sábado. 20.04.2024
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Isla de Perros: De aventura infantil a fábula política

Fernando Cuevas

Wes Anderson. Foto, 20th Century Fox
Wes Anderson. Foto, 20th Century Fox
Isla de Perros: De aventura infantil a fábula política

Wes Anderson ha logrado crear un estilo personalísimo tanto visual como temático. Contrastes de colores que van de los tonos chillones a las atmósferas más oscuras en las que resalta algún elemento clave del argumento; encuadres que juegan con la amplitud y buscan la simetría capturando rostros de improbable seguridad en sí mismos; desplazamientos de cámara que siempre saben a dónde van, ya sean horizontales o verticales y una edición que acentúa el delicioso enfoque del absurdo que tanto desarrolla a través de sus personajes, enclavados en una extraña melancolía que parecen ignorar gracias a un particular envoltorio de optimismo, y de las situaciones a las que se tienen que enfrentar, usualmente lejos del alcance de sus posibilidades al menos en un primer momento, y salpicadas de un humor pintado de negra teatralidad.

En la línea animada de la genial El fantástico señor zorro (2009), recurriendo por segunda vez a la técnica conocida como stop motion, con todo y elaboración de múltiples figuras perrunas para aprovechar narrativamente las posibilidades visuales que la laboriosidad que tal técnica permite, el texano presenta Isla de perros (Isle of Dogs, Alemania-EU, 2018), influenciado fuertemente, según él mismo ha declarado, por el cine japonés de mediados del siglo XX y en especial por los maestros Kurosawa y Miyazaky, referenciados de manera constante tanto en la propuesta de imágenes, como en el énfasis de la presencia de un niño como protagonista y del samurái como fiel y permanente servidor del señor en turno, en este caso de origen canino, pero siguiendo la idea central de Ghost Dog: El camino del samurái (Jarmusch, 1999).

En el Japón del futuro cercano, el mayor Kobayashi con evidente preferencia por los gatos, es un dictador de esos que simulan escuchar y dar oportunidad al libre debate; decide erradicar a los perros de la ciudad de Megasaki y enviarlos a una isla destinada a depositar la basura, dadas las supuestas enfermedades que provocan (esos estornudos) y ante la inexistencia de una cura, según él por supuesto, para la llamada gripe canina (buscando efectos autoritarios, conviene ponerle un nombre amenazador). Con el fin de poner el ejemplo y apoyado por su siniestro brazo derecho, envía al perro que cuida de Atari a la isla maldita (Koyu Rankin), un sobrino lejano que adoptó al quedarse huérfano, quien decide inesperadamente lanzarse en búsqueda de su querida mascota Spots (Liev Schreiber) viajando en una avioneta hecha en casa.

Esta situación provoca movilizaciones tanto del aparato gubernamental como de los demás perros que ya vivían en el exilio (sin que se supiera, como cabe en un régimen totalitario), entre los que destaca una jauría de machos alfas con aliento democrático y nombres rimbombantes (Rex, Norton; King, Balaban; Duke, Goldblum; Boss Bill Murray), decidiendo si vale la pena luchar por un costal de comida agusanada, y por un grupo radical comandado por Gondo (Harvey Keitel), entre otros grupúsculos que cohabitan entre montañas de desperdicios y una alta toxicidad. En tanto, la figura mítica de Toshiro Mifune cual inmortal samurái, se aparece en los firmes gestos solidarios, casi rituales, de algunos de los personajes expulsados pero todavía conservando los principios esenciales de protección.

En paralelo, un científico candidato a ocupar el puesto del tirano (Akira Ita) y su asistente (Yoko Ono), van trabajando en la cura (ese festejo de laboratorio), mientras que un grupo de estudiantes pro-perros, comandados por una joven de intercambio (Greta Gerwig) y ya con un hacker infiltrado en las fuerzas del orden, se manifiesta airadamente ante la evidente situación prefabricada, con todo y su representación escolar. La búsqueda en la isla también irá cambiando a algunos de los perros, como al renegado Chief (Bryan Cranston), callejero de cepa que queda prendado de la elegante y truquera Nutmeg (Scarlett Johansson), cual recreación de la dama y el vagabundo versión trash, pero siempre despertando su imaginación, que suele ser más sugerente que la realidad.

FIDELIDAD SAMURÁI

Aprovechando un reparto vocal de lujo incluyendo un narrador en off (Courtney B. Vance), el guion elaborado con la complicidad de Roman Coppola, Jason Schwartzman y Kunichi Nomura (haciendo también la voz del dictadorzuelo), se despliega en partes definidas y con flashbacks explícitamente indicados, a través de un conjunto de situaciones que transitan con soltura del humor absurdo a la emotividad afectiva, atravesando el conocido relato infantil de la relación entre un niño y su mascota para asentarse como una fábula de corte político, con discriminación incluida hacia una especie y las consecuentes manipulaciones del poder político para convencer a la población de que todo lo hacen por su bien, como si fuera ignorante acerca de lo que necesita: típica frase cuando no se tienen los argumentos claros.

El problema de los lenguajes se supera a partir de la presencia de traductores en la ciudad (Frances McDormand) y en la isla, por medio de la comprensión de las necesidad del otro, con mucha empatía: el niño habla japonés y los perros inglés, incluyendo al sabio gigantón Júpiter (F. Murray Abraham) y su pequeña acompañante Oracle (Tilda Swinton), que no es que adivine el futuro sino que le entiende a la tele. Pero poco a poco se van comprendiendo y, pensando si vale la pena involucrarse en sus nebulosas trifulcas de caricaturesca manufactura, los colmilludos tratan de mostrar más cercanía afectiva hacia el pequeño protagonista que la mayor parte de los xenófobos humanos.

La cámara por momentos parece esperar a que aparezcan los personajes, de pronto sumándose en primer plano o buscando cierta composición de mayor profundidad; igual se abre el panorama para ver los viajes que se realizan para encontrar al canino extraviado, entre disensos esperados: el juego de angulaciones refleja también la creatividad narrativa para ponernos en situación, por más extraña que parezca, como cuando avanzan por su desfiladero o se desplazan en un carrito de basura, en tanto suena el score del habitual Alexandre Desplat que se intersecta con los tambores batidos de esos niños que siguen la tradición, acomodándose los lentes para no perder ritmo.

El cuidado en los detalles, como se observa en la secuencia del bar cuando ambas mujeres dialogan o al momento en el que el cocinero prepara la comida, denotan esa meticulosidad que el realizador de Bottle Rocket (1996) impregna en cada una de las secuencias, incluyendo esos escenarios de botellas y la iluminación al momento de mostrar ciertos gestos y rostros, como la sonrisa chimuela del protagonista, las reacciones de los canes ante las situaciones vividas y las miradas contrastantes de la estudiante líder o del enérgico guarura que parece no dar un paso atrás. El Oscar a mejor película de animación debería estar aquí, ya veremos el resto. Una preciada joya.

Con colaboración de los tres mosqueteros: Gonzalo, Maximiliano y José Pablo.

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