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Hace poco escuché una frase que, en su estulticia, resultaba al menos divertida y aplicable a mil y una situaciones. “¿Si con una novia soy feliz, imagínate teniendo dos?”

Si tenemos dos pulmones, ¿por qué no podríamos fumar dos cigarrillos? A alguien a mitad de los cincuenta debió surgirle esa misma pregunta, porque diseñó una boquilla de entrada doble para anticipar las penalidades que sufriría el fumador vicioso que no fuese ambidiestro. El invento parece que nunca prosperó, pues fuera de dibujos, no hay rastro de que ni siquiera se haya intentado fabricar.

Si con un cigarrillo logro calmarme, ¿qué no lograré con dos?

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Y, ¿qué mejor lugar para fumar que en la cama, ya con la calma del día al otro lado de la puerta, y un buen libro o una revista esperando? Seguro que el siguiente inventor lo tuvo más que claro o, tal vez, como a muchos les ha pasado, estaba harto de ceniza sobre el libro, o sábanas quemadas y consiguientes regaños. Nada mejor que el cigarrillo repose plácidamente en un cenicero sobre la mesita de noche y un alargado y flexible tubo haga transitar el humo, sin riesgo de accidentes innecesarios, hasta los pulmones. El aparato en cuestión parece que sí llegó a fabricarse, pero, y viendo según el anuncio, tal vez la población femenina no tenía tanta potencia pulmonar, probablemente desapareció del mercado tan rápidamente como llegó.

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El siguiente inventor encontró la solución perfecta para evitar el problema de la ceniza sin tener que preocuparse de tener una excesiva (algo difícil en un fumador) potencia pulmonar. Utilizar un cenicero que estuviera perfectamente encajado en el propio cigarrillo. Una solución al mismo tiempo útil y complicada. ¿Cómo usarlo? ¿Dónde guardarlo? ¿Cómo saber cuándo se gasta o cuando ha dejado de ser tan útil? ¿Se quema con el paso del tiempo y el constante contacto con el calor del cigarrillo? Si no triunfó, por algo debió ser.

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