Es lo Cotidiano

Un camión de peladillas

Javier Morales i García

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Un camión de peladillas - Javier Morales i García
Un camión de peladillas

Érase una vez dos señores que trabajaban en la empresa de mi padre. Se llamaban Don Cecilio y Don Eustaquio y eran buenos amigos. Siempre estaban de buen humor y siempre se estaban riendo a carcajadas, aunque hubiese veces que llevasen la tristeza por dentro. La vida es dura, incluso para aquellos que tienen una familia y un trabajo fijo. Don Cecilio era bajito y regordete y tenía un bigote bien cuidado que se iba tiñendo de canas. Don Eustaquio era altísimo y siempre iba repeinado con el pelo hacia atrás. Don Cecilio se reía por lo bajo y Don Eustaquio, cuando se reía, le oían hasta los marineros del muelle donde ambos trabajaban. Ese era su trabajo, vigilar a los barcos pesqueros que iban llegando al muelle y cuidar de que todos los marineros estuviesen contentos con su trabajo.  

Mi padre los conocía desde hace mucho tiempo y los tenía en alta estima, no solo porque eran buenas personas, también porque eran buenos trabajadores que habían empezado en la empresa a la misma vez y se sabían todos los trucos para llevar a cabo una labor como aquella. Así que en muchos fines de semana Don Cecilio o Don Eustaquio se pasaban por casa para arreglar unos papeles de última hora o simplemente para hacer una visita a la familia.  

Don Cecilio siempre traía caramelos que repartía entre todos y Don Eustaquio, siempre repeinado y de punta en blanco, traía una bolsa con churros recién hechos. Aquellos dos señores formaban parte de la familia, todos en casa les queríamos mucho, así como ellos nos querían a nosotros. Ellos habían visto como mi padre había creado una empresa de la nada y había confiado en ellos, y Don Cecilio y Don Eustaquio se sentían en deuda con mi padre. Los tres se querían y se respetaban, con lo difícil que es eso cuando se trabaja junto todos los días y los problemas del mundo laboral.  

Yo también les quería mucho y mi preferido era Don Eustaquio, porque Don Cecilio tenía sus días de mal humor por estar agobiado por el trabajo y había veces que no decía ni una palabra; en cambio, Don Eustaquio siempre estaba contando chistes y soltando esas risotadas sonoras que se oían en toda la casa, en toda la oficina y hasta en el café en donde desayunaba todos los días.  

Tengo la sensación de que todo el mundo quería a Don Eustaquio ya que es casi imposible no querer a una persona con esa risa contagiosa y, además, tenía un gran corazón.  

Una mañana de domingo cuando yo tenía siete años, Don Eustaquio llego a casa y tras mantener la típica conversación jovial con mis padres, preguntó por mí.  

–¿Dónde está Javier? Le quiero decir una cosa que me acaba de pasar.

Y yo, que estaba jugando en el patio de casa, me acerqué a la cocina, curioseando al oír aquello.  

–Don Eustaquio, dígame usted, ¿qué es lo que le ha pasado? ¡Cuénteme, cuénteme!

–¡Ah! ¡Estás por ahí, muchachito! Pues, mira, deja que te cuente. Venía yo con mi coche nuevo por la autopista de La Laguna y justo delante de mí había uno de esos camiones gigantescos, de esos que van por el muelle a recoger mercancía y después la llevan a su destino, ¿sabes?

–Claro que sí, Don Eustaquio, alguna vez los he visto por la ciudad –dije yo haciéndome el mayor.

–Pues nada, estaba yo detrás del camión y, de repente, el conductor dio un volantazo y el camión se cayó de lado y toda la mercancía quedo desparramada por el suelo y... ¿sabes lo que era?  

Y yo que ya estaba con la boca abierta, deseaba que Don Eustaquio siguiera con aquella historia.  

–¡Resulta que el camión estaba llevando un montón de peladillas! ¡Y todas se quedaron tiradas en el suelo! Y cuando yo pasé al lado con mi coche, ya estaba llegando un montón de niños de toda la ciudad para recoger aquellas peladillas. ¡Tenían una pinta de estar buenísimas, que no veas!

–¡No me lo puedo creer! ¡Un camión de peladillas! –exclamé yo, casi ya relamiéndome.

–Que sí, todo un camión lleno de peladillas por el suelo. Así que venga, vístete rápido que vamos para allá antes que los otros niños se lleven ese tesoro porque… a ti te gustan las peladillas, ¿no?

Y cuando aún estaba diciendo esto, yo ya estaba en mi cuarto, quitándome el pijama y poniendo la ropa de salir a la calle y aquella frase se me repetía en la cabeza: un camión de peladillas. Y desde mi cuarto, también escuchaba la sonora risa de Don Eustaquio. Cuando por fin ya estaba vestido volvía a la cocina y, para mi pena, Don Eustaquio se había ido.  

Don Eustaquio era un bromista y me estuvo gastando esa broma durante años y años, y había veces que era un camión de peladillas y otras veces eran palmeras de chocolate o turrones o cualquier tipo de dulce, pero yo siempre me lo creí. De alguna manera, disfrutaba de aquellos momentos.  

Por cierto, Don Cecilio también me gastaba una broma parecida, y los dos lo hacían tan bien y le ponían tanta pasión a la historia que siempre les creía y aquel era un instante mágico.  

Ahora soy yo el que les cuenta una historia parecida a mis sobrinos y espero que tú que lees esto hagas lo mismo algún día, ya que yo sigo creyendo que, algún domingo que otro, hay un camión de peladillas al que le cae la mercancía justo en medio de la autopista, y que a los minutos hay un montón de niños recogiendo aquel tesoro.  

En Recuerdo de Don Eustaquio y Don Cecilio

y como homenaje a los Cuentos Por Teléfono o Favole Al Telefono de Gianni Rodari  

y a todos sus amigos de colores.  

Un texto de La Vieja Ola...

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Javier Morales i García
(Tenerife, España) es editor del fanzine Ecos de Sociedad, la publicación mod más longeva en Europa. Desde inicios de los 80, escribe, reseña y edita; hoy, Ecos puede leerse aquí. Es obseso de la música y el cine.

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