Es lo Cotidiano

Nueve de octubre (San Dionisio)

Joserra Ortiz

palmas
Nueve de octubre (San Dionisio)
Nueve de octubre (San Dionisio)

I always wondered what would happen if I replied, “Yes, I love you with all my heart.

Could it be worse? Yes, obviously it could be.
Jeff VanderMeer, The Situation

 

Pero sucedió después que lo martirizaron un milagro de grande admiración. Levantóse el cuerpo de San Dionisio en pie y tomó su propia cabeza en sus manos, como si fuera triunfando y llevara en ella la corona y trofeo de sus victorias.
P. Pedro de Ribadeneyra, Flos Sanctorum

 

Cuando notas que la gravilla suelta de la carretera te pica en las manos, recuerdas donde estás y calculas que te arrojaron apenas unos kilómetros mucho más allá de la segunda caseta de Saltillo. Segú notas, estás muy por Matehuala. El sol te quema la nuca, quizá ya es el mediodía. No puedes saberlo a ciencia cierta porque has quedado con el rostro bocabajo, clavado en un montón de tierra en la cuneta. Te pega de pronto el aroma del desierto; un olor que destroza: el huizache podrido de tanta resolana, las manos consumidas de quemarse pidiendo limosna a pie del camino, la basura acumulada entre cadáveres prehistóricos. Entre todo eso adivinas tu cuerpo buscándote. Arrodillado sobre el asfalto. Quemándose las rodillas pelonas empujadas con dificultad por culpa de la cinta canela que envuelve los tobillos. Sientes tus manos examinando el suelo sin ton ni son, arrastrándose entre los parches de chapopote, desesperadas. Reaccionas y le ordenas a tu cuerpo que se siente y utilice las manos para liberarse los pies y pueda levantarse. Ignoras la comezón causada por el lodo formado con tu sangre en el tajo del cuello e intuitivamente lo guías hacia ti. Un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro, cinco, un vehículo lo esquiva a gran velocidad, cae al suelo de sentón y lo obligas a levantarse adolorido; un paso, dos pasos, tres pasos, cuatro, cinco.

 

Empiezan a revolotear los zopilotes cuando tu cuerpo finalmente se deja caer arrodillado a un lado tuyo, victorioso y te recoge elevándote hacia el cielo como trofeo, no como ofrenda. Entonces sientes el sol rompiéndose contra tu cara salvajemente y el panorama es tan pura reverberación y tus ojos están tan llenos de tierra que difícilmente puedes ver nada, apenas la mancha de la sierra al fondo del paisaje y un raquítico mezquite en el que se recarga tu cuerpo ultrajado, sosteniéndote con los brazos extendidos, sosteniéndote, cabeza sangrante, frente a él, cogiéndote de tus greñas decapatidas, para que admires el dolor de su desnudez: las sesenta puñaladas, los huevos y la verga colgando, los muslos meados, las incontables quemaduras de cigarro y esa letra muerta escarificada sobre tu corazón, destrozando el tatuaje de Malverde que al final ya no te pudo proteger.

 

Cuando lees pintado sobre tu vientre: La empreza no perdona, cierras los ojos con ímpetu para que un último llanto los limpie de toda suciedad, no de tristeza. Tu cuerpo es noble: te protege acunándote bajo su brazo derecho y te seca las pocas lágrimas con el izquierdo para liberarte de la ceguera del polvo. Desde donde estás, el horizonte parece un océano baldío por los espejismos de la luz. Miras a un lado y a otro de la carretera para decidir hacia donde dirigirte y calculas que seguir el camino de la derecha te llevará hacia el lugar en el que debes de estar, con ella. Con la cara al frente y tu cabello humedecido por el sudor de tu sobaco, das uno, dos, tres, cuatro, cinco pasos torpes a causa del rígor mortis que ya empieza a entorpecerte las rodillas. ¡Qué hueva caminar así!, piensas. ¡Puta canícula!, piensas enseguida. ¡Pinches vatos manchados!, sigues pensando, porque no puedes hablar a causa de la cinta canela con la que quisieron enmudecerte para siempre.

 

Supiste desde el primer momento que le gustabas, era obvio, pero nunca llegaste a pensar que te deseaba hasta que se puso tan insistente. Por eso mismo sabías que era peligroso darle entrada y por eso casi siempre le diste esquina. ¿Quieres conmigo?, te decía, ¿quieres coger?, te insistía, y tú te negabas estoicamente, cagándote por dentro. A ti también te gustaba, te prendía, soñabas con morderle el culito, lamerle el cuello, metérsela hasta adentro y venirte ahí siete veces siete, ser feliz. ¿No te gusto?, decía, ¿me puedo sentar en tu cara?, te insistía, ¿no me quieres comer?, te preguntaba como en película porno, y creías que era una broma, o peor: una trampa, un juego enfermo para descubrirte ante todos. Entonces, para librarte del maleficio del deseo, fantaseabas con invitarla a un cine fresa; al V.I.P. de Humberto Lobo, por ejemplo, y después jalar al boliche y pasar por el Centrito a beber algo en un bar fresa antes de invitarla a tu casa a verla dormir. Pero sabías que ella estaba marcada y nunca podría pertenecerte, llevaba en el tobillo una especie de unicornio o de pegaso en tinta negra saliendo de un zarzal. Así que la mirabas de lejos, sentada en las piernas de quien algunas semanas después sería tu ejecutor, bebiendo a gritos del cáliz de esa noche eterna en que se había convertido tu vida desde que dejaste la pandilla en la Indepe y te metiste de lleno con los pesados con quienes las caguamas se volvieron Buchanans, el chemo pura soda y los robos ejecuciones multitudinarias de bultos sin rostro.

 

Y ahora que lo piensas, no sabes bien porqué terminaste como estás por culpa de esa pasión incontenible pero nunca ejecutada, porque siempre te cuidaste de mantener las apariencias. O sí lo sabes y piensas que es injusto, porque aunque te esforzaras en ser un soldado ideal y obediente, ella fue siempre la aventada; ella era la que te buscaba en el fondo de las fiestas y te agarraba los huevos y te rogaba que le hicieras caso. Piensas en aquella vez en el Sabino que te puso en la rocola una de los Diablitos, se echaron una grapa y se pusieron a bailar, muy pegaditos, dando pasitos cortos de apenas dos o tres centímetros a cada lado, sin apenas moverse, como te dijeron que se bailan las colombias. Tú conteniendo una erección y ella sobándote la nuca con el envase frío de un cuartito de Corona. Tú disculpándote con el jefe y él diciéndote que no había bronca, que estaban celebrando lo que acababan de hacer con el Iguanas.

 

Pediste otra cubeta para la mesa del fondo y la bebiste completa mirando a la pared; podrías jurar, de hecho, que desde entonces te la pasaste mirando a la pared, porque no podías resistirte y no querías cagarla. La cagaste, claro, no sabes cómo, pero es obvio que lo hiciste. De lo contrario, ¿por qué estás hoy caminando desnudo sobre el asfalto con tu cabeza bajo el brazo, enfrentándote al sol y a las moscas, temeroso de que la carne fresca de lo que fue tu cérvix atraiga a las aves de rapiña? Quieres gritar su nombre: Cástula, esperando que el eco te indique la ruta que debes tomar hacía ella. Quieres gritar su nombre: Cástula, para que el mundo sepa que aquella vez bailando Recuerdos de un amor te confesó en secreto una confidencia que, supones, quedó entre ustedes, pero cómo estar seguros de eso. Todos le llamaban Deyanira y pensaste entonces que Deyanira, no Cástula, era el único nombre que conocía el hombre que hace unos días, de buenas a primeras, llegó con otros cinco para atarte al techo de la bodega en que vivías con los demás y te tableó hasta que te sangraron las nalgas.

Perdiste el conocimiento, te despertaron a cubetazos de agua fría y otra vez a empezar, uno, dos, tres, cuatro, cinco tablazos duros como roca en el culo desnudo y mientras caminas recuerdas el dolor en los brazos desgarrándose por tu propio peso suspendido y el ardor en los huevos hinchados por tantas patadas con botas de casquillo. ¿Te la quieres coger?, te gritaba el ejecutor, y tú no contestabas, calladito, aguantando. Todo ese dolor fue por Deyanira, te dices, no por Cástula, eso crees, eso creerás siempre y el castigo no mermó ni mermará ese convencimiento. Quieres gritar su nombre: Cástula, te urge gritar su nombre, Cástula, pero la cinta canela llena de mocos secos y costras de sangre aprisiona tus labios amoratados.

 

Caminas lentamente, quisieras ir más rápido, los autos pasan a tu lado a más de ciento veinte ciento cuarenta y el sol no cesa. No sientes cansancio. A decir verdad, no sientes nada. No tienes ni hambre y tu última cena, calculas, la tomaste hace un par de días. ¡Unos putos tacos del Félix!, piensas arrepentido. De haberlo sabido hubieras ido al Gran Pastor, piensas nuevamente. ¡Putos Félix!, te dices sin querer imaginar el olor de la mierda que cagaste cuando finalmente el ejecutor se hartó de tanto esperar. Te amarró con cinta canela de los tobillos y de la boca, le pidió a dos compinches que te sostuvieran en cruz, y entonces te arrodilló frente a una cámara de vídeo, te jaló la cabeza hacia atrás por el cuello y, después de decir que eso es lo que le pasa a los traidores, te encajó el cuchillo carnicero por la tráquea y lo jaló con fuerza hacia la derecha, destazando, haciendo una circunferencia perfecta, cortando sin esfuerzo la carne, la grasa y el hueso, hasta que tu cuerpo azotó contra el suelo de tierra prensada y tú te quedaste colgando de su mano, desangrándote, con los ojos en blanco. Sentiste como te dejó descansar sobre lo que fue tu tórax y escuchaste claramente cuando pidió que te fueran a tirar por ahí con la consigna de que nadie se enterara que fuiste uno de los suyos.

 

Te echaron a un lado, sobre tu cuerpo sentiste el frío cálido del Sharpie pintando algo y el cansancio de la muerte te impidió notar que te aventaron a la caja de una estaquitas donde rebotaste por casi un par de horas hasta que te tiraron en un paraje desierto, saliendo del túnel, rumbo a Matehuala. Apenas alumbraba el día y entre sueños te dijiste Cástula tres veces tres hasta que perdiste la consciencia con los ojos encajados en un muñón de tierra del desierto donde babeaste tus últimas babas, sorprendiendo a ese engendro de antiguo océano con una humedad que tenía edades geológicas sin sentir.

 

Te despertó el infierno del mediodía, llamaste a tu cuerpo, te levantó y aquí estás, camino de regreso a encontrarte con la responsable de tu padecimiento y, en un descuido, con los causantes de desgracia. Pero qué es el amor, te preguntas recordando cualquier bolero, pero qué es el amor sino otra versión de la muerte.

 

Cuando tu brazo se cansa de cargarte, te pasa a la mano derecha que prefiere sostenerte por los pelos, como si fueras lonchera. Vas colgando, balanceándote sobre el camino del desierto, viendo que el sol no cesa y seguro, porque conoces estas geografías, que pronto estarás en la caseta de entrada a Monterrey. ¿No te sorprende que llevas cuatro horas caminando y nadie te ha puesto atención? ¡Voy cargando mi cabeza!, piensas, ¡¿Cómo puede ser eso normal?! ¡Puta gente!, te dices, pero en ese mismo momento te da igual.

 

Tú también ignoraste todas estas señales del apocalipsis. O más bien no, o no así, o no sabes cómo explicarlo; lo único que sabes es que estabas muy seguro de que los tiempos habían cambiado y que por eso decidiste dejar tu pandilla de chavitos raperos y fans de Adán Zapata para juntarte con esos señores que ni eran de aquí pero, ¿eh?, cuánto varo daban y cumplían su promesa: no pagaban con sopa Maruchan. Tarareas: está bien cremax la vida que llevamos, cuando se arman las riñas nosotros no nos culeamos, andamos como queremos, bien pinches alocados y alocados seguiremos, así que ahí nos vemos, ¡déjenme me atizo!, ando en el avión y hace un chingo que no aterrizo. Te ríes, la vida fue así de simple y luego se convirtió en este deambular. Pensaron que moriste por los tablazos, pero ahí estabas vivo aunque parecieras una ristra de chorizo: rojo, sudoroso y sostenido apenas por un nudo en un clavo. Te bajaron, encabronadísimos, y te ataron a la silla que fue tu último refugio. Allí alrededor tuyo y entre todos, seis o siete hijos de la chingada, hicieron una fiesta: bebieron, se drogaron oyendo a los Tucanes y al Exterminador, y sobre todo fumaron como si no hubiera otra vida. Lo sabes porque te usaron como cenicero y una a una todas las colillas de seis horas de relajo se apagaron en tu cuerpo: en tus muslos, en tus brazos, en tu pecho, en tus pene flácido e hinchado, y tu ni te movías porque pensar en Cástula te daba un valor inconmensurable, como cuando Sansón fingió que el castigo de los filisteos no era un mal tan grande como el desprecio de Dalila. Ni te quejaste, aunque tú no te supieras ignorado, ni vulnerado, simplemente agraviado por las putas circunstancias que ahora comprendías; ¡qué dura es la envidia de quien se sabe desplazado! Cuando te tiraron al suelo y te agarraron a patadas, sentiste la primera puñalada. Fueron sesenta y ninguna te hizo daño.

 

Andas sobre la carretera rogando porque no se abran la sesenta heridas. De tu ejecutor llevas siete, fueron las primeras, todas en el pecho buscando el corazón, las reconoces; el resto son de sus hombres que apenas ayer considerabas amigos. Desnudo sobre las curvas que conectan Saltillo con Monterrey, le pides a tu cuerpo que te las muestre. Están por todos lados, si pudieras vomitarías, pero no tienes cómo: eres una cabeza colgante, sostenida del cabello por la mano de un cuerpo muerto que arrastra los pies. Ya casi no puede moverse y te imaginas, porque ya no sientes, que fragmentos de sus plantas se quedan embarrados sobre el asfalto. Recuerdas la conmoción de cada cuchillada, cada entrada desgarrando la piel y partiendo los músculos, los órganos, astillando los huesos. La frustración de tu ejecutor porque no te morías te parece ahora risible y ves de nuevo sus ojos desorbitados cuando sostenía el machete caliente, al rojo vivo, que lanzó contra tu pecho para borrar el tatuaje de Malverde y trazar las tres líneas de la letra a la que le juraste lealtad.

 

Ahora, mientras te deshidratas bajo la canícula, solo queda el olor a la carne chamuscada y su dolor como un recuerdo, no como una sensación. Y eso te alegra o más bien te da igual. Al final no eras ellos, piensas, al final solamente era Cástula y por ella valía la pena dejarlos que en su desesperación te metieran en la cocina: y así, vivo, porque no sabían qué hacer contigo, te echaran en el tambo del ácido y el diésel junto a otros dos cuerpos que oliste desaparecer, pero tú inmune dejaste que el chef de esa charada te cuchareara sin deshacerte. Como un Calixto decidiste que Cástula eras tú, que en Cástula creías, que a Cástula adorabas y a Cástula amabas, y ahí buscaste tu fuerza y su consabida desesperanza, porque quien se pretende inmune erige una pared que lo sepulta al amor, lentamente.

 

Te sacaron del tambo pozolero y te agarraron a patadas, entre asustados y entre encabronados porque no te morías, pero sobre todo asustados y fue por eso que tu ejecutor pidió que se te colgaran literalmente de los huevos de uno de esos postes antiguos de lo que fue el telégrafo y ahí duraste tres días. Recuerdas el sabor del rocío durante todo ese tiempo que duraste colgado, setenta horas que estuviste balanceándote con el escroto en ese poste. Ellos venían a verte a cada tanto, enojados de saberte vivo, indestructible, hasta que tu ejecutor dijo que ya era demasiado, que te bajaran y que él te iba a cortar la cabeza.

 

 

 

 

No recuerdas la sensación de la daga seccionándote el cuello. Fue algo tan sorpresivo, pero sobre todo tan nuevo que no podrías explicarlo. Ahora que al fondo se ven los cerros de las Mitras piensas que debiste verlo venir y que la noche es una bendición en el norte. Caminas, el brazo de tu cuerpo ya casi da de sí y convences al otro brazo para que te cargue sobre el hombro. La meta es llegar a Santa Cata y de ahí ya sabes más o menos por donde moverte.

¿Querías a Cástula? Claro, aunque nadie lo supo. Pero el ejecutor sí que sabía que ella estaba cachonda por ti y eso te dijo en cuanto te pegó en el hombro con el machete, aunque dijo Deyanira, no Cástula, justo antes de pedir que te taparan la boca y te dispusieran al sacrificio de los celosos y no alcanzaste a decir: Cástula. ¡Putos recuerdos! Ya estás aquí y te metes por las callecitas hasta el centro. Ves a lo vatos que te vendieron mirarte con miedo, eres un decapitado caminando con la cabeza entre las manos. A un lado la sierra y del otro el intrincado de calles que te llaman al sexo de la que causó tu estado. Quizá no fue su culpa, o quizá sí, pero ya qué importa. Acabas de caminar unos ciento veinte kilómetros recordando el resto de las cosas. Quieres descansar. Ves al ejecutor fumando afuera de una cantina y lo saludas extendiéndole el brazo que sostiene tu cabeza. Él comprende y asiente, tocándose la visera de su gorra Ed Hardy para saludarte: sus muertos lo visitan todos los días. Entras a un callejón detrás de la 27 de mayo y sale a recibirte: es tan hermosa, valió la pena perder la cabeza por ella.

 

Llegas hasta ella y abrazas su vientre. Le pides a tu cuerpo que por fin descanse, que se postre a sus pies. Cástula lo limpia con toallas perfumadas; lo hace con tanto ahínco que incluso borra la frase La empreza no perdona y desnuda tus sesenta puñaladas con sesenta besos, uno sobre cada una; luego chaquetea el pene hasta que logra una erección. Lo mete en su boca, guardándolo de todo mal, masajeándolo con su lengua para decirle que ahí está su santo sepulcro. Luego se monta, se balancea, sube y baja, entra y sale, y Cástula viaja al lugar prohibido que te costó la muerte y viéndolo todo desde la mesita de noche donde te puso lo disfrutas al doble. Cuando tu cuerpo finalmente termina, se estira inerte, descansado, ya no puede moverse. Cástula, apetente, estira su mano y te toma del cabello. Arranca de tajo la cinta canela que aprisiona tus labios amoratados que ahora lame y finalmente te mete en su entrepierna, se sienta en tu cara y mientras te cabalga la boca y la nariz crees oler, aunque no estás muy seguro, el bramido sereno del océano. Se restriega con fuerza, te empapa. A ti, que tanto caminaste, ya nada te importa: cierras los ojos, te transportas al estado de la palabra original. El trance dura nada, pero se siente como si fuera el eclipse del año treinta y tres.

 

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Joserra Ortiz
es doctor en estudios hispánicos por Brown University, actualmente es profesor de tiempo completo y jefe editorial en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Aparece en media docena de antologías de relato y ha publicado el libro de relatos Los días con Mona (FETA 2012); el de ensayos El complot anticanónico (FETA 2015); y la novela La conquista del Monte de Venus (Abismos 2017).

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