miércoles. 24.04.2024
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Corazón, te vi: ya no me engañas…

Sergio Ceyca

Corazón, te vi: ya no me engañas…

…bisturí revelo tus entrañas.
-Enjambre

Tu hogar es acogedor y pequeño, sin decoraciones caras o extravagantes que enturbien la visión de quienes te visitan: el vivo reflejo de tu alma placida y apática, por desgracia. Y digo por desgracia, ya que el miedo al mundo caótico detrás de esos muros, te orilló a esconder, lejos de mi alcance, tu musculoso y palpitante corazón. Entre las sombras azules, pegado a ti bajo las sábanas húmedas, estaba seguro de que lo que tu sonrisa fría y tu mirada de arlequina me invitaban a creer era una mentira: hace mucho que yo no tengo corazón, susurraste cerca de mi rostro, hace tanto me lo arrebataron que ya no recuerdo cómo era. Gracias a mi intuición o a alguna esperanza monomaniaca, cavilé que de seguro lo tenías guardado a la mano, donde pudieras observarlo cuando, asqueada de la rutina, ocuparas recordar lo que alguna vez fuiste. Y esta intuición, o este deseo irrazonable, fue lo que me orilló a la búsqueda.

Antes de abandonar la cama, ya he pensado en posibles escondites. Primero, buscando no hacer ruido, abro los cajones de tu buró: tu ropa interior y tus demás pertenencias intimas se dibujan en la oscuridad, más no hay ningún musculo sangrante. Auxiliándome de la luz lechosa que entra por la ventana reviso bajo la cama, en el armario; detrás de los vestidos y los zapatos, sólo encuentro telarañas y conejos de polvo. Debe estar cerca, me animo. Convencido de que no encontraré nada en la recamara, paso a la sala, dónde ya me puedo auxiliar de la luz. Desde el sillón veo las paredes salmón, la mesita de noche con la bailarina de cerámica; esta casa es un fiel reflejo de su alma, reflexiono, dónde se respira en cualquier rincón su inexorable, inamovible y acústico carácter e, incluso su casual melancolía: me aferro a la idea de que no puede haber melancolía en un lugar sin vida.

Cierro los ojos, al escuchar un latido, que casi confundo con la circulación de mi sangre, me pongo eufórico. Se me ocurre que un alma tan meticulosa no va a usar un lugar evidente para algo tan preciado, así que me pego al piso y golpeo con una moneda los azulejos de la sala, la cocina y hasta del baño. Gracias a inspeccionar el resto de la casa, no ocupo hacer mucho en la habitación para darme cuenta que los azulejos del cuarto están intactos.

De regreso a la cocina, saco una cerveza del refrigerador, sobre la mesa sostengo la cabeza con mis manos y ojos, intento concentrarme. Ahí continúa el latido, sigue llamándome. ¿Qué te habría pasado para necesitar esconder tu corazón con tanta paranoia y astucia? La vida es cruda e impredecible, bien sé yo, sin embargo tienes una fijación patológica a evitar ahondar con intimidad en tu pasado, ya fuera al salir o las noches que dormía en tu casa.

Doy una última hojeada a la casa: me sentiría menos desolado si no fuera tan sobria, tan carente de adornos superfluos. Es decir, aunque comparto tu tiempo y tu espacio, no tus sentimientos.

Al despertar, me reclamas con una sonrisa arlequina: no sé por qué te entercas, si ya te dije que no lo tengo. Es la misma sonrisa que escudriño al salir de los cines o restaurantes, la misma sonrisa a la que no logro extraerle nada; de la misma manera que, sin conocer la combinación, no se puede abrir una caja fuerte con algo que no sea dinamita. Empiezan las dudas. ¿No habría imaginado ese tenue latido? ¿No serían mis esperanzas tan profundas que me llevaran a alucinar? Rematas con una sonrisa y un beso en la mejilla.

Empiezo a ejercer la memoria igual que a un músculo: profano tus comentarios en busca de una pista. Tu vida se transforma en un rompecabezas que armo con el mismo cuidado que un arqueólogo desenterrando ruinas. Aquí está la historia de cómo un primo te empujó de un columpio y te rompiste el brazo, acá sobre la puta que le decía a tus amigas que te acostaste con su ex novio en la preparatoria, por allá conversaciones con Ana, Marco, Francisco en restaurantes o cafés, esos amigos que alteraron irremediablemente el curso convencional de tu vida; incluso examino hechos más tristes: como el hombre que durante años jugó contigo o el día de la muerte de tu padre. Siempre atento ante cualquier objeto movido en tu sala, ante tu humor al acercarte a ciertas esquinas o al entrar a la recamara o al baño, e incluso las miradas de reojo que proporcionabas a las paredes: todo con la intención de encontrar la piedra angular que me conduciría al escondite.

Hasta que una noche, acostado a tu lado entre el insomnio y las penumbras azules que entran por la ventana, pensando en ir por un refrigerio, me doy cuenta que con la excusa de que los invitados son para atenderlos, jamás me has permitido acercarme al refrigerador; si insisto en preparar la comida dices no te molestes, yo adoro cocinar. ¿Cómo no se me había ocurrido? Sin encender luz alguna, de puntillas, corro a la cocina y reviso cada centímetro de la escarcha del congelador; le sigue la canasta de las carnes frías, los lácteos, y al no encontrar nada me abate la impotencia: está aquí, me digo, el latido apenas audible está llamándome desde alguna parte del refrigerador.

En el contenedor de verduras, junto a la bolsa de limones, hay una mancha café casi imperceptible. Saco los pepinos resecos, los tomates podridos, la lechuga oxidada, y al  fondo, pegado al motor, encuentro un bulto tinto del tamaño de mi puño, envuelto en una bolsa sanguinolenta, que se comprime y se expande, se comprime y se expande.