, los estudios internacionales como la investigación Peatones: seguridad vial, espacio urbano y salud[22] demuestran que un entorno planeado para escala peatonal con equipamiento urbano adecuado contribuye a mejorar la percepción de seguridad entre los ciudadanos, ya que en la medida en que los peatones reclamen como propio el espacio público aumenta sensiblemente la calidad de vida en el entorno urbano.

Mito III. Legalizar la portación de armas de fuego aumentaría la seguridad: la policía no puede

Parte de la transnacionalización del pensamiento neoconservador es la importación a México del debate norteamericano sobre uso de armas de fuego entre la población civil para defensa propia.

Fue el senador panista Jorge Luis Preciado, legislador por Colima, quien el 6 de octubre de 2017 presentó una propuesta de reforma al Artículo 10 constitucional para que, además de la posesión en los hogares, se permita portar armas en negocios y automóviles con el fin de desalentar a la delincuencia.[23]

“Si un delincuente se mete a mi casa o va a mi negocio, por lo menos va a saber que del otro lado puede haber alguien que tenga un arma para responder”, fundamentó Preciado.[24] Este tipo de argumentaciones al estilo “cowboy”, si bien a primera vista tiene cierta lógica, se derrumba ante las experiencias internacionales que demuestran que la flexibilización en el control de armas para uso de la población civil no tienen consecuencias positivas en lo que a seguridad pública se refiere.[25]

Si bien el grupo legislativo panista no tardó en deslindarse de la propuesta, la cual a la fecha parece no tener un apoyo político sólido, no son pocos los actores de la sociedad civil que mantienen en México un discurso de apoyo a la portación legal de armas de fuego.[26] Parte del eje discursivo relacionado con estas iniciativas tiene que ver con el atroz panorama de la seguridad pública en México, y con la fundamentada percepción ciudadana de que en términos de seguridad y justicia existe un colapso a nivel sistémico que no sólo no garantiza la seguridad pública, sino que estimula la participación y colusión de las autoridades en la actividad delictiva.  

Es preciso, sin embargo, enfrentar el debate y hacerlo con los argumentos correctos sin considerarlo tabú, porque de ahí a hacer justicia por propia mano, hay una distancia grande. Está el tema de cómo la disponibilidad de armas en Estados Unidos afecta la seguridad pública en México. Sabemos también que las personas armadas son más propensas a accidentes mortales, debido a una confianza artificial para enfrentar situaciones de peligro, lo que se suma a que las armas no sólo no inhiben el crimen sino que lo vuelven más letal.[27] Además, regular las armas para civiles no hace que los delincuentes no las consigan: ese es precisamente el estado actual. Es muy cuestionable que haya manera de garantizar que sólo “los buenos y honestos” porten armas bajo un nuevo esquema legal. Y si las autoridades no pueden garantizar la aplicación de la ley actual, ¿qué hace pensar que con una modificación a ley sería de otro modo?

Existe un cartón del humorista argentino Joaquín Salvador Lavado “Quino” en el que un niño pregunta a su padre qué es un arsenal nuclear. La respuesta del papá es de una agudeza freudiana luminosa: “Es un lugar donde algunos países creen tener el sexo”. No es sino otra expresión de la mexicana falacia de “a ver quien la tiene más grande”, y que nadie se mete con el más “pistoludo”. En términos de narrativa, el mito además manifiesta una visión antropológica determinada, en la que la ley puede facultarme para meterle un plomazo a un chavo que me quiere asaltar desde una condición social en la que cada vez hay menos alternativas para el desarrollo humano: tu vida a cambio de mi coche. ¿No piensa así la delincuencia? En la realidad, tanto las lógicas armamentistas nacionales como individuales están confinadas en un círculo vicioso en el que no hay ganador.[28]

Mito IV (más bien un dogma). Menos Estado, más empresa: el gobierno es corrupto, la iniciativa privada no

México ha vivido desde la década de los ochenta la adopción de un modelo económico neoliberal que se muestra en un adelgazamiento de la capacidad regulatoria del Estado en varios ámbitos de la vida nacional.[29] No es casualidad, por tanto, que las crisis de las grandes instituciones estatales como Pemex y el IMSS coincidan con la aplicación de este paradigma económico.

Parece que la realidad grita por todos los frentes que el Estado es incapaz de igualar los estándares de calidad, servicio y confiabilidad que ofrecen las empresas privadas. Habría que preguntarse, sin embargo, qué tanto de esta narrativa es producto de una operación conjunta entre el capital privado y el gobierno neoliberal. ¿Las grandes instituciones estatales colapsan por el peso de su propia ineficiencia y corruptibilidad, o hay un programa gubernamental que apunta a este destino preciso?

Conviene también establecer la pregunta por el interés genuino de los capitales privados en los desarrollos regionales. Por ejemplo, si las grandes empresas norteamericanas armadoras de autos han abandonado a los mismos Estados Unidos,[30] ¿que nos lleva a pensar que no harían lo mismo en el corredor automotriz del Bajío cuando este deje de ser rentable en favor de otra región en el mundo?

Si bien el discurso de las élites económicas sostiene que el mercado es una especie de ente espontáneo y autorregulado para el cual la intervención del Estado es más perjudicial que benéfica, en realidad dicha afirmación esconde un mecanismo ideológico operante. Como afirma en entrevista Alejandro Garzón,[31] autor del libro Desmontando los mitos económicos de la derecha, es frecuente que cuando los grandes poderes hablan de desregulación no se refieran sino a la regulación en favor de intereses distintos a los de la mayoría. Afirma Garzón: “Este es el error del liberalismo: no tiene en cuenta que nacemos con unas reglas del juego trucadas y con agentes económicos que tienen muchísima más influencia y poder, por lo que se acaba imponiendo la ley del más fuerte”.

A final de cuentas, más de treinta años de aplicación del modelo neoliberal en México no parecen haber beneficiado sino a pocos empresarios y políticos, como lo demuestra la caída de casi 80% de nuestro poder adquisitivo[32] o el imperio del crimen organizado que no parece tener trazas de debilitamiento.[33] La sociedad civil se encuentra cada vez más lejos de la capacidad de incidir en las decisiones del poder económico, en un sistema que premia al capital (que rara vez es producto del trabajo) por encima del trabajo (que rara vez es justamente recompensado por el capital, como se vio arriba). La existencia de los famosos “lobbies” o grupos de presión en favor de determinadas industrias o intereses económicos lo demuestra.

En esta coyuntura, parece tarea imposible la recuperación de la confianza de los ciudadanos en su gobierno, como lo muestran cifras de la Encuesta Nacional de Acceso a la Información Pública[34]. Sin embargo, esta desconfianza debe ser revertida. La narrativa del lucro o la rentabilidad no puede ser la que dirija un gobierno. Es imperativo que el Estado recupere su credibilidad como garante de los derechos que ostentamos como sociedad civil mexicana, porque por definición no es la empresa privada sino el Estado quien lleva como función sustantiva representar los intereses de la mayoría. Creo honestamente que cambiar esa dogmática es posible por necesario y urgente: la realidad así lo reclama.

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Sergio Miranda Bonilla
es académico y docente en áreas de formación religiosa, audio y música, cultura, lenguaje y humanidades.

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