sábado. 20.04.2024
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Hier encore: un pequeño homenaje a Charles Aznavour (y, de paso, a nuestra juventud)

Esteban Cisneros

Charles-Aznavour
Charles-Aznavour
Hier encore: un pequeño homenaje a Charles Aznavour (y, de paso, a nuestra juventud)

I

Vi a Charles Aznavour en vivo en la Salle Wilfrid Pelletier de la Place des Arts, en Montreal, el lunes 29 de abril de 2002. Yo era un jovenzuelo cándido e impresionable en una ciudad ajena y excitante, con los ojos bien abiertos y la piel delgada, muy delgada. Intuía, desde que me hice del boleto un par de meses antes, que iba a vivir algo extraordinario. Y luego me di cuenta de que no había espacio para corazonadas: así como había hecho en todas esas extrañísimas –y fantásticas– semanas en la ville, el quid del asunto estaba en construirme algo extraordinario yo mismo y con mis propios medios. Y había empezado bien: me salté todas las comidas posibles y ahorré el dinero del bus y del metro en largas caminatas (con escalas improvisadas en cafés, librerías de donde me metía un libro o dos o tres bajo el abrigo –¡ay, Yetzer Hará!– y parques bonitos) para poder hacerme de un buen ticket para ver al viejo Aznavour. Porque entonces ya era viejo –él, no yo, aunque varias veces se me ha acusado con no poca ternura que tengo alma de anciano y es algo que, si bien no asumo, encuentro comprensible.

Mi impresión es que yo, junto a los dos cómplices que me acompañaron aquella noche que yo romantizo como una de las mejores de mi vida, era el único chaval menor de edad en la sala. Alrededor de mí, una adorable horda de cabecitas blancas y gabanes pasados de moda se acomodaron en sus asientos dispuestos a suspirar de nostalgia. Cuando Charles Aznavour, elegantísimo y pequeño, como un ser de otra dimensión, entró a escena, el rugir del aplauso se sintió como una vuelta a casa. Y en cuanto empezó a cantar, todo cobró un nuevo sentido para mí: se deshicieron algunas de mis inseguridades, algunos nocivos prejuicios sobre el mundo (y sobre mi lugar en él) que cargaba por años de agresión y supervivencia en una selva imbécil llamada escuela secundaria, y sentí que se abrían nuevas posibilidades. Sobre todo, la posibilidad de disfrutar y entender cualquier cosa de manera honesta disponiéndose a hacerlo. Ponerse de pechito para las cosas buenas, vaya; aprender a detectarlas sin filtros y juzgar después. Disfrutar, porque qué más hay.

Y Charles Aznavour cantó más de dos horas. Es lo que mejor sabía hacer. Nos tuvo en la palma de su mano todo el tiempo. Y, nosotros, felices, felices.

II

A Charles Aznavour le conocí no por mis padres ni abuelos ni tíos, sino por mis amigos. O, mejor dicho, con mis amigos. No sé quién lo descubrió primero, pero pronto hicimos de “La Bohème” –el primer paso obvio en la larguísima discografía aznavouriana– nuestro pequeño himno auto-mitológico. Así se las gastaba mi panda, carajo; qué bola de raros. Eran los días en que Ruth Infarinato aparecía en MTV (yo caminaba unas cuadras a casa de un primo para acceder al canal), la ciudad era conocida y abarcable y aunque no éramos optimistas, sentíamos que había posibilidad de algo mejor que lo que vivíamos y estábamos dispuestos a encontrarlo… o inventárnoslo en su carencia. El siglo XX se moría, pero teníamos la necesidad de extenderlo unos años más para poder construirnos algo propio, lo más sólido posible, porque ya intuíamos que en el mundo que venía las cosas se desvanecerían en el aire, erosionarían rápido; ya presentíamos la violencia y el cinismo, y buscábamos asideros en la música, las películas y los libros.

Charles Aznavour, de repente, se hizo de un lugar en nuestra mitología. Y es que ahí cabía. Entre nuestros Beatles y Yardbirds –a estos los descubrimos gracias al padre de una amiga en una holgazana tarde de cervezas clandestinas en su sala llena de libros y discos– y nuestros Green Day y Nine Inch Nails –cuyo The Fragile nos exigió decenas de tardes de escucha y discusiones–, un añejo Don Charles se paseaba como si fuese un socio mayoritario en un selecto club ignoto de referencias pop para vivir mejor en una sociedad lerda; es más, de Aznavour, con esa voz del que lo ha vivido todo pero no ha encontrado lo que busca, y ese estilo que tan poco casaba con nuestra generación (y que, justo por eso, era nuestro estandarte conscientemente outsider), con esa pinta demodé y ese estigma de “Frank Sinatra francés”, era nuestro menda. Era otro de nuestros héroes, un amigo imaginario que cantaba como nos imaginábamos que harían los dandis; que chocaba a nuestros contemporáneos por ser tan de otra época y que chocaba a nuestros mayores porque no era lo que esperaban que escuchásemos.

A Aznavour, además, nos lo encontrábamos en el cine en video que era nuestro todo, en aquellos VHS que pasaban de mano en mano como una buena noticia. Lo vimos en El tambor de hojalata, que rentamos una tarde de un Videocentro en los confines de la colonia, nuestro pequeño templo cinero al que podíamos peregrinar cualquier día en caso de hueco existencial; un presentimiento de C, entrañable amigo aún, lo llevó a tomar esa película aquel día gris, que se coloreó en la sala de televisión. Lo vimos después también en Disparen al pianista, que no entendimos a la primera pero que nos pareció tan cool como todo lo poco que habíamos visto de nouvelle vague (sin conocer siquiera la denominación). Salía por ahí de jorobado en Candy, que vimos por dos razones: Ringo Starr y, claro, Ewa Aulin; nuestro viejo Charles no desentonaba en esa compañía, haciendo el bobo con clase. Pronto se convirtió en una figura que habríamos puesto, sin pensarlo dos veces, en nuestra portada de Sgt. Pepper particular de haber tenido la oportunidad de hacer una.

III

Eran épocas sin Internet. No es que no lo hubiese, porque ahí estaban los cibercafés o las casas de los amigos (a mi chante tardó en llegar), pero no era nuestro primer recurso. Por tanto, Charles Aznavour era una figura aún más misteriosa, sin información más allá de los discos viejos y las películas. No salía en revistas ni en la tele. No se hablaba de él más que en discursos de añoranza de algún vejete. Y así nos iba muy bien.

De haber sabido que, como buen hijo del siglo XX, era un hijo de armenios que habían huído del genocidio, que había caído en Francia de paso hacia Estados Unidos pero que ya nunca salió de la Galia, que comenzó su carrera en teatros y circos de poca monta, que fue un hijo de los espectáculos ambulantes, nos habría volado la cabeza. Su familia prestó ayuda y escondió a muchos perseguidos por los jodidos nazis, él mismo asistiendo de manera personal en todas las faenas: el cuadro de héroe es completo. Intuíamos que había sido una lumbrera en aquellos tiempos de libros y cafés y Edith Piaf y el blanco-y-negro y las corbatas y los pañuelos, pero cuando lo confirmamos, nos puso felices. Cantó en el Moulin Rouge, en el Carnegie Hall, en el Olympia, en el Palais du Congrès; tú nombra un recinto importante, ahí estuvo con sus ojos tristes y su voz imponente. Colaboró con varios otros héroes, con distintos niveles de logro, pero siempre con enjundia: Dusty Springfield, Ray Charles, Fred Astaire, Bob Dylan, Serge Gainsbourg. Escuchábamos grunge, sí, y también punk; nos disfrazamos de mods y nos rompimos la ropa para intentar encajar; nos enamoramos y nos liamos a golpes, siempre perdiendo; y ahí, siempre, cupo una canción de Charles Aznavour. Parecía raro pero, a la distancia, ya no tanto. Porque, hoy con menos prejuicios y una perspectiva distinta, creo que la historia pop ha tenido distintas facetas que no son ajenas una a otra. El siglo XXI es de hibridación y mash-up. Y, sin querer, estábamos construyendo también algo nuevo a partir de todos estos caprichos disímbolos, de tomar lo mejor de muchos mundos.

IV

Vi a Charles Aznavour en vivo en la Salle Wilfrid Pelletier de la Place des Arts, en Montreal, el lunes 29 de abril de 2002. Fue la culminación de una época para mí. O el inicio de una, quizás, para ser más preciso. Cuando regresé a casa, unos meses después, a un León caluroso y extraño, escribí en una libreta: “Me tardé muchos años en comenzar a vivir, pero creo que ya empecé”. Sí, sentimental, pero de eso no se muere uno, así que qué más da. La posibilidad se tornó en acción, me permití tener ideas, los errores se cometieron, pero siempre en la búsqueda de algo; el miedo siguió siendo miedo pero ya no iba a paralizarme: había sobrevivido a un pulmón tronado y a algunas otras tribulaciones que con los años ya no parecen tan importantes; veía algo distantes aún los 20 y estaba dispuesto a patearles el trasero en cuanto llegaran. Terminaron madreándome a mí más veces que yo a ellos, pero ya no me importó tanto. Tenía mi mundo y ahí me iba a quedar a vivir, a pesar de todo. Y, además, qué carajos, era el único chaval de mi cuadra que había visto a Aznavour en vivo.

Merci, Don Charles, por tu “Et moi dans mon coin” y por esa rendición sublime de “Les deux guitares” y por la versión ye-yé de “Jezebel”; por la alegría gigante de “Les plaisirs démodés” y todo el amor de “Je te rechaufferai”; por la nostalgia dolorida de “Reste” o “Hier encore” (que hoy tiene mucho más sentido) y por esas frases imposibles de cantar en “Emmenez-moi”. Y así seguiría, pero mejor me voy a girar un par de discos, que mañana parece que habrá tormenta y quiero estar listo para todo.

Merci. Merci bien, M. Aznavour. Repose en paix.

C/S.

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Esteban Cisneros
(León, Guanajuato) es panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú y los Beatles. Está convencido de que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico

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