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Érase una vez en el oeste: juego de dados

Fernando Cuevas

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Érase una vez en el oeste: juego de dados
Érase una vez en el oeste: juego de dados

Un par de propuestas transitando por las pantallas televisivas que confluyen en este ámbito geográfico y que terminan por imbricarse en cierto sentido por sus enfoques temáticos: la ausencia de Dios que parece haber abandonado a su suerte a las criaturas que deambulan por ahí, o bien un dios demasiado cerca, cual solitario titiritero que vive solo a través de su propia creación. Retomando el título del clásico de Sergio Leone, veamos cómo los dados han dejado de rodar o de qué manera pueden manipularse para ganar siempre, al menos mientras se mantenga el control.

El viejo, lejano y salvaje oeste como el espacio para el surgimiento de mitos, leyendas y crudas realidades: entendido acá como un espacio para construir un hábitat donde la sobrevivencia se agradece por sí misma o, mirando a futuro, como un parque de diversiones para adultos donde puedan dar rienda suelta a placeres y deseos inconfesables sin padecer demasiadas consecuencias, al menos en lo inmediato. Atrapados entre los impulsos de vida y muerte, según sea el rol que corresponda, todos buscan escapar: ese oeste como destino promisorio aunque se trate de espejismo, o como punto de partida para otear ese horizonte cuya posición en el encuadre determina el estado de ánimo.

Dios no juega a los dados

Escrita y dirigida por Scot Frank (guion de Logan, 2017; Un paseo por las tumbas, 20), retomando con conocimiento de causa los marcos referenciales del western, tanto visuales como argumentales, Godless (EU, 2017) es una miniserie de siete capítulos que se desarrolla mayoritariamente en el pueblo de La Belle, Nuevo México, durante el siglo XIX, habitado principalmente por mujeres, dada la explosión en la mina que mató a la mayor parte de los hombres. A la casa de una aguerrida viuda (Michelle Dockery) que vive apartada con su hijo y su suegra indígena (Tantoo Cardinal), llega un joven malherido (Jack O’Connell), en pleno enfrentamiento con su mentor, el delincuente más temido de los alrededores.

El villano cuenta con un trazo de bienvenida ambigüedad: igual quema un pueblo que se queda a cuidar enfermos terminales en una casa, y se soporta en la sólida interpretación de Jeff Daniels, con quien el director trabajó en El vigía (2007); se acompaña por personajes de interesante construcción, además de los protagonistas, gracias a los oportunos flashbacks explicativos, tales como el sheriff en desafíos místicos (Scott Mcnairy), un joven en crecimiento emocional (Thomas Brodie-Sangster) y una fuerte mujer que gusta de poner orden (Merritt Wever), entre otros que permiten desglosar historias secundarias bien enlazadas con el relato central y ambientar los diversos enfrentamientos a mano armada.

El pueblo se plantea como un contexto relacional en donde se forman parejas homosexuales, interraciales o efímeras, así como conformaciones sociales de alianzas en vilo y en donde la ley se va imponiendo según aparezca el más fuerte, alejado de la mano de Dios aunque sea referencia constante. Con diseño de producción en consonancia con la época, score salpicado de country con la necesaria carga de dramatismo y una fotografía claramente inscrita en la tradición del género, capturando los interiores asfixiantes y los grandes espacios abiertos de naturaleza inconquistable, las secuencias van transcurriendo con la suficiente dosis de emoción y tensión, integrada al desarrollo de los protagonistas y sus relaciones.

Los dados están cargados

Con base en la cinta de 1973 escrita y dirigida por Michael Crichton e interpretada por Yul Brynner, Jonathan Nolan y Lisa Joy crearon Westworld (EU, 2016-2018, con una tercera temporada anunciada para el 2020), serie televisiva sobre un centro de recreación para adultos con fachada de pueblo del viejo oeste, en donde los visitantes pueden vivir experiencias y fantasías relacionadas con sus bajos instintos sin temor a las consecuencias: los anfitriones son robots físicamente igual que los humanos y con una conciencia implantada que los hace ser partícipes e intérpretes del montaje en cuestión.

La primera temporada acierta en desarrollar los planteamientos esenciales de la propuesta argumental originaria, un poco extraviada en la segunda entrega: la relación de los diseñadores y empleados de la empresa entre sí y con los robots; la paulatina toma de conciencia de su propia condición en tanto personajes de reparto para satisfacer los apetitos de los visitantes; las acciones y percepciones de los adinerados clientes y, desde luego, el particular vínculo que establece el creador del negocio (Anthony Hopkins en su torre de marfil) con un extraño y cruel hombre que sigue sin encontrar lo que está buscando (Ed Harris, curtido en estos menesteres del viejo oeste).

El debate moral se infiltra en diversos sucesos y conversaciones, mientras varios de los robots, bien interpretados por Evan Rachel Wood, Thandie Newton y James Marsden, entre otros, empiezan a mostrar ciertas anomalías, detectadas por el diseñador a cargo (Jeffrey Wright, dubitativo): los misterios mejor guardados en torno al parque, sus orígenes y sus inminentes riesgos, van saliendo poco a poco a flote. El diseño de producción consigue integrar un particular realismo en los escenarios y las secuencias, y al mismo tiempo mantener la perspectiva de que se trata de un ambiente artificial, arreglado y organizado para satisfacer las necesidades del cliente, como diría el clásico.

 

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