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Guerra Fría: sólo los amantes sobreviven

Fernando Cuevas

La mujer del quinto
La mujer en el quinto (2011)
Guerra Fría: sólo los amantes sobreviven

El mundo quedó dividido en dos bandos principales, liderados por Estados Unidos y la Unión Soviética tras la II Guerra mundial; cada uno creía encarnar el bien y consideraba al de enfrente como el mal en estado puro. Era un maniqueísmo absoluto de blanco y negro, con muy pocos matices de gris. Europa quedaba dividida y luchaba por su reconstrucción. En ese mundo bipolar la gente buscaba cualquier resquicio para ser feliz, ya fuera ante el poder imperativo del mercado o la vigilancia estatal llevada a extremos totalitarios, según el lado del muro que tocara. Y claro, entre esta dicotomía, surgían otras manifestaciones políticas: dictaduras por acá, democracias por allá, oligarquías por acullá.

Un director musical (Tomasz Kot, lacónico) recorre poblados polacos junto con su colega y pareja aparentemente estable (Agata Kulesza, quien ya había trabajado con el cineasta), para rescatar la música folklórica desde su expresión más auténtica y consolidar un grupo de baile de largo alcance que lleve el espíritu artístico original a todos los rincones no sólo del país, sino más allá de sus fronteras; en el reclutamiento de jóvenes para formar dicha compañía, aparece una muchacha con talento potencial, carisma evidente y una cuenta pendiente con la justicia por defensa propia (Joanna Kulig, siempre decidida): el romance circular estaba por comenzar, sin saber que volvería al punto de partida.

Retomando ciertos elementos de la historia de sus padres, el director varsoviano asentado en Inglaterra Paweł Pawlikowski regresa al tema de la desterritorialización, como lo hiciera en Last Resort (2000); al del amor extremo, ya sea bordando el horror, planteado en La mujer en el quinto (2011) y al que inunda obsesivamente una relación, en este caso adolescente, en Mi verano de amor (2004), y ahora a través de la emotiva y arrebatada Guerra fría ( Polonia-RU-Francia, 2018), sensible retrato de un par de amantes malditos que rompen fronteras, conservando su individualidad y buscando un resquicio en tiempos convulsos sólo para enfrentarse a sus propias diferencias, quizá irreconciliables pero al fin insertadas como parte de un vínculo invisible e indisoluble a la vez.

Es la historia de un idilio que busca sobrevivir al constante auto boicot de los involucrados y al tiempo inexorable, además de los obstáculos políticos, burocráticos y geográficos en los que se despliega de manera enfáticamente episódica, obviando a través de las varias elipsis los diversos sucesos que acontecen en la vida separada de cada uno de ellos: una especie de amor líquido (Bauman dixit) que se desliza por los años, las separaciones y las estructuras impuestas, reencontrándose y abandonándose intempestivamente sin terminar del todo pero sin asegurar un futuro. La peor maldición para los amantes es no saber estar juntos y no poder estar separados.

En contraste con Ida (2013), en donde una novicia se lanzaba a un viaje para conocer sus orígenes judíos, es decir, hacia el pasado, aquí ambos apuestan a un futuro siempre mejor que se dilata en demasía y, cuando tienen en sus manos un presente promisorio, no alcanzan a consolidar la oportunidad de estar juntos de una buena vez y para siempre, acaso por el sublime disfrute del reencuentro: los celos invaden la relación, la diferencia de ambiciones se hace evidente y el contraste en el nivel de intensidad para afrontar la vida se inserta en un vínculo que se oxigena, paradójicamente, cada vez que se fractura.

 

La intensidad de los números bailables y musicales de la compañía, ya en plena gira por los países satélite en ciudades como Croacia y Berlín del este, contrasta con el frenesí decadente de la música occidental (quienes dirían que los números músico bailables de la compañía rinden tributo al dictador y asesino Stalin), como se advierte en la forma en la que París se inunda de jazz y rock´n´roll sin pudor alguno. Llega la melancolía y la escurridiza joven, cobijada por el piano del hombre de sus ausencias asintiendo con discreción, interpreta Dos corazones, cual síntesis de la relación que no admite matices de gris, solo blanco o negro, todo o nada, hasta que la muerte, si se atreve, los separe.

La cámara juega con la perspectiva institucional encarnada por el jefe de pronto permisivo (Borys Szyc) y con posiciones que reflejan los puntos de vista, tanto de lo protagonistas como de la vigilancia burocrática al estilo de La vida de los otros (Henckel von Donnersmarck, 2006); los contrapicados refieren al inexorable regreso al origen de los amantes, y las angulaciones diversas van definiendo el tono emotivo de cada una de las secuencias, estableciendo la distancia entre uno y otra y los estados de ánimo imperantes frente a la dificultad de mantenerse juntos, bien indicados por una edición contundente. Por supuesto, el blanco y negro refuerza la idea del un mundo sin colorido posible, siempre bajo la opresión, aun en los escenarios parisinos y la incapacidad para sostener una relación que parece destinada al agotamiento pero nunca a la terminación.

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