martes. 23.04.2024
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FUMADORES [XXXIX]

Greta Garbo

José Luis Justes Amador

Greta Garbo
Greta Garbo
Greta Garbo

El amante español, Antonio, encarnado por el hermosísimo y olvidadísimo John Gilbert, debe separarse, tras una noche de amor, de la Reina Cristina de Suecia. Ella, encarnada por la hermosa más allá de la hermosura Greta Garbo, toma en ese mismo momento la decisión de dejar el trono para casarse con él. El amante se ha marchado pero, como en todas las historias de amor, de alguna manera sigue presente. La Reina Cristina, la Garbo, lo saben, y la única manera de revivirlo es acariciar, de nuevo, los lugares donde él estuvo.  Y el espectador no puede evitar, por primera vez, por única vez en su vida, desear ser un mueble, un sofá, una cosa, para ser acariciado por la perfecta mano de la reina Cristina, de Garbo.

Sólo faltaba, como después del amor, como sustituto imposible de la nostalgia, un buen cigarro. Si no fuera por la continuidad histórica, hubiera sido el final perfecto de la escena.

“He fumado desde niño”. Garbo no dijo “desde mi infancia” ni “desde que era niña”. Dijo, literalmente, alimentando otra de sus leyendas, la de su bisexualidad, “desde niño”. Como en todas las leyendas, no importa si era cierta o falsa, si era una niña o un niño cuando empezó a fumar. No importa la verdad porque ante la belleza, y más si es una belleza fumando, nada, ni siquiera la verdad, importa.

“Nunca pude dejar ni el tabaco ni los cocteles”. Greta Garbo era, y quizá de ahí su soledad, una maniaco depresiva irredenta, una luchadora incansable contra la soledad y sus sensaciones. De ahí, tal vez, la necesidad de estar siempre haciendo algo, aunque ese algo fuera chutarse, en sus mejores épocas, setenta cigarrillos, es decir, dos cajetillas y media de Sherman al día. No era raro, tampoco, que calmara su ansiedad con la forma preferida de los fumadores más solitarios, la pipa. Aunque en su mediana edad y en sus últimos años comenzó a llevar un régimen de comidas sanas y de filosofía oriental, los cigarrillos, aparentemente contradictorios con ese estilo de vida, la seguirían hasta la muerte.

En esta fotografía ya ha dejado el cine o está a punto de dejarlo. Todo parece ser, de tan metafórico, irreal. Hasta el color de la fotografía nos parece falso. Garbo tiene tantos tonos de gris que no llegamos a creerlos.  Sabemos que está posando, que su mirada perdida al infinito no es que parezca no preocuparse de nada ni de nadie. Garbo no está fingiendo que no le interesa ni el fotógrafo ni el espectador. Es que, realmente, no le interesan. Todo está en orden en esta fotografía: el cuadro, la luz que le cae directa, las flores que parecen recién cortadas, el pesado cenicero de cristal, las elaboradas revueltas del pelo de la actriz. Todo está demasiado ordenado como para ser real. Pero sobre la mesa hay un paquete de cigarrillos mal abierto y uno prendido (¿de cuántos hasta conseguir la fotografía perfecta?) en su mano.

No es difícil imaginarla prendiendo un cigarro para acompañar su leyenda. La leyenda, que ella misma desmintió (“I never said”), que la hace pronunciar una de las frases más (mal) citadas de ella: “I want to be alone”. No quería estar sola; sólo quería que la dejaran sola (“be let alone”). Y aunque continuaba diciendo que eso hacía “toda la diferencia”. Dijera lo que dijera, no resulta difícil imaginarla prendiendo un cigarro, un cigarro para fumar a solas.

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