Karen Dalton: reina en su propio tiempo
Esteban Cisneros
He. And if there is a god I am convinced he is a he,
because no woman could or would ever fuck things up this badly.
George Carlin
George Carlin tiene un punto, uno muy bueno. Hablando de dios, de su ausencia, de su no-existencia, de su invención y de los crímenes cometidos en su nombre, sentencia que, de existir, sería un él, jamás una ella. George Carlin sabía una cosa o dos. No puedo hacer otra cosa que concordar, por mucho que algunas canciones traten de convencernos de lo contrario.
Nuestra cultura está llena de canciones contra las ella. Y creo que es un síntoma claro de nuestra enfermedad. Y aquí uso una frase que a mi abuelo le gusta mucho: “por eso estamos como estamos.” Sí, Don Raúl: por eso estamos como estamos.
Que estos párrafos sirvan de introducción para hablar de Karen Dalton, maravilla del mundo moderno, impresionante músico y cantante, antídoto para cualquier dolor de esos que padecemos los habitantes de las ciudades de la época que comenzó en 1939 (porque la Historia del mañana ya dividirá el tiempo de modo distinto, los cien años que parecían fraccionar bien los acontecimientos ya no funcionan). Dalton vino aquí para contradecirnos, para voltear nuestro mundo de cabeza y, por mí, que lo haga y que lo hagan: los libros oficiales hablan de Dylan como el rey de Greenwich Village en los cada vez más lejanos 60 del XX, pero quién va a hacer caso ya a la historia autorizada cuando ha sido escrita de tan mala manera en todas sus facetas. La Village no tenía un rey, qué burrada, sino una jefa Cherokee (mitad Cherokee, para ser justos) con el pelo negro, las manos suaves y la voz profunda.
Karen Dalton nació en Enid, Oklahoma, en 1937. Creció entre la hierba y el aire limpio. Se casó y jugó a la vida normal del campo por un tiempo, pero pronto dejó a su marido y se sorprendió a sí misma en la carretera, un banjo como equipaje, camino a Nueva York. Comenzaba apenas la década de los mitos. Se instaló allí y gobernó. Sólo que a ella no le interesaba ser portada en la Rolling Stone ni ser la heroína de un montón de greñudos confundidos que, igual, terminarían por joderlo todo cuando crecieran. Lo de ella era la música. Amaba, necesitaba tocar, cantar, interpretar. Componía, pero no dejaba que casi nadie escuchase sus canciones. Hacía versiones, retorcía las canciones, las hacía suyas y luego algún privilegiado presenciaba el milagro tras un denso humo de cigarrillo: Karen Dalton en escena, banjo o guitarra en mano, un micrófono que se balanceaba como bailando y, con ello, desafiando a todos esos gafitas-cabelloseboso-barbitas-miradasfijas que sólo iban a escuchar y a pensar y a darle vuelta a cosas que leían en libros pero que no vivían. En la Antigüedad así surgían las religiones.
A la Dalton le daba horror grabar, como si fuese a perder su alma y a dejarla en las cintas de un estudio. Tal vez tenía razón. En 1969 fue llevada al estudio por Fred Neil, ese otro grande de la Village que vivió a la sombra de los escandalosos, quien le aseguró que no estaba grabando, sólo probando la acústica (aunque un reciente documental, A Bright Light: Karen and the Process asegura que Karen estaba consciente al 100 de que se estaba grabando). De esas sesiones surgió It’s So Hard To Tell Who’s Gonna Love You The Best, un disco que deja a cualquiera de esos insulsos Unplugged (o como se llame el “concepto” que inventó la televisión en los 90 y que consistía en no usar instrumentos eléctricos) como niños de parvulario. La voz de Karen Dalton es única; su manera de tocar, también. Cualquier bluesman del sur profundo palidece ante ella o debería. Cualquier folkster enojado dejaba de fruncir el ceño al escucharla. O debía.
Su segundo y último LP es de 1971 y se llama In My Own Time. Este retoño de doce pulgadas es todo un clásico: Dalton tuvo que retirarse unos meses a su granja, a ver a sus hijos, su perro y su caballo, antes de estar lista para entrar al estudio. El resultado fue un disco que debió cambiar al mundo, pero el mundo estaba demasiado ocupado haciendo cosas que no valían la pena, como guerreando o imprimiendo revistas de moda. Quien lo escucha ya no lo saca de su cabeza ni de su corazón, si es que son las partes correctas de la anatomía en las que pensamientos y sentimientos se guardan. Si este texto fuese encontrado dos mil años después de escrito y se ha comprobado que es el hígado el que piensa y los pies los que sienten, disculpen que sea tan hijo de mi tiempo (y a la vez no, porque Karen Dalton sucedió hace cincuenta años, que para mis contemporáneos es un lapso que ven como la prehistoria, los muy ciegos y egocéntricos). In My Own Time es un álbum que nadie debería dejar pasar. He dicho.
Después de esto, Karen Dalton desapareció. Bebía, desayunaba con drogas, leía, componía mucho más, cantaba y estremecía a quien le conocía como sólo hacen los grandes que pisan el mundo (en la Antigüedad así surgían las religiones). No se supo más de ella. Este mundo no era para ella. Murió en 1993 tras años de enfermedades relacionadas con el SIDA, olvidada por las masas, cuando las masas comenzaban a perder sentido porque lo que seguía era el apocalipsis de las conexiones individuales a la red. La leyenda dice que murió en la calle, en Nueva York, como una indigente, sin auxilio ni honra. Por una vez, no imprimamos la leyenda: Peter Walker (entrevistado para Karen and the Process en el mismísimo cuarto en donde Karen pasó sus últimos días), ese otro folkie desdeñado y omitido de la historia oficial, le cuidó hasta sus últimas palabras. Las reinas no mueren así, es cierto, pero ella era una jefa Cherokee con el alma más grande del mundo, si es que puede decirse eso (“grande”) acerca de algo tan no comprobable y anómalo (“alma”).
Karen Dalton quedó allí, para nosotros, en dos discos. Y en muchas historias, que podemos elegir para adaptar a nuestro universo. Ignorarla es terrible. Karen Dalton puede salvarnos.
C/S.
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Esteban Cisneros (León, Guanajuato) es panza verde, músico de tres acordes, lector, escritor, dandi entre basura. Cuanto sabe lo aprendió entre surcos de vinilo y vermú y los Beatles. Está convencido de que la felicidad son los 37 minutos que dura el primer disco de Dexys Midnight Runners. Procura llevar una toalla a todos lados por si hay que hacer autoestop intergaláctico.