miércoles. 24.04.2024
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Lavaplatos mexicano de alto rendimiento

Chema Rosas

Chema Rosas [quitar este pie de foto]
Imagen - Hora de aventura
Lavaplatos mexicano de alto rendimiento

Las personas somos seres complejos y mucho más que la simple suma de nuestras cualidades y defectos. Aunque hay quien podría decir que somos seres de luz, hechos de polvo de estrellas y confeccionados a mano por Dios-mismo, no somos lo que se dice un ejemplo de perfección. Afortunadamente, la anterior afirmación aplica a los seres humanos y no a las albóndigas que prepara mi madre. No. Sospecho que ella consiguió la receta de Dios, pero en vez de las cosas veganas o kosher que les gustan en el paraíso (dependiendo qué paraíso), decidió usar sólo ingredientes confeccionados por Satán para tentar a nuestro paladar.

El domingo pasado fui a comer a casa de mis padres y tras dar cuenta de un enorme plato de tal manjar, me dispuse a cumplir con la obligación de todo hijo con panza llena y corazón contento. Así me encontraba en un delantal con flores amarillas y lavando los trastes, cuando mi abuela –que tiene la costumbre de supervisar y orientar las acciones que ocurren en la cocina mientras se termina su café– me dijo:

–Lava bien los trastes

–¿Lo estoy haciendo mal? –respondí un tanto perplejo mientras espuma escurría de mis guantes de hule morado

–No, pero el domingo pasado lavaste mal dos cubiertos. Me lo dijo tu mamá el otro día.

A estas alturas de la historia debo aclarar que no soy algún tipo de campeón lavando trastes. Si existieran Olimpiadas del Aseo Doméstico, probablemente no calificaría –es difícil tener nivel competitivo, con el poco apoyo que presta el gobierno a los lavaplatos mexicanos de alto rendimiento–, pero cada vez que me paro frente a la llave mezcladora, enfundado en el delantal plástico y los guantes de hule, pongo mi mejor esfuerzo al servicio de un solo objetivo: lavar bien los trastes. A juzgar por la retroalimentación negativa que acababa de recibir, era evidente que no estaba haciendo un buen trabajo, e interpreté el comentario de mi abuela como una crítica.

Un adulto normal, centrado y con habilidades sociales adecuadas, cuando recibe una crítica escucha atentamente lo que se dice, expresa si está de acuerdo o no con lo que se le está diciendo, y agradece la aportación que tal crítica hace a su proceso de ser mejor persona cada día. A veces reconoce lo que puede mejorar y se compromete a hacerlo, pero sabe que no es lo mismo el contenido de la crítica que la forma en que fue expresada, por lo que comunica su sentir. En el peor de los casos, niega de forma educada pero asertiva las imputaciones que considera inadecuadas o improcedentes.

Me encantaría decir que eso hice porque soy un adulto normal, centrado y con habilidades sociales adecuadas, pero debo reconocer que no es así. Al aceptar esto hago evidente que, además, soy el crítico más duro de mí mismo; soy el Chef Ramsey en la cocina de mis propias decisiones, el Simon Cowell en las audiciones de mis juicios morales y la Santa Inquisición de todas las Acciones Pasadas Que Me Causan Remordimiento Aunque No Pueda Hacer Nada Para Cambiarlas. Es así como cualquier crítica externa, más que ser una retroalimentación de mi quehacer en el mundo, se convierte en evidencia de que los jueces internos tienen razón y merezco sufrir de maneras inimaginables; he sido descubierto y alguien más puede ver que en realidad no soy ese tipo genial que les he hecho creer que soy. Entonces mi confianza en la actividad que realizaba es pasada al paredón y fusilada.

Lo que ocurre entonces es explicado por el modelo de Kübler-Ross, una famosa psiquiatra estadounidense que esta vez no me inventé, pero que explica las etapas por las que pasamos por una tragedia, en este caso la muerte de mi confianza, o un buen soplamocos a mi ego:

Negación: No es verdad que haya lavado mal ese par de cubiertos. Cualquiera puede haber plantado manchas en ese tenedor para hacerme quedar mal. Es una campaña de difamación y no tiene nada que ver con mis habilidades o mi autoconcepto.

Ira: Si no les gusta la forma asombrosa como lavo los trastes, cualquiera puede venir y hacerlo… ¡como si me importara! Ni que las albóndigas hubieran estado tan buenas como para aguantar ese tipo de tratos.

Negociación: Ok… es posible que me haya distraído y no lavé bien un par de cubiertos. No fue a propósito y posiblemente la intención de mi abuela al hacerme el comentario no es aplastar mis ilusiones o confianza en mí mismo, sino pedirme que tenga más atención al detalle, y eso no es malo.

Depresión: Mi propia madre dijo que soy un fracaso lavando trastes, y probablemente lo sea, como en muchas otras cosas. Y a pesar de que lavé mal sus cubiertos, me preparó un delicioso plato de albóndigas que hace un par de etapas traté como si fuera comida de la cafetería de la escuela. No merezco ni el premio a peor hijo del año.

Aceptación: Meh… ¡no era para tanto! No es como que vaya a calificar para las Olimpiadas del Aseo Doméstico. A fin de cuentas, somos seres complejos y mucho más que la simple suma de nuestras cualidades y defectos. Hay que manejar las críticas como adultos centrados y responsables; recordar que no somos perfectos.

Estaba disfrutando la recién adquirida ecuanimidad de adulto centrado cuando mi abuela interrumpió el diálogo interno y me dijo:

–Ya no haces ejercicio, ¿verdad? Te ves gordo…

–Sí hago ejercicio, abue. A veces –respondo con un resoplido.

–Pasa por mi casa, hice tamales.

Soy terrible para recibir críticas… pero cuando se trata de recibir tamales puedo ser un adulto normal, centrado y con habilidades sociales adecuadas.

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Chema Rosas
 (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco incursionó también en la comedia.

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