viernes. 19.04.2024
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FUMADORES [XLV]

Dos monjas

José Luis Justes Amador

Fumadores - Una monja
Fumadores - Una monja

1

De entre las imágenes de fumadores hay una que siempre me ha llamado la atención. La había visto en playeras en un par de conciertos y mi vista siempre iba entre el grupo sobre el escenario y esa imagen inolvidable. Era una monja. Una monja, a juzgar por arrugas de su rostro, ya entrada en los sesenta. Una monja con la Biblia abierta y el rosario como marcador. Una monja fumando. Y, sobre todo, una monja con el dedo medio de su mano izquierda levantado. ¿A quién le está diciendo que se meta en sus asuntos? ¿Al fotógrafo o al espectador?

La imagen combina, de un modo extraño y que pocas fotografías logran, quietud y espíritu punk. El tono gris la hace intemporal. Podría haber estado tomada hace cincuenta años o ayer mismo. Y, como casi siempre que hay un fumador en la instantánea, el espectador no puede apartar la vista del cigarrillo que suele ocupar un lugar central, un lugar que no se inclina por ninguna de las dos posturas, un cigarro que es, al mismo tiempo, concentración y rebeldía.

¿Será un montaje? ¿Una fotografía preparada? No importa en algún sitio entre las dos actitudes (el recogimiento del libro sagrado abierto y el provocativo alzarse del dedo) debe estar la verdad de la vida. Y entre ellos está el cigarro. Un cigarro del que ni siquiera se ha molestado en quitar la ceniza.

(Intermedio necesario: hay, por supuesto, una icónica fotografía de monjas fumando. En color. Una extra en Cinecittá, aprovecha la pausa del rodaje para fumar, apoyada en una pared mientras espera el siguiente llamado. Es hermosa y la fotografía resulta exquisita. Pero no es una monja. Es apenas una sombra de una verdadera monja fumando).

 

2

Los zapatos, que más bien parecen botas, que asoman por debajo del hábito, están sucios y desgastados, pero hace falta fijarse mucho para apreciar ese detalle. Contra una pared desgastada, tanto como su calzado, se apoya una monja. Probablemente sea la parte trasera de un reformatorio juvenil, encomendado a su orden o en el que trabaja. Quizá un centro de ancianos terminales. Ella ha cumplido con su labor y sonríe. Con una sonrisa tan blanca, tan angelical estaría en esta ocasión perfectamente dicho, que parece mentira que sea fumadora. Tal vez sólo fuma uno o dos al día, ofreciendo al Señor el sacrificio de todos los que no fuma, pero no puede evitar “echarse uno” cuando el día ha salido, a mayor gloria de Dios, bien.

Al contrario que su hermana, ambas llevan el mismo hábito blanco y negro pero yo no soy un experto, ella es la paz y la calma y la alegría de este mundo (y del siguiente) hecha imagen. Y además, en un gesto también contrario, vive las normas, fuma donde se debe fumar (debajo casi del cartel señalador del espacio para hacerlo) y, no es difícil adivinarlo, tirará la ceniza en el cenicero colocado donde se debe.

Sonríe. Su quietud, expresada en esa sonrisa alegre, una sonrisa del deber cumplido, contrasta con la otra quietud, la quietud del espíritu radical cumplido. Y en algo son iguales: en su hábito. En los dos sentidos de la palabra.

 

Fumadores - Otra monja

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