Es lo Cotidiano

Ojo de cristal

Amaury Córdova Flores

Pérdida de memoria
Ojo de cristal

Eran las 8:38 de la noche. Todavía no era hora de que las calles estuvieran vacías; sin embargo, por aquel bulevar solo se dejaba ver uno que otro coche. Guillermo iba en dirección a su casa. Bajo sus pies, el puente peatonal vibraba con cada coche que pasaba a gran velocidad. El viento frío, que le pegaba en la cara y entraba suavemente por su chamarra abierta, le brindaba una tranquilidad que no sentía hacía un buen tiempo.

Pasó al lado de una señora mayor quien, desconcertada, no apartó la vista del rostro del muchacho. Sin duda, a pesar de tener todo el aspecto de un adolescente común y corriente, su rostro tenía un algo de escalofriante. Él ya estaba acostumbrado a esto, a diario las personas mantenían fija su mirada en la canica negra que llevaba por ojo. De momentos, se ponía a recordar aquel momento en el que la había obtenido. Hace ya casi un año, mientras iba en el asiento del copiloto del coche de su madre, una camioneta pickup negra que iba a gran velocidad impactó en el costado en el que él se encontraba. Varios fragmentos de vidrio se le incrustaron en el ojo derecho, destrozándolo por completo. El corte del fragmento más grande le había dejado una cicatriz que le atravesaba el ojo, desde la ceja a la mejilla. La fuerza del choque fue tal, que el automóvil dio tres vueltas hasta impactar nuevamente contra un poste.

La mirada de la señora lo hizo recordar con detalle aquella noche. Aturdido, intenta incorporarse en el asiento. Con el rostro empapado en sangre y el ojo derecho hecho pedazos, le sorprende no haberse desmayado de dolor. Pero en ese momento el dolor parece importarle poco. Poco a poco logra deshacerse del cinturón de seguridad y abre la puerta, que cae destrozada sobre la calle. Al poner el primer pie fuera del auto, cae al piso sin poder moverse: tiene un brazo y una pierna fracturadas. Con la vista borrosa y sin un ojo, no puede distinguir nada pero, conforme recupera la visión del ojo izquierdo, nota un bulto tendido sobre el cofre de la pickup que salía del parabrisas: es el conductor, muerto. Pierde el conocimiento con la pérdida de sangre y, aunque está inconsciente cuando lo operan, tiene recuerdos de cuando el doctor remueve lo que quedaba de su ojo. Delicadamente el doctor saca los fragmentos de vidrio, junto con los trozos de su ojo.  

Aquel evento pareció afectarle más a la gente a su alrededor que a él mismo. Las personas buscaban no molestarlo, no ofenderlo ni hacerlo sentir mal; del mismo modo, esto había ocasionado que buscaran darle atención, mostrando cierta preocupación por él. Sin embargo, esto se desarrolló de modo que le aportó una soledad absoluta, casi imperceptible para la demás gente. Aunque él se consideraba un joven común y corriente, común no era el mejor término para describirlo. La comunidad y sus problemas para él se sentían, en su mayoría, ajenos; se había vuelto un lobo solitario en una manada en revolución por el puesto del macho alfa. Con el pasar del tiempo, las emociones se volvieron todo un tema para él. La alegría, el enojo y la tristeza, eran como tres viejas amigas a las cuales conoce muy, pero muy bien. Cada una era como esa amiga que te invita a su casa, te besa y después de un rato te vas como si nada hubiera pasado.

Ya del otro lado de la calle, caminó en dirección a su apartamento, solo unas tres cuadras de frente y el primer edificio a la izquierda. Vivía ahí desde hacía tres años, en el 5-C, tercer piso. Le fascinaba la ubicación del edificio: estaba a 10 minutos caminando de su escuela, a 10 del centro de la ciudad y a 5 de la zona adinerada, donde se encontraban los mejores cafés, parques, bares, cines y todos aquellos lugares que a la gente le gusta visitar. El balcón de su habitación daba a un enorme parque al lado del edificio. Al subir las escaleras y llegar hasta la puerta se dio cuenta de que su madre no se encontraba. “Seguro que salió hasta tarde con el calvo”, pensó. Hasta la fecha no conseguía ponerle un apodo a aquel individuo con la condición capilar más extraña que hubiera visto: tenía tal cantidad de vello en las extremidades que se parecía a aquellos bordes de la carretera donde crecen arbustos descontroladamente; tenía tal cantidad de cabello que parecía chapa de puerta y aunque nunca lo había presenciado sin camisa (y no tenía deseos de hacerlo), el calvo (consciente de la rareza de su condición) aseguraba tener el crecimiento de vello pectoral de un niño de 12 años. No tenía nada que agradecerle a aquel sujeto, aparte del seudolujoso departamento con una perfecta ubicación, que adoraba, por lo que se presentaba ante él con el debido respeto.

Llego hasta su habitación y lanzó celular y audífonos a la cama. Se dirigió hasta el balcón y se dispuso a admirar el parque. El municipio le invertía realmente muy poco a esa zona, así que la iluminación era muy pobre y, además de los escasos postes de luz, la mitad de ellos no servía, lo que llenaba el parque de una oscuridad hermosa. Intentando conseguir algo de sueño mientras admiraba la vista, se repetía en su cabeza el mismo verso de una canción: “followed dreams reaching higher, couldn’t survive the fall”. La misma frase lo puso a pensar.

Por el miedo a las ridiculeces que podrían llegar a pasar por su mente se alejó de aquel verso y se dedicó a meterse otro en la cabeza. Miró el reloj. –9:56, ya debería dormirme, mañana es lunes –se dijo. Dejó la chamarra sobre una silla y caminó hasta el baño. Retiró la canica de la cavidad ocular con una ventosa, la lavó, la desinfectó y la guardó en el estuche junto con las otras. Hacía tiempo que no se cambiaba esta prótesis; sólo lo hacía cuando cambiaba de color, que no era tan seguido. En este momento su colección constaba de una blanca, dos negras y una turquesa. A él le gustaba más el aspecto de la negra, a las personas al alrededor les encantaba que llevara puesta la turquesa y el doctor le recomendaba usar la blanca (porque era la más normal y la que causaría menos efecto de sorpresa sobre la gente). Se dispuso a dormir. Llevaba tres semanas durmiendo escasas horas, por lo que parecía que cientos de ríos de sangre fluían a través de su único ojo.

La luz que entró por el ventanal en la mañana le pegó tan fuerte que lo aturdió por unos segundos. Mareado, se levantó y realizó todo lo que uno realiza al levantarse por la mañana, (con la diferencia, marcada, de colocarse una esfera de cristal en el ojo). Esta mañana escogió la turquesa. Ni siquiera se molestó en tener la decencia y educación de despedirse de su madre. Salió a la calle camino a la escuela. Su mente se mantuvo casi en blanco todo el camino. Ahora en su cabeza vagaba la frase de Samuel Johnson: “He who makes a beast of himself gets rid of the pain of being a man”. Daba vueltas a la frase, sin tomarla realmente en serio; se imaginaba cómo sería él si la frase lo describiera, como sería el si hiciera “una bestia de sí mismo”. Pero, por experiencia propia, se oponía a la frase. No necesitaba de tal comportamiento insensible para no sufrir por ser humano. A él ya poco le importaba lo que conllevaba comportarse humanamente y no sufría por ello, y no requirió de convertirse en una “bestia”. Después se dio cuenta de lo ridículo que sonaba aquello que acababa de pensar. Desvió sus ideas: –Se puede ser una bestia de muchas formas, no necesariamente es comportarse insensiblemente, todo es cuestión de percepción –pensó.

Un grupo de adolescentes algunos años menor que él lo distrajo de su reflexión. En grupo, se dirigían a la misma escuela, riendo y saltando de aquí para allá. Al verlos recordó cuando, por un tiempo, él solía tener el mismo tipo de convivencia. Entre los once y los trece años, se podía camuflar perfectamente entre los demás. Hablaba y hablaba, reía y se divertía como cualquier otro chico. Desde pequeño no estaba acostumbrado a tener ese nivel de convivencia, por lo que tener una conversación casual era difícil para él. El haber tenido una época donde se le daba con facilidad le sorprendía bastante. Ahora, volvía a ser como había sido de pequeño. Ahora pasaba tanto tiempo hablando con sí mismo, que a menudo no distinguía cuando estaba pensando en voz alta y cuando estaba hablando en su mente, y le costaba diferenciar palabras de pensamientos.

El campus era como casi cualquier otro: una barda a base de barrotes blancos que delimitaba la escuela, la entrada al recinto, un jardín y al lado de este un estacionamiento, el edificio principal, un patio, el área deportiva y el edificio de secundaria. El edificio se elevaba tres pisos de arquitectura contemporánea en color blanco y un marrón pálido. En el centro de este se encontraba el patio principal. Cuando llegó eran apenas las 7:46. Su primera clase empezaba hasta las 8. Mientras esperaba sentado en las mesas del patio, llegó su amigo, el Q. Le apodaban “Q” porque dentro del lenguaje vulgar que sus compañeros manejaban, solo habría que agregarle un “-lero” a la “Q” para hacer una perfecta y breve descripción de su persona. No era ningún acosador, ni se dedicaba a ser molesto todo el tiempo. Su filosofía era que “todos necesitamos a alguien que nos recuerde la parte miserable de nuestras vidas”. Él decía: –Yo no lo hago por diversión, o por satisfacción propia, lo hago por su bien, soy el mal necesario, les doy ese impulso para mejorar y salir de esa parte miserable de sus vidas de la que tan honestamente les estoy haciendo ver.

–¿Qué pasó? ¿Cómo estamos? –llegó el Q, con un tono de voz algo molesto.

–Igual que la última vez que nos vimos –respondió intentando no sonar fastidiado.

–Uy, ¡qué mala gana! Muy bien, ¿qué hora traes? –preguntó Q.

–7: 50. Ya deberíamos irnos al salón.

–Relájate. De todas maneras, llega tarde el profe –se sentó a su lado.

Por un minuto se quedaron los dos pensando.

–¿Alguna vez te has puesto a pensar por qué en los medios nos dan la imagen de la escuela que nos dan? Me refiero a que nos la pintan como que todo está dividido en pequeños clanes, todos contra todos, lleno de bullying y acoso. Pero al observar… nada de eso es real. Vemos una gran manada que fluye, con algunos problemas, pero fluye, como un río en una pendiente rocosa en mal estado, donde el agua se filtra y se estanca, y la corriente original apenas pasa delgada, convirtiéndose en un arroyo –dijo “Q” rompiendo el silencio

–No realmente.

La nula disposición hacia la conversación se le podía ver a kilómetros de distancia. Entraron al salón un minuto antes de las 8. El profesor llegó quince tarde.

Llegó el recreo. Salió, pero no con el júbilo con el que los demás recibían el descanso. Se dirigió a la esquina sur del edificio en el segundo piso, sus pasillos favoritos, habitados únicamente por la soledad que la hora del descanso brindaba. Sentado en el suelo apreciaba cada canción que llegaba a sus oídos a través de sus audífonos. Él no era el único que aprovechaba de la soledad de ciertas áreas del recinto. De los pocos que aún continuaban con esa “doctrina” de ofrecerle atención, aun cuando este la rechazaba, se encontraba su amigo el Músico, quien aprovechaba la soledad del lado opuesto del edificio para tocar música. Podríamos decir que Q, el Músico y José eran su círculo de amigos más cercano, aunque para él, todos y nadie eran sus amigos. Dentro de la escuela todos eran amigos de todos, por lo que él no era la excepción, pero no prefería la compañía de nadie sobre la de otra persona. Entre su círculo más cercano, le llamaban a la esquina sur “la isla cíclope”, refiriéndose a él como Polifemo por tener un solo ojo, haciendo referencia a la Odisea. A José no le llamaban por ningún apodo, a pesar de ser tan fácil ponerle alguno. Algunas personas decían que era solo un chiste malo. El Músico no tenía ningún apodo en realidad, le llamaban por su apellido, Trujillo. En sus primeros años de adolescencia había gastado sus horas de tiempo libre en la música. Tocaba guitarra, piano, violín, bajo, batería y cello, e incluso estuvo en dos bandas. Con la que más tuvo éxito duró dos años hasta disolverse después de unos conciertos fuera del estado. Esa mañana, su amigo el Músico prefirió la “isla cíclope” a su santuario habitual. Se sentaron al lado de José.

–¿Qué onda? ¿Cómo andamos? – preguntó Trujillo.

–Al 100, ¿y tú? – respondió con el mismo ánimo con el que le respondió a Q en la mañana.

–Pues… ahí andamos.

Se perdió por unos momentos, pero sin mirar a un punto fijo. Al contrario, su ojo se desplazaba de aquí para allá, mientras José y Trujillo conversaban. José le dio unos toques en el hombro.

–¿Estás bien? Te me pierdes.

–Ah… sí – respondió como si lo acabaran de despertar.

–Como decía, ¿has escuchado está canción? –dijo Trujillo, celular en mano, bocina a volumen alto.

–Me suena…

–Tiene una frase: “Followed dreams reaching higher, couldn’t survive the fall”. ¡Pedazo de frase! A veces me pone a pensar y…

–¿Y..? –llegó Q, interrumpiendo.

–Sí, bueno, como decía… Cuando uno se pone a pensar en esa frase, que está en segunda persona, y empiezas a analizar a los demás y…

En ese momento dejó de poner atención, no quería escuchar lo que decía, pero no podía evitarlo. Un pulso de vergüenza recorrió el cuerpo de Guillermo mientras escuchaba aquello que decía Trujillo. –Este era el tipo de pensamientos ridículos que quería evitar anoche –pensó, aunque lo murmuró sin darse cuenta.

–No seas ridículo Trujillo, suenas como esos jóvenes que dicen frases, se creen poetas y en todo ven algo interpretable; se sienten muy profundos e intelectuales con sus frases –arremetía José bajando a Trujillo de las nubes.

Antes de que siguieran hablando, Ingrid, la encargada de nuevos ingresos, llegó hasta ellos acompañada de una chica que parecía tener la misma edad que ellos.

–¡Buenos días muchachos! Ella es Diana, será su nueva compañera. Por favor trátenla bien y ayúdenla a integrarse.

Hubo un silencio incómodo de algunos segundos.

Ingrid se despidió y se alejó caminando rápidamente, como queriendo evitar cualquier responsabilidad.

–Bueno, te haré una breve presentación: él es José, perdió 63 millones 115 mil 200 segundos de su vida dedicándose a lanzar pelotas para entretener a la gente. Es un payaso retirado con los peores chistes del mundo, saturado de referencias, sarcasmos y juegos de palabras con un humor extremadamente pasajero –señaló a José. –Él es Trujillo, un músico retirado que no hace más que lamentar y alimentar la flojera tres cuartas partes de su tiempo. Guillermo es un adolescente retirado, nadie sabe qué hace o qué piensa, ya nadie sabe nada de él. Y el último retirado del día: yo. Me dicen Q, soy una excelente y amable persona retirada que vela por el bien de la manada asegurando su progreso –dijo eso último con un tono sarcástico.

–¿De qué te retiraste? – Preguntó como si no hubiera escuchado bien.

–En sí… de nada, sigo siendo una excelente persona –volvió a decir sarcástico.

–Guillermo, ¿de qué se retiró? –preguntó ya un poco desconcertada.

–De ser adolescente. Ahora es como un frío adulto. Pero sin lo adulto –respondió Q. –Ahora te toca.

–Pues ya les dijeron mi nombre. En mi otra escuela me decían “Normandía” porque el primer día que llegué, un narcotraficante se escondió en las instalaciones y montones de camionetas rodearon la escuela –los rostros de todos denotaban sorpresa e incredulidad. –Decenas de narcotraficantes sitiaron la escuela buscándolo y, aunque no hubo bajas, los disparos, gritos y ventanas rotas sí hubo… y relacionaron eso con la Segunda Guerra Mundial y comenzaron a llamarle el “Día D” a aquella jornada y, por lo tanto, a mí me apodaron así. Sé que suena totalmente falso porque en primera, ¿qué narcotraficante se esconde en una escuela? Pero hasta fue noticia nacional. Algunos decían que yo atraía mala suerte.

Hubo un silencio algo incómodo otra vez, pero ya estaban acostumbrados a ese tipo de historias, por lo que las conversaciones reanudaron pronto.

–¿Qué te pasó en el ojo? –preguntó Diana señalando el cristal color turquesa.

–Un accidente automovilístico –respondió otra vez de mala gana.

–¿Con tu padre o tu madre? ¿O fue con amigos? –siguió preguntando.

–Con mi madre, mi padre falleció antes de que yo naciera. Asesinado, según algunos; un accidente, según otros. Ni siquiera había nacido y tampoco estaba consciente cuando se cerró el caso, es más ni siquiera sé si se hizo investigación –se esforzó por aportar la mayor cantidad de información posible para que no siguiera preguntando, aunque sintió que empezaba a sonar como alguien que cuenta todas sus desgracias para llamar la atención.

–Oh… perdón –se avergonzó Diana.

Mientras las conversaciones seguían, Guillermo no tenía la menor intención de quedarse. Regresó al salón a solo tres minutos de que terminara el receso.

Al terminar la escuela, se dirigió a la parada de autobús que convenientemente se encontraba afuera, en la acera. Se encontró, en su lugar, un poste de metal sin señalamiento y los autobuses pasaban de largo. De la noche a la mañana ya habían cambiado la parada. Muy desconcertado por el suceso, y un poco enojado al respecto, caminó tres cuadras hasta que encontró el nuevo lugar. El calor provocaba que la confusión y la desesperación se fundieran y se combinaran dando como resultado una nueva aleación del enojo, alimentado además por el tiempo de demora del autobús. Él era algo así como un experto en manejar este tipo de emociones, por lo que el enojo no se le notaba ni un poco, y enseguida se extinguió. Con la espalda empapada de sudor por la mochila, subió al autobús, que había llegado cuarenta y cinco minutos más tarde que lo que dictaba la costumbre. –Podría ser peor –pensó. Iba a llegar tarde al café donde trabajaba por apenas algunos pesos, sin ser realmente un empleado por ser menor de edad. Era un café cerca del centro de la ciudad, pero lejos de su departamento. Si el centro estaba a diez minutos, el café estaba a veinte. Era un café bastante simple, con una temática “indie” que lo había hecho muy popular. Él, sin embargo, lo odiaba. Había conseguido el empleo porque el dueño era esposo de su tía. El sitio ocupaba dos locales, tenía dos pisos y una terraza. Las paredes estaban llenas de posters de películas, de bandas y algunos cuadros de arte. Aparte del menú, podías comprar discos de música, posters, accesorios e incluso plumillas para guitarra con logos de bandas. Él se encargaba de la caja y era mesero, ayudante de cocina y a veces se encargaba de la limpieza. Su prima era cocinera y mesera, tenía la misma edad y estaba ahí por lo mismo.

Comenzó, de pronto, a pensar que Diana atraía la mala suerte.

Entró al café. Se enfrentó a lo mismo de todos los días: grupos y grupos de adolescentes y jóvenes, entre ellos algunas parejas y muchos que seguían esta corriente de los “sadboys” y “sadgirls”, y algunos buitres hambrientos se lanzan sobre su prima para coquetearle. Esto último no pasaba todos los días, pero si era común que uno que otro chico que iba con sus amigos intentara hablarle aparte de para ordenar un frappé. Su prima había recurrido en ocasiones a indicar que él era su novio, simplemente para ahuyentar a las bestias.

Cuando acabó su turno, las nubes cubrían el cielo amenazante, tan cargadas que estaban a punto de llorar. Los árboles cantaban con el viento que sacudía sus ramas, salvaje, creando una melodía fluida. Se sentía filoso, como si le estuvieran cortando la cara. Apenas cruzaba la calle para llegar a la parada del autobús, la lluvia cayó sin piedad sobre él. Como cientos de bombas, las gotas cayeron rápidamente sobre él, mojándolo hasta que se cubrió bajo el techo de la parada. Esta vez el autobús no se demoró. La lluvia se convirtió en granizo y caía con tal fuerza que los parabrisas de algunos coches no soportaron y se agrietaron. No quería ni imaginar qué pasaría con la gente que iba caminando. –Podría ser mucho peor –volvió a pensar. Antes de bajar del camión se colocó un gorro y la capucha de la chamarra que llevaba debajo de su chamarra negra con cuello. El granizo se había tranquilizado, pero aún seguía. Para cuando llegó a su casa, estaba adolorido y mojado a más no poder. Se retiró la ropa mojada. Cuando acabó la tormenta, se asomó por el balcón hacía el parque. Notaba varias excavaciones y hombres con cascos amarillos y chalecos naranjas. Habían cesado la obra temporalmente por la lluvia, pero ya comenzaban a reanudar. Guillermo no sabía si era el mal enfoque que traía en ese momento que lo hacía ver todo mal o si de verdad era mala suerte. Estaban colocando nueva iluminación en el parque, por lo que ya no podría observarlo a la oscuridad absoluta.

A la mañana siguiente, parece que a varias personas les fue igual, Q entre ellos, aunque José y Trujillo estaban fuera de la lista de los afectados. Y Diana tenía un nuevo apodo, Tique, por la diosa griega del destino y la suerte. Su equivalente romano es la diosa Fortuna. Se había integrado muy bien, ahora era parte de su círculo de amigos más cercano, pero también era parte de otros círculos de amigos. Cuando podía, estaba con Q, Trujillo, José y Guillermo; lo hacía, sin desatender sus otros grupos, que eventualmente se mezclaban en uno solo.

Guillermo acababa de entrar en una rutina, no planeada, que se supondría que lo amargaría, pero no lo hizo. Ahora día tras día se enfrentaba a un nuevo evento no planeado que le golpeaba en la cara como ese balón que no esperas y que te gira la cara del golpe. Pensamientos como el de “Podría ser peor”, “Siempre hay alguien en peores condiciones y no se está quejando”, “Son cosas que uno no puede controlar, solo escoge adecuadamente cómo reaccionar”, le relajaban y le permitían no estresarse, hasta por la más diminuta inconveniencia por la que la gente a veces explota. Pero tarde o temprano todos los vasos se desbordan.

Los días se le resbalaban entre los dedos, las horas volaban cual aviones de papel aventados desde un rascacielos, perdiéndose en el vacío. Su inseguridad incrementaba cada día, se notaba en su ojo, se notaba en su rostro. Cada decisión que tomaba era una decisión que lamentaba, cada día era un constante error que se atoraba y volaba por su cabeza, volviéndose un círculo de pena, que lo ahogaba lentamente mientras intentaba reconciliar el sueño, aquellas madrugadas en las que se despertaba, aún inconsciente a medias, pues su cerebro seguía dormido.

Algunas semanas más tarde, las nubes se oscurecieron nuevamente con gran intensidad. Era media tarde, pero la luz del sol no encontraba una puerta a través de aquella gruesa capa de agua. La temperatura descendió rápidamente y la oscuridad habitaba, recorría y dormía en cada esquina, cada calle, cada lugar de la ciudad. La electricidad dentro de las nubes comenzó a agitarse. Un rayo iluminó toda la ciudad por una fracción de segundo y acto seguido un silencioso estruendo golpeó los oídos de cada curiosa persona que miraba el cielo con alerta, a la espera de lo que seguía. Litros y litros de agua comenzaron a precipitarse, millones de suaves y agresivas gotas caían cual flechas y entre ellas los rayos eléctricos bailaban brindando un espectáculo impresionante. –Una escena digna de representarse –pensó en voz alta Guillermo. Caminaba en las afueras del café, estaba solo él café, no había clientes y se tomó la libertad de mojarse un poco. Las cosas empeoraron en minutos y un viento salvaje arremetió contra la ciudad como queriendo apagar una vela en un solo intento. De la mano de este, venía acompañándolo un granizo amenazante, que se unió a la fiesta para incrementar el espectáculo.

El clima continuó castigando el resto del día. Por ratos se relajaba la lluvia y el viento y el granizo cesaba, al igual que los truenos, después la lluvia se intensificaba y a veces una colilla de granizo que sobró se precipitaba. Cuando Guillermo se dirigía a su casa, el clima estaba ya tranquilo: –No todo es inesperados negativos, a veces estos se acompañan de positivos –se dijo a sí mismo al darse cuenta de que el clima que lo iba a acompañar de regreso a casa era bastante simpático.

Llegó al edificio. Recorrió los pasillos hasta llegar a su departamento. De pronto comenzó a sentirse cansado, aunque todavía no llegaba a su puerta. La cabeza le empezó a retumbar y el corazón a desacelerar al punto que palpitaban a la par. No podía escuchar nada. Le pesaban los brazos y las piernas, intentó recargarse en la pared, pero no pudo y cayó al suelo. Le vibró el celular. Era un mensaje de la administración de la escuela y decía algo así como “debido al reciente clima, nos hemos visto obligados a suspender las clases del día de mañana 28 de enero”, aunque él no pudo leer nada, se le nubló un poco la vista y sus ojos no enfocaban nada. Logró pararse de nuevo, le dolía el cuerpo y le daban punzadas en la cabeza. Con movimientos lentos fue palpando la pared hasta encontrar la chapa de su puerta. Introdujo la llave, la giró y entró casi desplomándose en el suelo. Por momentos, lograba enfocar un poco y así es como logró llegar a su cuarto.

Dos meses después se dio cuenta de que estaba empeorando. Ya no solo era la inseguridad, la desesperación y el cansancio. Las emociones se volvían más intensas, más profundas e inestables. Se encajaban en su columna y lo paralizaban. Comenzaba a sentirse observado, aunque sabía que nadie lo observaba. Lo notó en sus amigos también. José estaba enojado todo el tiempo, Trujillo muy agresivo y Q brillaba de felicidad, estaba tan eufórico que causaba efervescencia y derramando su vaso nos manchaba de su euforia, y Diana se preocupaba y entristecía más de lo normal.

La noche del 17 de abril salió con sus amigos. Fueron todos a la plaza cerca del centro donde se encontraba el café donde Guillermo trabajaba. Era una plaza, no un centro comercial, y tenía aspecto de cualquier plaza del centro, solo que muy bien mantenida. Después de una noche agradable en general para todos, se dirigían caminando hacia un punto de encuentro, una esquina dos cuadras al norte.  Eran las 12:07 y al frente del grupo iban Guillermo y Diana. Sospechosamente, un individuo de aspecto haraposo se acercó sosteniendo algo en la mano. Diana se puso extremadamente nerviosa.

–¡El maldito celular y la cartera o te abro como puerco! A ti y a tu amiga ¡Rápido perras! –exclamó agresivamente el asaltante, dejando ver un hambriento cuchillo dentado.

–¡No tengo nada de eso, lo juro! –contestó Diana ahogándose de miedo. No mentía, su dinero lo traía Q, y el celular lo había dejado en casa.

–¿Me ves la cara de idiota? –contestó el asaltante.

Sin dar más tiempo de reacción se precipitó sobre Diana y enterró su navaja. Guillermo presenció en cámara lenta cómo el filo de la hoja atravesaba sin problema el fino suéter de Diana, y rasgando el tejido se abría paso a través de la delicada piel blanca, dejando a su vez escapar la sangre. Diana soltó un quejido de dolor. Los demás se disponían a abalanzarse sobre el asaltante, pero Guillermo reaccionó primero y, antes de que el asaltante retirara el cuchillo para volver a atacar o ir con el siguiente, lo tomó de un hombro y lo empujó hacia atrás. Este soltó el cuchillo. Guillermo asestó un golpe certero y con mucha fuerza, perfectamente colocado en el diafragma. Dejándolo sin aire, antes de que reaccionara, volvió a arremeter contra él, lo tomó de la cabeza lo jaló hacia abajo y enterró su rodilla en su nariz. Escurriendo sangre y tambaleándose se recargó sobre la pared de un edificio sobre la acera. Guillermo abrió sus brazos y con la parte inferior a la palma, los huesos de la muñeca, asestó otro golpe cerrando sus brazos sobre la cabeza del asaltante, dando el golpe en los oídos y haciéndolo perder el equilibrio. Dio varios golpes en las costillas, antes de que el último en la quijada terminara por rompérsela y dejarlo tendido en el suelo, donde los demás se aseguraron de que no se levantara ese día. Guillermo lo pensó, y se dio cuenta de que había sido un atacante poco inteligente; se había enfrentado a un grupo mayor de personas, había atacado a matar rápidamente y los daños le ocasionarían grandes cargos si es capturado, había soltado su arma principal que le daba ventaja y había atacado en un lugar muy vistoso. José se quitó el suéter y cubrió la herida de Diana a modo de venda. Una ambulancia que llamó Q llevó a Diana rápidamente a un hospital, donde les fue prohibido entrar.

Diana estaría perfectamente bien en tres semanas, o eso informaron los doctores que la atendieron. Pero las cosas cambiarían rápidamente. Guillermo sentía que estaba perdiendo la cabeza. Comenzaba a perder recuerdos, a desconocer. Su cerebro creaba memorias que nunca habían estado ahí. Un huracán azotaba la mente de Guillermo. Las memorias se iban como si la muerte las estuviese borrando con una goma sobre unas hojas de papel donde habían quedado escritas. Las discusiones se volvían intensas, con cualquier persona. De momento se encontraba siendo la persona más razonable y seria para debatir, y al otro explotaba mientras esquivaba sus palabras previamente dichas como si fueran atacarlo.

El vaso de Guillermo se desbordó. Durante un receso a las 8:30, tomó su ojo de cristal y lo lanzó con tal fuerza que se quebró en el suelo del patio, dejando montones de fragmentos rotos. Aquel día, aquel recreo se terminó para los cuatro. La policía entró en el recinto y, sin decir una palabra, un grupo de cinco tomó a Trujillo y a José. Supuestamente, se les acusaba de intento de homicidio y posesión de drogas, alguien había denunciado falsamente que planeaban enterrarle una bala a alguien, como si tan solo tuvieran acceso a esas armas. Del mismo modo, entraron otras tres personas, vestidas de traje los dos hombres y la mujer con un vestido nada formal, verde. Se presentaron como la psicóloga Marie Hernández, y los doctores Felipe Quezada y Antonio Martínez. Venían de un hospital psiquiátrico, cuyo nombre se perdió entre las conexiones entre la mente de Guillermo. Y con una conversación suave, mostrando algunos papeles, llevaron a Q y a Guillermo, quienes obedientes los siguieron hasta la camioneta S.U.V que tenía el logo de la empresa, donde los esperaban sus padres en otros vehículos.

Todo terminó exageradamente rápido, de lo más inexplicable, el 9 de mayo. El reloj de Guillermo indicaba que, en ese momento justo, cuando sus problemas se subían en aquella camioneta, eran las 8:38.

*Amaury Córdova Flores es estudiante. Sus áreas de interés son la música, la literatura y la ciencia.

 [Ir a la portada de Tachas 261]