Es lo Cotidiano

¡Esquina, bajan!

Ralf Ortiz

salesiano
¡Esquina, bajan! - Ralf Ortiz
¡Esquina, bajan!

 

The window doesn’t open and the fan is broke
And my face is turning blue (yeah)
I haven’t been in a crowd like this
Since I went to see The Who

-Weird Al Yankovic

 

El colegio Salesiano era de los pocos que contaba con transporte escolar propio. Los chamacos le habían nombrado “la Salchicha”, mote poco original ya que se trataba de un autobús largo que alguna vez fue rojo. Era un camión Ford 1958 que parecía no haber sido pintado (ni afinado) desde 1953. Tenía una sola puerta de ascenso y descenso. Siempre olía a diésel quemado y, a veces, se metía el humo del escape. Los chicos se ahogaban y al menos uno de los gemelos Revueltas vomitaba. El chofer, Don Marcos (mano derecha del mismísimo Satanás), aplicaba correctivos en forma de zapes a todo aquel que se quejara, se mareara, vomitara, hablara fuera de turno, se cambiara de asiento o subiera los pies a los cojines forrados de un sucio vinil verde. Los golpes se repartían en sets de tres o cuatro; es decir, una vez acumuladas cuatro infracciones, Don Marcos detenía el camión y recorría el pasillo repartiendo justicia disciplinaria. Si algún chamaco acumulaba suficientes infracciones o cometía alguna considerada como grave, se detenía el camión y se tenía que bajar. Es importante señalar que nunca bajaba a nadie cerca de su destino, que las infracciones graves a veces eran menores y que el expulsado recibía el zape al bajar. Todo lo ocurrido en el autobús contaba como falta disciplinaria dentro del colegio y se aplicaban las mismas sanciones, independiente de lo que las hubiera hecho Don Marcos.

 

*

 

Los conocí en un autobús que salía de León rumbo a Lagos de Moreno. Resultó que ellos también iban al Primer Festival de Rock Nacional en el Bajío, que por cierto resultó ser el único. Nunca llegó el Segundo, ni el Tercero. Era un autobús Flecha Amarilla, más o menos limpio, y yo estaba agradecido por eso. El pasaje consistía en muchas señoras con bolsonas llenas de calzado infantil y diversos artículos de piel. Sólo había un asiento disponible y pregunté al chavo sentado al lado si estaba apartado el lugar. Me barrió con mirada de “soy peligroso” (él, yo no): “Pásale, gordito”. Sólo hay un amigo que me dice gordito… y no era este vato. Muy amablemente se puso de pie y me cedió el asiento de la ventana. “Así no me apachurras en las curvas, gordito.” (Van dos). Cuando se puso de pie, noté dos cosas: llevaba botas industriales de casquillo de acero a las cuales les había arrancado la piel que cubre el casquillo para soldar tres tornillos de unas cuatro o cinco pulgadas en cada uno; lo otro es que los dedos de su mano derecha estaban cruzados de una forma no natural. Me preguntó a qué iba a Lagos y le dije. “Nosotros también”, me dijo, y empezó a dar una lista de apodos y nombres mientras una docena de chavos levantaba la mano o movían la cabeza para que yo supiera quienes eran. “Yo soy Luis”, me dijo. Me presenté. Hablamos de las bandas que estarían ahí: La Castañeda (ellos ya los habían visto, yo no), Café Tacuba (yo ya los había visto un par de veces, ellos sólo los conocía por el Canal del Politécnico), Los Amantes de Lola (fresones, pero no estaban mal) y la Maldita, que presentaba ya su segundo disco. Los pasajeros del camión veían a los chavos con ojos de desconfianza. Ya en Lagos, El Azul, uno de los cuates, y otro chavo, se lanzaron por unas caguamas. Yo esperaba a mis amigos, el Panza y el Púas, quienes seguramente traerían algo de tequila.

 

El concierto fue en el palenque de Lagos. Todo iba bastante bien cuando, en el slam, un mal tipo le dio un golpe gandalla (no accidental) al Panza. Púas y yo nos separamos y, de pronto, siendo los dos de tamaño considerable, hicimos sándwich al malandrín. Cuando regresé a mi lugar mi recién conocido, Luis, me preguntó qué pasó. A la salida del concierto él y los demás chavos del Coecillo le propinaron una golpiza light –pero golpiza– al agresor. Yo me fui al DF a ver a Sting y ellos se regresaron a León. Nos despedimos de abrazo y promesa de vernos pronto. Camino al DF me fui en el mismo ETN que Los Amantes de Lola. El cantante resultó ser un buen tipo, platicador.

 

*

 

El servicio de transporte escolar tenía tres modalidades: completo de ida y vuelta, o sólo pasaban por ti, o sólo te llevaban a casa. Debido a la distancia de mi casa al colegio, era necesario usar el servicio completo. En esos años pocos padres de familia llevaban e iban por sus hijos a la escuela. No existía el miedo de que alguno fuese secuestrado. El robachicos era un ser mítico que servía para asustar a menores. Tampoco se les daba tanta importancia a las opiniones de los chavos. Los padres decían, los hijos hacían, y cualquier adulto podía llamar la atención a cualquier adolescente. Un privilegio de la edad que ya desapareció y que no extraño ahora que soy señor grande (¿o gran señor?). No había días sin altercados con Don Marcos. Sus códigos secretos de comportamiento eran transgredidos por todos a todas horas y, en la mayoría de las ocasiones, sin saber que las reglas se habían roto y los límites se habían violado. Chamacos expulsados del transporte escolar a kilómetros de su casa, sin saber a ciencia cierta por qué el 50% de las veces, y con la certeza de que nadie cuestionaría los motivos de Don Marcos.

 

–Ortiz, vas para abajo –le escuché decir. Mi hermano y yo levantamos la vista, y luego nos miramos el uno al otro. No dijo van para abajo. Sólo uno no llegaría en camión a casa. Mi hermano me volteó a ver con cierta tristeza y burla en la mirada.

–¿Cuál de los dos? –pregunté mientras mi hermano decía en voz muy baja “pos tú”.

–Tú, Rafael –contestó Don Marcos, cuya ira subía de intensidad.

–¡Ah chinga’o! ¿Yo qué hice?

–¿Qué no hiciste? Aparte hablas como carretonero. ¡Bájate! –Ya estaba rojo el viejillo. Y mi hermano se aguantaba la risa. Se quería reír de mí, no de Don Marcos.

–¡Ay, no mame, Don! Estamos hasta casa de la chingada –reconozco, con el paso del tiempo, que mi elección de palabras no fue la más acertada. Al pasar junto a él me dio tremendo zape en la nuca.

–Justo ahí es dónde debes estar –me dijo desde el camión mientras yo lo miraba con algo de odio.

–¿Dónde? ¿A una cuadra del Santuario? ¿A poco cree que me voy a ir a confesar? –le dije de la forma más cínica y burlona.

–¡No, chamaco del demonio! ¡En la cárcel! –gritó como si dictara sentencia. Voltee para darme cuenta que estaba parado frente a la penitenciaría, ahora Centro de Las Artes de San Luis Potosí.

–¡Qué güey! ¡Aquí no es el Tribunal de menores! –le dije al reírme de él voz alta. Salió fúrico del camión para corretearme por todo el jardín. Nunca he sido atlético, pero a esa edad no me iba a alcanzar ningún viejillo gruñón.

 

*

 

La siguiente vez que vi a Luis, al Azul (porque tenía ojos azules), y los demás chavos del Coecillo fue en un concierto de Caifanes –que presentaban su segundo disco– y La Maldita en San Miguel de Allende. Cuando nos encontramos en la Central camionera nos saludamos como viejos amigos. Una vez más el pasaje del Flecha Amarilla los miraba con desconfianza. “¿Te vas a regresar con nosotros, Rafa?”, me preguntó. “Nel. Me voy a quedar un día más para descansar y ver a una dama.” Le pregunté a Luis qué le había pasado en la mano. Me dijo que así había nacido, pero que sí podía trabajar. Trabajaba en una tenería y no le iba tan mal. Todos los tildaban de pandilleros por su aspecto, pero todos trabajaban. El Azul era mesero en un restaurante de mariscos, el 300 trabajaba en Flexi, y así. Las botas eran para bailar y para que nadie se las hiciera de tos. Esa noche, el Azul se subió al escenario para echarse un clavado (stage dive) incitado por unos vatillos y su estado tras beber tanto tequila. Cuando se lanzó, todos se quitaron. Azul se dislocó el hombro y se desató una bronca. Mis cuates llamaban “huerteros” a los transgresores. Fue necesario dar un par de golpes para poder sacar al Azul de ahí. Me pidió que lo acompañara mientras los demás cobraban su venganza. No pasó nada grave; algunos labios reventados, narices rotas y cejas sangrantes. Aunque participé en la reyerta, a mí nadie me tocó. Esos chavos a quienes sólo conocía del camión y algunos conciertos se aseguraron de ello. “¡Que no le peguen al gordito!”, escuché a alguien gritar. Llevé al Azul a emergencias y pagué su cuenta. Fuimos por mis cosas al hotel, le avisé a mi amiga, y a las 6 de la mañana ya íbamos rumbo a León. El Flecha Amarilla llevaba dos pasajeros más aparte de nosotros. Cantamos canciones de las bandas que habíamos visto, platicamos chistes y cuidamos al Azul. En la central de León nos despedimos todos de abrazo. Les di mi número de la oficina. Nunca me llamaron. Un día me encontré a Luis y al 300 en la plaza comprando cebadinas. Estaban felices, ya tenían un tallercito donde hacían guaraches infantiles y de dama. “Qué gusto verte, gordito. Ya sabes dónde buscarnos.” Le recordé que ellos también a mí.  

 

*

 

He leído en línea que existió un día, que nadie recuerda, en el que nuestros padres nos pusieron en el piso para ya no levantarnos más. Escucho a la distancia cómo se rompen los frágiles corazones de los copos de nieve. Ese día, frente a la penitenciaría del estado, me bajaron del sistema de transporte escolar para ya no volver a subir. Tras una breve odisea para ir a la sastrería de mi abuelo, y una larga plática con mis padres, acordamos que ya no usaría más el transporte escolar. Así mi madre tendría menos razones para ir a poner su “cara de baqueta” al colegio (cuán equivocada estaba la pobre). De ahí en adelante, a pesar de apenas estar en sexto, tomaría el transporte urbano, lo cual en realidad quería decir que me regresaría a pie pidiendo aventón. A veces, si me levantaba muy temprano, me daban chance de irme en bicicleta. Esas idas y vueltas a la casa me dejaban completamente empolvado y bastante hambreado, pero contentísimo. Ser un chavo que anda libre y despreocupadamente a pie, de aventón o en bicicleta, es de esas experiencias que se pierden para no regresar. Eso es más trágico que tus padres hayan dejado de cargarte, porque es una libertad perdida. Cuando veía a Don Marcos a la hora de la salida me daba mucho gusto saber que ya jamás me volvería a subir a su camión mal oliente. Me subiría a muchos otros, pero no al suyo.

 

Las circunstancias actuales limitan el que los niños y adolescentes viajen solos en transporte urbano o foráneo. Se están perdiendo de mucho, como igual se pierden de mucho al no vagar en bicicleta por su barrio o su ciudad, pero así están las cosas. A mí me gusta mucho viajar en autobús. A esa edad no usaba audífonos y había que ponerse al tiro para gritar: “¡Esquina, bajan!” Me gusta el anonimato que implican los autobuses urbanos y foráneos. Me gusta ir solo entre tantas personas, encontrar la música perfecta para ese momento, ponerme mis audífonos y subir el volumen. Muchos camiones foráneos, y muchos más urbanos, han sido mis lugares de contemplación e introspección. No medito. No sé meditar correctamente, pero viajar en autobús me acerca mucho a eso. En un buen día y dada la combinación perfecta de música y volumen, centra mi Chi, pone el universo en perspectiva, resuelve argumentos existenciales, casos policiacos, y algunas ecuaciones booleanas.

 

 

***
Rafael Ortiz Aguirre
 (San Luis Potosí, 1963) es doctor en cool, punk añejo, musicómano sin cura, entusiasta de la lucha libre y el futbol americano y escritor pop. Ha trabajado en la radio, es profesor de inglés, escritor de cuentos cortos y chef amateur.

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