jueves. 18.04.2024
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Man on the moon o el héroe lacónico

Fernando Cuevas

 

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Ryan Gosling
Man on the moon o el héroe lacónico

Llegar físicamente o estar mentalmente allá, en ese misterioso satélite natural con un lado oscuro. Es el único con el que cuenta nuestro planeta y ha sido motivo de creación de mitos e inspiración para poetas, pintores, músicos y escritores de ciencia ficción: si eso hace con el mar, qué no hará con nuestros sentimientos. Con el título prestado de la brillante canción de R.E.M. sobre el comediante Andy Kaufman, justamente uno de los artistas que parecía habitar el astro cual selenita dadaísta, nos trasladamos a la reciente cinta sobre Neil Armstrong, el primer hombre en pisar físicamente el deseado territorio inhóspito, parecido a una extensión de talco con rocas del tamaño de un coche: menos idílico de lo previsto pero igual de fascinante y absorbente.

Si bien la historia es bastante conocida en cuanto a la gesta emprendida y la carrera espacial desarrollada en el contexto de la guerra fría, El primer hombre en la luna (First Man, EU, 2018) acierta al concentrarse en el ser humano más que en la arquetípica figura heroica que al final coronó un enorme esfuerzo colectivo para ampliar horizontes y, como no queriendo la cosa, ganarle a los soviéticos en esta competencia por ver qué nación lograba colocar primero a una persona en la luna, sin tener demasiado claros los beneficios inmediatos o generalizables a la población, más allá del mero orgullo nacionalista o del control inicial de la llamada guerra de las galaxias durante los años ochenta.

Y justamente el director prematuramente maduro Damien Chazelle (Guy and Madeline on a Park Bench, 2009; Whiplash, 2014) y el puntual guionista Josh Singer (En primera plana, 2015; The Post, 2017), basándose en el libro de James R. Hansen, eluden con plena convicción el tono triunfalista para desarrollar el relato a lo largo de prácticamente toda la década de los sesenta, manteniendo con bajo perfil el chauvinismo tan de regreso en estos días en los que se busca imponer el falso y manipulador discurso de volver a hacer América grande, e incluso restándole importancia a la implantación de la bandera estadounidense en piso lunar: se detalla más la huella dejada y, por supuesto, el único objeto que el astronauta dejó allá.

Apoyado por un notable reparto, Ryan Gosling resulta adecuado para el papel: la introspección del personaje representado se asemeja a otras de sus actuaciones, si bien despliega convincentes contrastes emotivos, fortalecidos por Claire Foy como la combativa esposa que esperaba tener una vida normal y acabó casándose con el que en un momento determinado fue de los hombres más conocidos en el mundo, acaso a pesar de ambos. La dinámica matrimonial se plasma con verosimilitud, incorporando los momentos más dolorosos y tensos, hijos de por medio, así como aquéllos en los que parecen tener un respiro para bailar brevemente una pieza al más puro estilo La La Land (2016), iluminación y encuadre incluidos.

Sólo un paso

Desde la perspectiva temática, antecede históricamente a Apolo 13 (Howard, 1995) y coincide con Talentos ocultos (Melfi, 2016), mientras que se emparenta con cintas como Los elegidos (Kaufman, 1983) y Jinetes del espacio (Eastwood, 2000), dadas las dinámicas que se establecen entre los candidatos, y entre otras, mientras que desde la perspectiva visual se advierten influencias de clásicos como 2001: Odisea del espacio (Kubrick, 1968), particularmente en determinadas secuencias al interior de las naves, y de Solaris (Tarkovsy, 1971), en cuanto a considerar el viaje del protagonista como una profunda reflexión sobre sí mismo y sus pérdidas, si bien la misión tendría un propósito diferente en lo general.

Se ha señalado también la presencia de Christopher Nolan vía Interestelar (2014) y Dunquerque (Nolan, 2017) como un soporte estilístico, pero sobre todo se respira el peso específico de Steven Spielberg, aquí en papel de productor ejecutivo, apareciendo como una referencia ineludible en el tratamiento de la historia y la propuesta visual, enfatizando la importancia de ubicarnos en esa época a partir de una cámara que pareciera indecisa por momentos, acaso emulando la personalidad del propio Armstrong, pero decidida precisamente cuando se requiere tomar decisiones cruciales: los efectos especiales funcionan al nivel del exitoso lanzamiento y episodios como el alunizaje resultan de una belleza deslumbrante, quizá con demasiada contención emotiva.

La construcción del contexto social se consigue a través de la consistencia en captar las herramientas tecnológicas con las que se contaba y los procedimientos para las pruebas tanto exitosas como fallidas, así como insertando determinados apuntes, que pudieron haber tenido más peso, de los sucesos de los sesenta utilizando pietaje real, entre las protestas por la guerra de Vietnam, la batalla por los derechos civiles (“para poner un blanquito en la luna”), los puntos de vista contrarios a la inversión que implicaba el proyecto (como la del escritor Kurt Vonnegut) y el debate político que fluctuaba entre el apoyo irrestricto hasta los severos cuestionamientos. Además, se muestran con nitidez las formas de pensar y los roles precisos dentro de este tipo de instituciones, integradas en su mayoría por hombres blancos.

Como lo hizo con Gosling, el realizador vuelve a trabajar con el compositor Justin Hurwitz, proponiendo un score diverso pero siempre en el tono emocional adecuado, acompañando a una notable edición que contrapuntea los grandes sucesos con la intimidad y cotidianidad del hogar, señalando a través del armado de las secuencias, la importancia que tiene tanto la gran epopeya como la posibilidad de que unos niños tengan la oportunidad de volver a jugar con su padre: para la magnitud del cosmos, tanto el astronauta como el hombre de familia son igualmente grandes o pequeños, según se quiera ver. ¿Nos debemos sentir orgullosos por este logro como seres humanos o se trató simplemente de una demostración obsesiva de superioridad tecnológica de una nación?

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