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Silver Apples: ruido, locura, genio, desastre

Esteban Cisneros

Silver Apples
Silver Apples
Silver Apples: ruido, locura, genio, desastre

Ruido. Locura. Genio. Desastre.

Silver Apples. Hay que grabarse ese nombre y ser feliz. Pocas cosas son tan extrañas, emocionantes, importantes. ¿Vanguardia, decías? Vanguardia es esto. Guarda tus discos. Escucha.

Escucha sólo una vez una verdad para ser feliz.

¿Psicodelia? ¿Electrónica? Dos palabras gastadas, aunque no debería ser así. Porque si intento describir con esos dos términos a Silver Apples, todo quedará incompleto, la imprecisión al máximo. Simeon Coxe III y Danny Taylor pueden ser tildados de “experimentales” o tonterías así. Todo estará sesgado. Ellos son los malditos padres de la modernidad, ellos (como los Simpsons) lo hicieron todo antes que tú y que todos y habría que reconocérselos de vez en cuando.

No es que lo necesiten. Pero nosotros sí. Nosotros sí.

Todos hablan del Sgt. Pepe si se menciona 1967. O de cosas así. Y está muy bien. Pero Silver Apples estaban también allí, haciendo un ruido atonal que nada tenía que ver con “She’s Leaving Home”. Antes fueron un grupo como muchos otros en Nueva York, su ciudad. Se llamaban The Overland Stage Electric Band en la moda del año, pero eran una banda más, con riffs de blues en guitarras eléctricas y ritmos boogie espurios. Nada que comentar. Tanto que cuando Simeon llegó con un oscilador electrónico para incorporarlo en algún tema, hubo un incómodo silencio. Y fueron renunciando uno a uno, greñudos sin imaginación ni sentido del riesgo; se quedaron él y el baterista, Taylor, pero con eso era suficiente.

Se cambiaron el nombre a Silver Apples por el poema de Yeats The Song of the Wandering Aengus (“the silver apples of the moon/the golden apples of the sun”) y juran no haber conocido a Morton Subotnick entonces y hay que creerles. Llegó un momento en que estaban “haciendo música” con nueve osciladores electrónicos que eran manipulados mediante palancas de telégrafo: pedales para las frecuencias bajas, manos y codos para los ritmos y las melodías y un micrófono para la voz. Todo esto lo hacía Simeon mientras Taylor aporreaba la batería como un niño furioso. Por más que los chicos con títulos universitarios de hoy lo intenten, fallarían: este es un sonido único, carajo. Un Sonido Único – y que conste que el término se lo han apropiado revistas de tercera que quieren vender un montón de ejemplares creyéndose que los cabezaderadio son la Última Maravilla Antes del Fin del Mundo.

Disculpa la perorata. Prosigo.

En 1967 grabaron su disco debut, homónimo, con Kapp Records: el puto Caos. ¿Ese ruido en sólo cuatro canales? ¿Y grabar algo que era tan impredecible y vibrante? ¿Cómo hicieron? Los recitales de Silver Apples se caracterizaban por una cosa que nadie puede presumir: no había dos iguales. En serio. La red de aparatos de Simeon (que algunos terminaron bautizando como Simeon) era errática y se desafinaba con el empeño de un churumbel. Simeon tenía que improvisar en vivo si esto pasaba y adaptar una melodía a la nueva “afinación” de su cacharro. A veces sólo le quedaba intentar sintonizar la radio. El público, feliz. Cómo no. Armaban su equipo en los parques y si estaban los vagabundos y winos allí, a tocar para ellos. La puta vanguardia, carajo. Los estudiantes estaban durmiendo y se perdían la verdadera revolución. Siempre pasa.

Con todo, su primer disco es lo más insurrecto de 1967. Y, dicen los libros, 1967 fue un año especialmente agitado.

[Pequeña nota al pie: estos dos garrulos no querían llegar a la cima del mundo; su pequeña gran hazaña electrónica fue la consecuencia de una inquietud vital, no más. Si uno les preguntaba cuáles eran sus discos favoritos respondían “I’m Walkin’” o “Ain’t That A Shame” de Fats Domino, “Mustang Sally” de Wilson Pickett (que versionaron con gran fortuna) o “Purple Haze” de Hendrix].

Su segundo disco se llamó Contact. Y todo se fue al carajo.

No, espera. Era un disco gigantesco. Pocas cosas son tan bonitas en el mundo. Es infalible. Es sobrecogedor, sustancial, sólido, formidable. Debería estar en toda colección de discos.

¿Entonces? Polémica barata. La portada mostraba a Simeon y a Taylor en la cabina de un PanAm consumiendo psicotrópicos. La portada trasera era una foto de los restos de un accidente de avión y los Silver Apples tocando el banjo en medio de la hecatombe. A PanAm no le pareció gracioso y demandó a la disquera. Y al grupo. Y al mánager. Y a Simeon. Y a Taylor. Y al fotógrafo. Y a quien estuviese a seis grados de separación. A ellos no les importaba el Gran Arte, claro. A ellos no les importaban Silver Apples. Sólo querían vender más boletos de avión. Y este disco que, para acabarla, había sido alabado por John Lennon, el mugroso de los Beatles, era un riesgo y había que acabar con él.

El dueto terminó separándose para evitar más daños colaterales. De todos modos, la vida era una monserga. Siempre lo ha sido.

Pasaron años. Treinta. Entre 1997 y 1999 se lanzaron tres discos de Silver Apples, (Beacon, The Garden, Decatur), un LP de remixes y una colaboración con Spectrum. The Garden, de hecho, es una maravilla que no pudo salir en 1969/70 y que, quién sabe, habría sido la Próxima Gran Cosa.

En el 98 pasaba por una cosa totalmente nueva. Eso sucede incluso hoy; hoy, que ya Taylor ha muerto y que Simeon no se ha recuperado de un tremendo accidente automovilístico; hoy que pueden revalorarse muchas negligencias del pasado y remendarlas; hoy que tenemos oportunidad de reivindicarnos como generación (basta de bua-buás); hoy que tenemos acceso a la información; hoy que hace falta, porque siempre lo hace, pero es hoy que debemos darnos cuenta. Y, entonces, en 2016 salió un nuevo disco, Clinging to a Dream, con el que ignorarlos ya era un pecado.

Ruido. Locura. Genio. Desastre. ¿No se trata de eso la vanguardia, el Gran Arte, la Próxima Cosa Grande que estamos buscando? Revisemos el pasado un poco. Ahí hay respuestas. El futuro ya lo han visto, con claridad, algunos. Y nos lo han mostrado en forma de canciones, películas, libros. Visiones, al fin y al cabo. Leamos lo que tienen que decir. Ya.

C/S.

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Esteban Cisneros
(León, Guanajuato) es panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú y los Beatles. Está convencido de que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico.

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