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Apóyate en mí: ayudarse para mantener la esperanza

Fernando Cuevas

Fernando Cuevas
Apóyate en mí: ayudarse para mantener la esperanza

La adolescencia se puede convertir en una carrera hacia la nada, pero al fin mantenerse en la lógica del movimiento: huir como acción permanente porque es la única forma de no quedarse atrapado, por más que no se tenga a dónde llegar. En cada situación conflictiva, siempre queda la alternativa escapista, aunque el destino sea incierto o quizá peor que el estado y lugar emocional en el que se encontraba, como se advertía en Manchester junto al mar (Lonergan, 2016). No importa, ya habrá oportunidad de volverse a dar a la fuga. Basta con tener alguna referencia del propósito para mantenerse de pie y, si se puede, una buena compañía que sepa escuchar con paciencia y sin juzgar, compartiendo un rebosante tambo de agua.

Cortesía del cuarentón británico Andrew Haigh, posicionado ya como uno de los directores importantes del nuevo milenio, heredero identificable del realismo inglés potenciado a partir de los años sesenta y setenta quien privilegió una temática gay en sus primeras cintas (Greek Pete, 2009; Weekend, 2011; Looking, 2016), llega Apóyate en mí (Lean On Pete, GB, 2017), basada en la novela de Willy Vlautin en donde se retoma la premisa básica de la dureza del crecimiento emocional, soportado por la relación entre quinceañero y caballo, visto en diversas cintas, para reformularla y transitar hacia otros territorios tanto contextuales como emocionales, muy bien asumidos por parte de Charlie Plummer, encarnando a un joven que va sobreviviendo a partir de sus limitadas pero funcionales certezas.

Ir a la escuela, jugar fútbol americano como receptor o esquinero, según la complexión y habilidad, y contar con un hogar monoparental del cual se sale en las mañanas con la seguridad de regresar después de la jornada: despertar para correr por el barrio y saber que de una u otra forma, a pesar de las encrucijadas, hay un camino seguro de regreso. De pronto, el trayecto se torna incierto: de vivir con su problemático y afectivo padre (Travis Fimmel), conseguir trabajo con un dueño de caballos de carreras de feria (Steve Buscemi), conocer a una jinete (Chloë Sevigny) que le recuerda la diferencia entre una mascota y un animal de uso, ahora habrá que emprender el tránsito por territorios inhóspitos y enfrentarse a la realidad del abandono en busca de una tía que representa el sitio de llegada utópico, en el sentido de la inexistencia de un lugar concreto.

Como lo hiciera en esa obra maestra reciente llamada 45 años (2015), Haigh sabe que la profundidad no está necesariamente en el tremendismo de los sucesos o en el melodrama de superación personal, sino en cómo las personas intentamos reconstruir nuestras vidas a partir de los eventos que rompen la seguridad emocional, sobre todo cuando se alcanza un cierto nivel de estabilidad: mientras que la pareja madura planea celebrar su aniversario frente al desenterramiento de un pasado afectivo, el joven protagónico de este filme se tiene que plantear cómo resolver su futuro dadas las nuevas, dolorosas e inesperadas circunstancias en las que se queda envuelto.

Pero tiene una certeza: hay que seguir andando porque así se hace camino, diría Machado y cantaría Serrat, y al volver atrás ya no se verá la senda, pero se mantendrá el recuerdo doloroso que se externará en el momento preciso. En su trayecto libra un problema por no pagar la cuenta en un restaurante y se topa con un par de excombatientes entregados a los videojuegos y que son visitados por un grosero vecino y su obesa nieta: agradecer que alguien te cuide y estar atorado porque no se tiene a dónde ir se convierten en dos inesperadas perlas de sabiduría desprendidas de esa casa en medio del . El encuentro con un vagabundo aparentemente amable (Steve Zahn) y el efímero trabajo que consigue con los mexicanos, continúan forjando su proceso de crecimiento, si bien lanzarse directo hacia la luz puede traer consecuencias desastrosas.

La fotografía del danés Magnus Jønck contribuye a esta aparente contradicción en la que se ve envuelto el joven: por un lado su estrechez de miras en cuanto a los espacios cerrados de las zonas alejadas del hipsterismo de Portland, Oregon, para de pronto verse frente a la amplitud de Idaho y Wyoming: la estética quieta de western sin acción visible, abre campo para los amplios planos que muestran la pequeñez del sujeto ante la amplitud del medio ambiente: seco, hostil y solitario. El score mínimo se alimenta en la secuencia final y en los créditos de Bonnie “Prince” Billy y de Richmond Fontaine, preguntando si alguna carrera sencilla aparecerá en la vida y de qué forma se puede seguir adelante para seguir siendo lo mejor del mundo: ayudar a mantener la esperanza.

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