sábado. 20.04.2024
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Una dolorosa risa involuntaria

Fernando Cuevas

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Una dolorosa risa involuntaria
Una dolorosa risa involuntaria

La risa, no como una manifestación celebratoria y de júbilo compartido, sino como reflejo de un conjunto de enfermedades difícil de cargar para una sola persona: epilepsia gelástica le llaman algunos, depresión y esquizofrenia imbricadas que terminan por convertir al hombre roto en un payaso sicópata, primero con la consigna de hacer felices a los demás y después disfrutando su asumida condición criminal. Víctima de condiciones familiares y sociales adversas, victimario que se olvida de la culpa y se expresa liberado al asesinar y crear caos, sobre todo cuando un grupo de yuppies lo ataca después de sufrir varios actos de humillación física y simbólica.

Dirigida por Todd Phillips (Amigos de armas, 2016; Todo un parto, 2010; Starsky & Hutch, 2004; Aquellos viejos tiempos, 2003; Road Trip, 2000), instalado más en la comedia que en los tonos oscuros de la mente (como se advierte en las limitaciones de la argumentación), y conocido sobre todo por su desfachatada trilogía ¿Qué pasó ayer? (2009/2011/2013), Guasón (Joker, EU-Canadá, 2019) sigue al desequilibrado Arthur Fleck, aspirante a standupero pero que se conforma, por lo pronto, en trabajar para una agencia de payasos en la que debe presentar carteles en la calle haciendo el ridículo y recibiendo alguna paliza por adolescentes malosos, o asistir a hospitales a entretener a los niños, con funestos resultados.

El contexto donde se desarrolla la historia es una urbe llena de criminalidad al borde de las llamas, casi como un basurero sin remediar, negaciones de la autoridad con las delincuencias, fuertemente dividida en clases sociales y económicas según los barrios correspondientes, y donde los programas de ayuda a enfermos como el protagónico están siendo cancelados (¿suena familiar?); está presente la lucha política en la que uno de los millonarios quiere aspirar a dirigirla, bien conocido como Thomas Wayne (Brett Cullen), padre del pequeño Bruce, aún ignorando éste su destino maldito y apoyado en el momento justo por el fiel Arthur. Se trata, por supuesto, de ciudad Gótica (no vayamos a creer), si bien varias de sus características se podrían asemejar a otras del mundo real.

El guion del propio director, escrito junto con Scott Silver (El peleador, 2010; 8 Mile: Calle de ilusiones, 2002), juega con la dualidad de la mente escindida del aspirante a comediante, explicitando algunos momentos producto de la imaginación, como el tipo de relación con la vecina (Zazie Beetz) y dejando otros más abiertos que en el argumento no tendrían mucho sentido, como la entrega de la pistola por parte del colega payaso o la invitación al programa televisivo y el posterior desarrollo de la entrevista: los relojes que se observan marcan la misma hora, por cierto. Claro que se pudo haber profundizado más en la espiral descendente hacia los infiernos de la locura y la ausencia de contacto con cualquier tipo de compasión (como sí lo estableció el maestro Scorsese en su Taxi Driver, 1976).

La única pizca de humor, que en efecto no es la vertiente de la historia y no debe serlo, es cuando el payaso pequeño no alcanza la puerta al salir y cuya escena logra un buen contraste entre la comedia y la angustia de la sobrevivencia, además de la ya asumida locura asesina del payaso. Y está bien, no es una cinta divertida ni debe serlo como se pudiera esperar, sino más bien muestra —como bien lo hace la fotografía deslavada y poco luminosa- una inclinación a la decadencia, para mostrar una sociedad a la que el ser extraño le causa repulsión: desde la mamá en el camión hasta el magnate en el baño, no sabemos qué hacer con la diferencia de esa risa incontinente, nada satisfactoria y al fin amenazante.

La película gravita alrededor de la imponente actuación de Joaquin Phoenix, llena de matices que van del pobre diablo, sujeto de abuso por quienes lo rodean, hasta la perversión convertida en criminal cual válvula de escape para el rencor acumulado: gestualidades múltiples, entonaciones de voz contrastantes y risa enferma muy bien estudiada (de casos reales), además de bailes y movimientos siniestros locamente expresados por un delgadísimo cuerpo que genera ansiedad. Ya en películas como The Master (Anderson, 2012), Her (Jonze, 2013), Un hombre irracional (Allen, 2015), Nunca estarás a salvo (Ramsay, 2017) y No te preocupes, no irá lejos (Van Sant, 2018), se encargó de interpretar a personajes fracturados y solitarios, sobreviviendo en contextos de aislamiento emocional.

La puntual música de la islandesa Hildur Guðnadóttir (serie Chernobyl; Sicario, día del soldado, 2018; María Magdalena, 2018) acompaña explícitamente la interpretación actoral, o viceversa según se quiera ver, en una conjunción precisa de acordes y movimientos casi atonales, así como del proceso de descomposición del protagonista, si bien por momentos presentado de manera esquemática, al fin irreversible y bien resuelta por la intensidad de la actuación, tutelada asimismo por Robert De Niro en plan de insoportable Rey de la comedia (Scorsese, 1982) e improbable Taxi Driver (1976), y Frances Conroy, en el papel de la madre que vive en aparente fantasía depresiva enviando cartas sin respuesta a su antiguo empleador.

El efecto Joker

La cinta generó altas expectativas por la presencia de Phoenix, uno de los mejores actores de su generación y más reacios a participar en grandes producciones; aumentaron cuando ganó el León de Oro en la septuagésima sexta edición festival de Venecia, otorgado por un jurado cuya directora, la argentina Lucrecia Martel, suele concebir el cine de manera distinta al asumido en la película en cuestión. Curiosamente, el actor no se llevó el premio en la categoría correspondiente, cuando la interpretación es más sólida que la dirección misma. De ahí se ha discutido de si se trata de una obra maestra o una película rutinaria que aporta poco: ni una, ni otra. Hay que verla, por supuesto, con las reservas de siempre.

Eso sí, es uno de los mejores filmes comiqueros, junto con las de Batman de Tim Burton (cuando todavía hacía buenas películas); la trilogía del hombre murciélago de Nolan (insuperable aún); la cinta final de Wolverine (Logan, 2017), las primeras del Hombre Araña de Raimi (2002/2004/2007) y alguna de Marvel (Iron Man, 2008; Avengers, 2012; Ant Man, 2015; Thor: Ragnarok, 2017), pero se distingue por el intento de construir una genealogía distinta del icónico antagonista de Batman creado por Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson (hay discusiones al respecto de quién lo inventó) y aparecido por primera vez en 1940: sin poderes especiales como Batman, era experto en crear pociones mortales gracias a sus habilidades químicas, aunque acá el origen del personaje cambia por completo y se vuelve casi un guerrillero usado como bandera de un movimiento anarquista.

Con Cesar Romero en la serie televisiva, Jack Nicholson y Heath Ledger con sus diversos matices que van de lo bufonesco a lo siniestro, así como su presencia en películas animadas recientes (incluyendo la cotorra de Lego: Batman Movie, 2017, con la voz de Zach Galifianakis) y en múltiples videojuegos, Joker se ha convertido en todo un personaje de la cultura popular, dada su particular combinación de sadismo que incluye las risas incontenibles que no terminan por expresar felicidad, sino la necesidad de seguir destruyendo las estructuras establecidas, y generar un contexto de anarquía en el que triunfen los maquillajes y las máscaras de terror, alguna vez diseñadas para hacer sonreír a la gente. Que levante la mano a quien no se le hay escapado un sonrisa dolorosamente involuntaria.

 

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