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CUENTO

Cambio de domicilio

Celia Vera Valles 

Vera rave
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Cambio de domicilio

Rafael todos los días hacía el mismo recorrido de su casa a su oficina. Apurado, a grandes pasos bajaba por el callejón. Se detenía frente a la tienda de Rosario para saludarla. Un viejo local con anaqueles de madera que le recordaba su infancia. Por el camino disfrutaba el aroma de los geranios que colgaban de los balcones en las casas de sus vecinos. Las mañanas alegres, con los grupos de niños que corrían apresurados a la escuela. La panadería de la plaza San Luisito siempre olía a pan recién hecho. Después de caminar varias calles, entre puestos de verdura, llegaba a su oficina ubicada en un edificio de cantera verde. Frente a una pequeña plazuela.

Le gustaba seguir ese trayecto y gozar de esos olores y sensaciones familiares. Desde pequeño siempre había sido así, se apegaba a lo conocido. Ahora sus hábitos estaban más arraigados. Sufrió cuando tuvo que dejar la casa donde había vivido. La que le dio el gobierno no le agradaba. Se fue a vivir ahí por insistencia de su esposa. Recordaba con añoranza los lugares que diariamente recorría. La mudanza había cambiado todo. Ya no era el mismo camino ni las mismas personas.

Cuando cumplió treinta años en el trabajo, no quiso la jubilación. Se le hacía imposible dejar la oficina donde sus compañeros lo consultaban para tomar hasta las mínimas decisiones. En el barrio donde vivía antes, sucedía lo mismo. Los vecinos recurrían a él para deslindar sus problemas. Su carácter mesurado y tranquilo despertaba confianza y sus palabras tenían el tino necesario para calmar los ánimos.

A lo largo de su vida siempre había ocurrido así. En la escuela fungía como árbitro en las disputas escolares. Siempre fue estudioso y disciplinado. En numerosas ocasiones fue nombrado jefe de grupo. En su persona era pulcro, sus cuadernos un modelo de orden y limpieza. Gran parte de su estancia en el colegio transcurrió felizmente para él, hasta que un secreto muy bien guardado por su familia se conoció. Alguien que envidioso de la admiración que despertaba, supo por habladurías que la madre de Rafael nunca se había casado con su padre, hizo circular el rumor. Desde entonces su vida escolar fue un infierno. A cada paso el calificativo de bastardo lo acompañaba.

Al terminar la secundaria, encontró trabajo en el gobierno. Le asignaron un puesto en la sucursal de correos donde permaneció casi toda la vida. Años después, a través de una compañera de oficina, conoció a su esposa. Le impresionó de ella su cuerpo, su carácter decidido y su cabellera de tono rojo, que sin ser natural, tenía el matiz exacto para despertar los deseos de Rafael. Con el paso de los años la figura de Carmen, que así se llamaba su mujer, sufrió considerables cambios, lo mismo la percepción que tenía Rafael de su carácter decidido. Sin embargo seguía conservando su cabellera roja que todavía encendía algunas iridiscencias en su corazón.

Al principio de su matrimonio le costó trabajo adaptarse. Sin embargo, el deseo que por ese tiempo le inspiraba su esposa, ayudó a que las molestias se atenuaran. Lo mismo sucedió cuando decidieron adoptar a sus dos hijos, que trastocaron en gran medida su vida de pareja, pero llenaron de vitalidad su hogar.

Mucho le sirvió para soportar estos vaivenes, el hecho de que la casa que rentaron y donde vivieron la mayor parte del tiempo, contara con un cuarto en el piso más alto. Rafael lo acondicionó para pasar largas horas con su colección de estampillas postales, las cuales fue coleccionando a lo largo de los años. La habitación estaba aislada del resto de la casa y no llegaban a ella los gritos de Carmen ni el bullicio de los niños. Desde ahí podía ver el cielo, las palomas que se paraban en los techos de las casas vecinas y las cúpulas de las iglesias. Procuraba no permitir que su esposa ni sus hijos entraran a la habitación, y menos aún que tocaran su preciosa colección. La había decorado a su gusto, sobriamente, las paredes desnudas, sin adornos, evitando los colores estridentes que campeaban en el resto de la casa. Todo en perfecto orden.

Cuando se mudaron, en un rumbo alejado de la ciudad formado por pequeñas construcciones, todas iguales, dejó de tener su propio espacio. Las paredes delgadas de los cuartos hacían que los sonidos se traspasaran. Sus hijos, ya en la adolescencia, ponían la misma música estridente que se veía obligado a escuchar al regreso del trabajo, después de una larga travesía en autobús.

Con Carmen nunca había sido fácil. Su carácter explosivo hacía que las cosas se llevaran al límite, muchas veces sin mediar palabras o escuchar argumentos. Sus habilidades conciliadoras fracasaban con ella. Casi siempre se veía obligado a hacer las cosas que ella deseaba, en contra de su voluntad. Todos estos años lo había podido sortear, sólo que últimamente las discusiones eran más agrias y a veces se salían de control. Como el día en que, para su vergüenza, los vecinos llamaron a la policía cuando escucharon los gritos de su esposa. En esa ocasión llegaron a los golpes, sin embargo estando en la comisaría, la policía se dio cuenta que el más golpeado era él. Le dijeron que podía presentar cargos. No aceptó.

La edad hacia que se sintiera cansado, le dolían los huesos y su paciencia no era la misma. En su trabajo como siempre, a pesar de su salud, hacia sus tareas con perfección. Sin embargo algo lo perturbaba, en las largas horas de labores rutinarias, un pensamiento lo asaltaba continuamente. Recordaba la tarde que sorprendió a su esposa charlando animadamente con un hombre mucho más joven que él.

El día en que pasó todo, fue uno de tantos días en los que empezaron a pelear por lo de siempre. “Eres un inútil, nunca has sido capaz de darme la vida merezco, debías de renunciar a tu trabajo y buscarte otro, o dedicar las tardes a trabajar en otra cosa y no perder el tiempo con tus estúpidas estampas que no sirven de nada”

En esa ocasión le dijo algo que nunca antes había mencionado por fuertes que fueran sus altercados.

“Siempre has sido un perdedor, un pobre diablo, ha de ser por qué tu madre era una puta que se metió con cualquiera y tu naciste.”

En la tarde, después de soportar el calor bochornoso en el trayecto a su casa, llegó y encontró sus estampillas pisoteadas y regadas por el piso. Al mismo tiempo escuchó la risa estridente de su esposa.

Después todo se volvió oscuro para Rafael. Los periódicos de la ciudad relataron los detalles escalofriantes del homicidio. En la escena del crimen aparecieron esparcidos por el suelo pedazos de cuero cabelludo con cabellos de color rojo encendido.




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Celia Vera Valles
. Escritora leonesa. Formó parte del taller literario de Eduardo Padilla

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