miércoles. 17.04.2024
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Después del cine

Fernando Cuevas

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Pedro Almodóvar, Dolor y gloria (España, 2019)
Después del cine

Un par de películas de sendos realizadores iberoamericanos que han trascendido fronteras, ahora reflexionando sobre tiempos idos alrededor de la producción fílmica, integrando con maestría destellos de humor en tramas que se desarrollan a partir de la nostalgia. La producción de cintas como parte esencial del sentido de la vida, o bien convertir ésta en materia filmable, entreverando la mirada autobiográfica con ficciones que rondan la puesta en escena para salvar el pellejo. Personajes que saben más por viejos que por talentosos, aunque por supuesto que la habilidad para la creación ayuda.

Rememorar la vida

Dirigida con sabiduría contrastante por Pedro Almodóvar, Dolor y gloria (España, 2019) es un reposado, sobrio y sensible texto sobre cómo las propias experiencias vitales van conformando el ser artista del protagonista, un director en retiro involuntario que no ha podido vencer el bloqueo creativo, acentuado por múltiples males físicos –didácticamente explicados con ilustraciones- que se suman a una depresión generalizada. Sumergido en una alberca, Salvador Mallo (alter ego almodovariano) busca aislarse del mundanal ruido, cargado de un oxígeno cada vez más difícil de respirar. Llama la atención que la dirección de películas implica también una intensa actividad física.

La noticia de que se hará un homenaje a una cinta suya de hace treinta años lo anima un poco y decide buscar al actor de la película (Asier Etxeandia), con quien se mantuvo distanciado desde entonces; tras los reclamos de rigor, terminan fumando la pipa de la paz (de heroína), literalmente, y el realizador inicia unos viajes mentales hacia su infancia, recordando la relación con su madre (Penélope Cruz) y su esquivo padre, así como la calentura provocada por La ley del deseo (1987), dirigida hacia un joven albañil con dotes para la pintura, que ayudó en la remodelación de la casa-cueva y a quien le enseñó a leer y escribir.

Emparentada temáticamente con la fallida La mala educación (2004), la cinta gana en sutileza y, sin necesidad del estruendo burdo, plantea un discurso retrospectivo que incluso admite momentos de comedia, sobre todo cuando el protagonista conversa con su madre ya anciana o cuando está bajo el efecto de la droga, muy bien interpretado por Antonio Banderas, ganador al premio de mejor actor en el festival de Cannes gracias a los matices que expresa, entre la inseguridad de un hombre roto, física y espiritualmente, pero al mismo tiempo sabedor de su potencial artístico.

De paso, la película es un gran ejemplo de cómo insertar el flashback sin romper la narrativa del presente, más bien nutriéndolo para explicar la situación actual del director en pleno bloqueo; si bien se fuerzan algunas coincidencias (la acuarela que llega a su destino años después, la asistencia del amante bisexual al monólogo), la historia se despliega de manera redonda, sin necesidad de exagerar el drama o plantear un punto de inflexión, sino más bien presentando a un hombre en pleno proceso de transformación y en un momento clave para la toma de decisiones: atenderse con los médicos especialistas, dejarse ayudar por su asistente y volver a escribir, o seguir por el camino de la pausada y silenciosa autodestrucción.

Con fotografía multicolor pero controlada en momentos justos, cortesía del habitual colaborador José Luis Alcaine –los vestuarios de tonos enfáticos, el interior de la casa que emula la del director, la reminiscencia de la infancia- y un score de acompañamiento necesario, la cinta confirma a Almodóvar como un director esencial, tras algunos traspiés recientes (en especial Los amantes pasajeros, 2013), capaz de seguir entregando filmes tan logrados como Todo sobre mi madre (1999) o Hable con ella (2002). Y claro que el desenlace, jugando con encuadres matizados por la autoficción, devela las intenciones del realizador, recuperando su vida como objeto filmable y digno de ser contado, más allá de las convenciones de quienes consideran su existencia interesante para los demás mortales.

Reinventar la vida

El versátil realizador bonaerense Juan José Campanella, quien igual entrega una obra maestra como El secreto de sus ojos (2009) que Metegol (2013), un disfrutable divertimento futbolero, o bien le entra al trabajo televisivo, dirige con chispeante imaginación, retomando el texto Los muchachos de antes no usaban arsénico de Giustozzi y Martínez, El cuento de las comadrejas (Argentina-España, 2019), en tono de comedia negra salpicada con apuntes sobre la creación fílmica como actividad que salta a la vida cotidiana para resolver un conflicto relacionado con la venta de una vieja casona.

Una diva del cine argentino (Graciela Borges, frágil y firme a la vez) vive con su esposo en silla de ruedas (Luis Brandoni, amable siempre), intérprete de roles pequeños, y otros dos hombres: un director (Óscar Martínez, escopeta en mano) y un guionista (Marcos Mundstock, divertidamente siniestro) con quienes trabajó en diversas ocasiones y que tienen un pasado en común difícil de confesar. Los cuatro mantienen una relación amor-odio y establecen una serie de imaginativas conversaciones en las que se molestan y se dicen sus verdades; este frágil equilibrio se rompe cuando aparecen dos jóvenes (Nicolás Francella y Clara Lago) que proponen a la actriz vender su casa, situación que generará un conflicto mayor.

A partir de diálogos ingeniosos, el director de Luna de Avellaneda (2004) y El hijo de la novia (2001), recurre premeditadamente a ciertos clichés del thriller (el trueno justo, la mirada inquisidora de los personajes, el juego de planos) para insertarlos en una trama que termina por atrapar, dadas sus aristas: el choque generacional, las relaciones entre los personajes y la posibilidad latente de que suceda casi cualquier cosa, además de la revelación de un pasado atrapado en las estatuas que se niegan a confesar. Nunca hay que dejar de ver al rival en una partida de pool, más allá de que meta casi todas las pelotas en la buchaca.

 

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