Es lo Cotidiano

DISFRUTES COTIDIANOS

Sin amor: Vivir en el extravío

Fernando Cuevas

Sin amor, fotograma de la película
Sin amor, fotograma de la película
Sin amor: Vivir en el extravío

Es básicamente el egoísmo y la permanente necesidad, nunca resuelta, de sentirse bien: la incapacidad de buscar la felicidad fuera de nosotros mismos, donde puede construirse el amor, y vivir en la ilusión de suponer que se trata de encontrar la satisfacción inmediata, sin voltear hacia los alrededores más próximos. Ser adulto sólo en cuanto a edad biológica y como una forma de prolongar la adolescencia, no en relación con la toma de responsabilidades y compromisos que tal estadio vital implica, sobre todo cuando se tiene un hijo. Ya crecerá, lo entenderá y se convertirá, justamente, en adulto.

Y la culpa siempre será, por supuesto, de alguien más: el cónyuge que no nos quiere, el vástago que nunca nos hace caso y que ni queríamos, los padres que nos educaron mal o la sociedad que no da las oportunidades necesarias. La agencia como tal queda cancelada, en cuanto a la posibilidad de incidir en las condiciones y estructuras existentes, y todo se limita a las lamentaciones sembradas entre relaciones fallidas y profundamente destructivas. Estamos, también, frente a la tentación de la inocencia de la que hablaba Pascal Bruckner.

Un matrimonio en pleno proceso de divorcio sólo espera vender el departamento para romperse por completo. El problema es el hijo que no entra en los planes de ninguno de los dos (Matvey Novikov, frágil). Ella dirige un salón de belleza (Maryana Spivak, insufrible) y él trabaja en alguna oficina de bienes raíces (Aleksey Rozin, hosco) con jefe ortodoxo y hasta compañero que fuerza la simpatía; tienen sendas parejas –un acomodado hombre maduro y una joven ya embarazada- y cuando se encuentran sueltan, a la menor provocación y porque voló la mosca, todo el rencor acumulado, vía insultos diversos y hasta violencia física, en contraste con la manera en la que tratan a sus nuevos frentes.

Están tan ensimismados en verse bien o mantener un empleo como sea, en el inicio de sus nuevas vidas –donde depositan la esperanza de que todo será diferente- y en sus pleitos, que incluyen ver cómo deshacerse del hijo para que lo cuide (es un decir) el otro, que tardan en darse cuenta que precisamente el niño no ha ido a la escuela en dos días y no regresó a dormir. Se verán entonces involucrados en el proceso de búsqueda que los llevará a profundizar sus miserias afectivas: tendrán que visitar juntos a la abuela materna, mostrando cómo se pueden reproducir patrones vividos en la familia de origen no sin cierto humor negro, y a buscar en hospitales, edificios y escondites secretos.

Divorcio a la rusa

Dirigida por el consolidado cineasta ruso Andrey Zviagintsev y escrita por él mismo junto con su habitual colaborador Oleg Negin, a partir de un justo equilibrio entre el drama familiar y la mirada realista bien apuntalada por una construcción certera y directa de personajes y situaciones, Sin amor (Rusia-Francia-Alemania-Bélgica-EU, 2017) se centra en el desmoronamiento de un matrimonio en Moscú, con todo y sus devastadoras consecuencias afectivas, así como los vínculos conflictivos entre padres e hijos, también explorados en El regreso (2003) y Elena (2011), desde entramados familiares complejos.

No dejan de aparecer los apuntes sobre el poder político y sus burocracias, como en Leviatán (2014), en particular mostrando la indiferencia de la policía siguiendo pasos preestablecidos sin importar el caso, y presentando la presencia de los voluntarios, cual sociedad civil que entra al rescate de los vacíos dejados por las instancias gubernamentales: son un grupo de ayuda a los demás que contrasta con los personajes protagónicos e incluso con la novia del padre, también pensando sólo en sí misma justo en los momentos más críticos.

Las lágrimas que se buscan esconder, que recorren las mejillas del pequeño en absoluto silencio, mientras una sensación de abandono lo recorre al grado de sentirse un estorbo, un accidente por el que sus padres tuvieron que casarse para enfrascarse en una relación que se fue rompiendo paulatinamente, acaso porque nunca estuvo bien cimentada o porque la descomposición empezó desde dentro, donde es difícil advertirlo a tiempo. El desarrollo argumental va develando estas fracturas que se terminan de colapsar con el extravío del niño, en tanto el score va acompañando, con cierta discreción, los momentos emotivos y tensos del relato.

Las imágenes de apertura y cierre, encontrando una absoluta soledad en esos territorios nevados adornados por ramas en posición de sobrevivencia, envuelven una propuesta fotográfica que apuesta por las tonalidades apagadas, buscando encuadres contextuales de triste belleza y abandono, en tanto la cámara opta en algunos casos por permanecer dentro o fuera de donde se despliega la acción, mirando a la distancia: ventanales lluviosos, edificios homogéneos, aceras sin color y campos en estado inerme, esperando que en algún momento aparezca un rasgo de la primavera.

El epílogo es desarmante: como dando vueltas en círculos, repitiendo esquemas paternales de hartazgo o caminando sin avanzar un solo metro, en tanto el departamento se remodela para los nuevos dueños. No basta con cambiar de tipo de vida o de personas cercanas, sino poner por delante al atrevimiento a modificar estructuras subyacentes de pensamiento y creencias profundamente anidadas, ocultas a simple vista, que impiden encontrar los caminos para transitar a otro tipo de sentimientos y afectos: quedarse en el permanente extravío sin que nadie se moleste en seguir buscando. Un listón cuelga de una rama y un cartel se aferra a un poste. Obra maestra.

[Ir a la portada de Tachas 254]