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Ligeramente incómodo

Chema Rosas

Chema Rosas - Ligeramente incómodo
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Ligeramente incómodo

El cuento de La Princesa y el Guisante de Hans Christian Andersen va más o menos así:

Había una vez un príncipe con una madre sobreprotectora. Como en toda historia que incluye un príncipe soltero, era necesario encontrarle una esposa; sin embargo, como en toda historia que incluye una madre sobreprotectora, ella no estaba dispuesta a ceder la mano de su preciosísimo y sangriazulado hijo, a otra que no fuera una princesa de las de a de veras. Llegaron varias pretendientes y la reina –haciéndose pasar por una madre liberal despreocupada- las invitaba a quedarse a dormir en el palacio donde escondía una especie de trampa detectora de impostoras y trepadoras de la escalera social. Las aspirantes a formar parte de su familia llegaban a la cama / trampa inusualmente alta, pues la reina había colocado veinte colchones y veinte edredones y debajo de todo eso, un chícharo.

Una tras otra llegaron las supuestas doncellas al castillo y, aunque algunas tenían porte real, acreditaciones en regla y cartas notariadas asegurando su realeza, ninguna llegó más allá del desayuno, que era cuando la reina les preguntaba qué tal habían dormido. Todas terminaban elogiando la acolchonadísima cama y en cuanto agradecían la hospitalidad con que habían sido recibidas, ésta les era retirada y las ponían de patitas en la calle. Cierta noche de tormenta tocó a las puertas del castillo una muchacha sobreviviente de un naufragio. Estaba empapada, hambrienta con el peinado por un lado y el vestido por otro, razón por la cual captó la atención del príncipe, quien persuadió a su madre para que la invitara a pasar la noche.

La mañana siguiente, en vez de ordenar a los cocineros reales que prepararan el acostumbrado desayuno de huevos de avestruz con doble yema y tocino crujiente, la reina pidió que pusieran en la mesa quesadillas devaluadas y café de olla, pues no tenía mucha fe en la extranjera ni la creía digna de los manjares del castillo. Cuál fue su sorpresa cuando vio a la muchacha bajar a la cocina con ojeras de mapache y humor de gato mojado.

–¡HABRÍA DORMIDO DELICIOSO SI NO FUERA PORQUE ALGUIEN PUSO UN PINCHE CHÍCHARO ABAJO DEL CHINGO DE COLCHONES! –exclamó la princesa.

La reina estaba encantada de encontrar por fin a alguien digna de su hijo y heredero al trono, el príncipe estaba contento porque podría casarse con la muchacha guapa que acababa de conocer, y la princesa estaba feliz porque estaba tomando café de olla y las quesadillas no estaban tan malas. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado, pero como todo buen cuento de hadas, La princesa y el guisante guardan varios chícharos de sabiduría dentro de su vaina:

Por un lado, podríamos interpretar que las verdaderas princesas son delicadas, hipersensibles y medio inútiles. Se diría que por nacer en cuna de oro son incapaces de adaptarse a circunstancias tan simples como un guisante bajo el colchón. Una chica práctica hubiera bajado un colchón y dormido cómodamente en el piso.

Contrario a lo anterior, se puede entender que el verdadero valor de la princesa no es su hipersensibilidad, sino todo lo contrario, pues además de sobrevivir a un naufragio y pasar mala noche por culpa de un chícharo, se mantuvo en su lugar y en cuanto tuvo oportunidad, le valió ser amable con la reina y dijo sin tapujos lo que le había molestado.

Es curioso que, a pesar de todo, nadie le preguntó a la muchacha si quería casarse con el príncipe de ese castillo… que para el genio que se cargaba, igual dejaron ese tema para después.

Después de un naufragio y una noche de mal dormir no hay como unas buenas quesadillas de comal y un cafecito de olla.

Hay cosas que parecen mínimas, pero tienen la capacidad de incomodarnos al grado de no poder dormir sólo con recordarlas.

Y es que, vista así, la incomodidad es una de las sensaciones más subestimadas por su poder destructivo y la influencia que tienen en nuestras acciones; es suficientemente sutil para sugerir que podemos aguantarla, y al mismo tiempo hace casi insoportable cualquier tarea e imposible la tranquilidad y paz mental. Es entendible que alguien con la pierna rota prefiera no caminar, pero una piedra en el zapato no es pretexto suficiente. Hay quien no tiene problemas en los pies ni piedras en el zapato, pero le incomoda caminar media cuadra, así que se estaciona en lugares reservados para discapacitados.

Para mí, y posiblemente para mis hermanos, la incomodidad es incluso más imponente que la furia o el dolor, pero eso se debe en gran medida a nuestra historia familiar. Desde que tengo memoria, en mi casa lo incómodo era una especie de velo tras el cual se ocultan indescriptibles suplicios y la inevitabilidad de la incertidumbre fatalista. Si, por ejemplo, me iban a inyectar y preguntaba a mi padre si iba a doler, invariablemente respondía “vas a sentir cierta incomodidad”; cuando llegué a hacer cosas como manchar con un elote las vestiduras del coche nuevo, reprobar matemáticas o pelear con mis hermanos, mi padre nunca declaró estar enojado, sino “ligeramente incómodo”. Está de más decir que la inyección dolió hasta el carajo y mi padre estaba realmente enfurecido.

Y es que las cosas que verdaderamente son importantes como la injusticia, la inseguridad, la violencia, el amor, pobreza, la soledad del hombre contemporáneo o el calentamiento global, son tan grandes que se vuelven imperceptibles… lo incómodo es eso pequeño y a veces insignificante, pero tan poderoso que no nos deja dormir en paz.

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Chema Rosas
 (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco incursionó también en la comedia.

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