viernes. 19.04.2024
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Biografía capilar

Chema Rosas

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Chema Rosas
Biografía capilar

De pequeño, ir a la peluquería representaba una especie de aventura saturada de emociones:

Vértigo. La silla siempre quedaba alta y, además, una vez que me colocaba en ella, alguien sin aviso previo la subía todavía más.

Confusión. Se me permitía tomar un cómic o revista para leer y distraerme durante el proceso. Sin embargo, la capa cubría mis manos y nunca supe exactamente cómo sostener la lectura y no desacomodar esa cosa que además me raspaba el cuello.

Desconfianza. Al percibir tijeras puntiagudas y afiladas demasiado cerca de mis ojos, o escucharlas rebanar cabello y presentir que mi oreja era lo siguiente.

Risa. La máquina para cortar cabello provocaba carcajadas cada vez que pasaba cerca de mi nuca.

Inseguridad geométrica. Por algún motivo los peluqueros suelen darle demasiada importancia a la forma redonda o cuadrada. Desde entonces no tengo idea de qué responder.

Terror. Al observar cómo el barbero sacaba la hoja de afeitar, la colocaba en la navaja y untaba una fría sustancia alrededor de la parte posterior de mi cuello. Pocas veces la advertencia de “no te muevas” me ha parecido más importante.

Llanto. Cuando tras guardar la navaja al sádico estilista le parecía divertido mojarse las manos con alcohol y tocar las zonas recién afeitadas.

Sorpresa. Al finalizar el proceso y recibir unos trapazos con talco, invariablemente encontraba a una persona distinta pero muy parecida a mí –tal vez un poco más apuesto– viéndome desde el espejo.

No puedo asegurar que cuando era niño me gustara acudir a la peluquería, pero tampoco es que tuviera elección. Los primeros años de mi vida llevé el peinado genérico que usan todos los hijos de madres más preocupadas por el presupuesto familiar que por las últimas tendencias internacionales de la moda capilar infantil. Mientras algunos compañeros usaban mullet o mantilla (eran los ochenta) yo era un orgulloso miembro del grupo de casquete corto peinado con limón o jitomate y, sin contar la incomodidad de tener el peinado más tieso que pelo de Playmobil, no me causaba ningún problema.

El conflicto comenzó cuando mis padres decidieron que ya era suficientemente maduro como para decidir con qué estilo podar mi contenedor cerebral. La primera vez que se me dio esa opción, mis hermanos y yo estábamos pasando por una fuerte etapa de El Príncipe del Rap y todos decidimos que ese estilo era el indicado. No importaba que fuera un niño lechoso y regordete con lentes de pasta transparente, en mi cabeza –literalmente– le estaba rindiendo tributo al príncipe fresco de Bel Air. Yo llegaba a la peluquería y pedía mi corte “a la brush” porque así había escuchado que le llamaban y yo creía que era sinónimo de cool. Tiempo después me aclararon que se traducía a “como cepillo”. Entonces entendí por qué mi tío Manolo me pedía que le ayudara a lavar el water.

Después de tener cerdas de cepillo en la cabeza pasé por una etapa de sobre compensar y lo convertí en mechudo. Era la época del grunge y los chicos cool se parecían a Kurt Cobain o Eddie Vedder pero la pubertad ya había empezado a atacar y las hormonas invadían mi cuerpo, que sólo se puso de acuerdo para dejar de crecer –a lo alto– y llenar su cara de barros. El cabello estorbaba mis lavados de cara con jabón dermatológico, pero no importaba, porque estaba viviendo el sueño con camisa de franela y jeans rotos. La racha de rebeldía me llevó a, en complicidad con un amigo, rapar de mi cabeza todo lo que no fuera coronilla para lucir mis orejas e impresionante cola de caballo al mismo tiempo. Tiempo después me aclararon que ese era el estilo de los mongoles y de cierto grupo de profesionales de la lucha libre.

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Algo así.

Una mañana mi abuela me llevó con engaños a que me arreglaran ese cabello de una vez por todas. Intenté hacerle frente, pero al final su mirada que corta más que un láser en película de James Bond ganó y el casquete corto sustituyó esa trampa de insectos que llamaba melena. Tras esa experiencia me rendí y no vi más remedio que unirme a la horda del establishment. Comencé a ser de esos que se peinaban con un abanico parado con gel arriba de la frente y mi cabeza dejó de ser tema de conversación. Había quienes estaban empeñados en sobresalir sin esforzarse realmente, así que usaban el mismo peinado, pero con abanicos ridículamente altos… aunque eso no era más que una variante del copetote ochentero de Flans con el que salen todas mis tías en sus fotos.

Pasó el tiempo y me convertí en adulto. Las visitas a la peluquería dejaron de ser aventuras saturadas de emociones y pasaron a convertirse en un trámite necesario para evitar ser señalado en sociedad, pero sobre todo para evitar los láseres asesinos de mi abuela. Mucho tiempo acudí a la estética que me quedara más cercana y tras sentar mi resignado trasero en una silla que aún me queda grande sólo daba la indicación “como usted quiera, pero que no llame la atención ni tenga que peinarlo”. Así el cabello dejó de ser un tema… hasta que exigió reconocimiento en forma de huelga y decidió cesar sus relaciones de apego con mi cuero cabelludo.

No puedo decir que soy totalmente calvo, pero tampoco tengo lo que se dice cabellera envidiable. Es ese punto incómodo en el que los peluqueros ya no preguntan “cómo cortarlo” sino “¿cómo?, ¿cortarlo?” Es por eso que hace un par de años me compré una máquina –de esas que me daban risa– y me encargo de mi propia poda. Me gusta pensar que eso es señal de que soy hábil y autosuficiente, pero ser el barbero de mí mismo representa algunos problemas pues los consejos que me doy son malísimos, no puedo leer ni distraerme durante el proceso, he estado cerca de rebanarme una oreja… y aún no sé qué responder cuando me pregunto si quiero redondo o cuadrado.

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Chema Rosas (Ciudad de México, 1984) es bibliotecario, guionista, columnista, ermitaño y papa-de-sofá, acérrimo de Dr. Who y, por si fuese poco, autoestopista galáctico. Hace poco incursionó también en la comedia.

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