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CUENTO

Pájaro madrugador

Luis Mendoza

Cuento- Luis Mendoza
Cuento- Luis Mendoza
Pájaro madrugador

My candle burns at both ends;
   It will not last the night;
But ah, my foes, and oh, my friends—
   It gives a lovely light!

Edna St. Vincent Milay – First Fig.
Junio, 1918.

Conocí a Gabriela en un estacionamiento del centro, ahí por Zaragoza. Su hermana se acercó a mi costado izquierdo y golpeó tres veces la ventanilla cuando el auto aún estaba en movimiento. Preguntó si quería servicio: dije que no. Contrariado y expectante, guardé en mis bolsillos algunos objetos de valor, y crucé la calle. Se veía nerviosa y descuidada: le temblaba todo el cuerpo y le sangraban los labios, pero era atractiva: de buena figura, linda boca y nariz respingada. Rostro un poco cacarizo y pómulos chatos. Gafas de sol, jeans y camisa polo. Desde el local, sentado, la vi de pies cruzados agitando la cabeza entre los hombros que descansaban contra la pared. Se mordía los labios y hacía muecas de desesperación: erigiéndose firme atalaya o refugio cavernario de ovillo.

Dos corceles de efedrina me subieron por la nuca, le di una calada al cigarrillo y mis párpados se aligeraron. Caí sobre el sofá ortopédico que Gerardo pagó en abonos, y apreté los puños, regulando mi pulso con largas y profundas respiraciones. Según me cuenta Gerardo, el estacionamiento ahora es de la casa de huéspedes, y este tipo de incidentes son comunes. Somos amigos desde el bachillerato, pero él abandonó los estudios cuando le faltaban unos meses para graduarse, y aparte de reparar computadoras e instalar software, se dedica conmigo al comercio clandestino de electrodomésticos, barbitúricos y drogas de diseño.

—Mira –señalé a las hermanas–, ¿las conoces?

—No, pero han de ser del motel ese de aquí al lado: si no les buscas no te hacen nada, no te apures.

—OK Chico Banda– respondí con indiferencia.

Le decíamos Chico Banda porque siempre vestía bermudas guangas y playeras deportivas holgadas, con tenis del número ocho sin agujetas. A veces usaba lentes de sol para disimular la placa, pero la mayoría de las veces usaba gotas. Es de Prados del Sur, y seguido llegaba amoreteado por las riñas que su barrio tenía con La Albarrada.

Hablamos largo rato de nuestra época adolescente, evocando recuerdos que creíamos la droga había erosionado, cosa que nos entusiasmó. Saliendo de clase regularmente buscábamos paisajes verdes y solitarios en donde pudiéramos fumar sin molestias. Conocimos pequeños drenajes, ríos contaminados y construcciones en obra negra. Subimos en algunos vagones y recorrimos Colima bajo la sombra del acero oxidado con una chora en la mano y el paraíso en los ojos.

La radio anunció que el precio de la gasolina se mantendría estable a partir de 2015, y que los beneficios de las reformas comenzarían a manifestarse. Se auguraba un bienestar común y un crecimiento económico sin precedentes, gracias a la inversión privada y la exploración de aguas profundas. El tendero —un hombre mayor– cortejaba a una de sus empleadas, mientras su esposa atendía la lonchería y sus dos hijas despachaban en la caja. Compré dos sedales y una Coca-Cola.

Me senté en una banca del jardín, y leí el periódico que estaba tirado en el suelo y abierto en la sección de sociales. El Veterano pasó frente a mí en bicicleta y dejó caer una caja de cigarros pegada con cinta en los bordes. Asentí con la cabeza y la recogí. Se despidió agitando la palma abierta en el aire.

Había cuadrillas de civiles frente a palacio de gobierno gritando consignas y formando una valla humana. Entre pancartas y uniformados, los granaderos empujaban y atusaron con sus porras a los manifestantes, bajo el argumento de que se estaba alterando el orden público, y la algarabía de la plaza principal se erosionó con gas pimienta. Cubrí mis nudillos con dos franelas rojas que tomé del Ceballos, y derribamos a un granadero por la espalda con un tarro de cristal; luego lo recargamos sobre la barra y lo desarmamos. Saqué bajo mis brazos a dos mujeres jóvenes, y a una anciana con su nieto que lloriqueaba, exigiendo una intervención divina y los pechos de su madre.

—A los veintitantos años la promesa religiosa del edén se sostiene sólo en tinta: a veces se fuma.

Todo terminó cuando la lluvia —esa mañana disimulada por tanto sol– cayó de ambos lados de la disputa: trajinando neutralidad y paz para algunos cuantos que pudimos escapar, y detención forzada para aquellos que no lo lograron. Corrimos a Catedral para refugiarnos, y una vez dentro, cerramos las puertas. La anciana y su nieto rezaban hincados frente al altar, y los demás caminábamos del confesionario a la puerta principal, mirando a los alrededores: las puertas laterales y los banquillos de madera.

—¿Tienes fuego?–, preguntó una de ellas, señalando al cigarro entre sus labios, y acariciándome el lomo.

—Simón –le dije–, y acerqué el mechero.

—Gracias.

–¿De dónde eres?

—Colima. ¿Tú?

—Igual.

Pasaron tres padres nuestros y cuatro ave marías, cortesía de la anciana y el niño, mientras yo me entretenía buscando fallas métricas en distintos relojes de pared.

 




***
Luis Alberto Mendoza Araiza (1993) es gestor cultural y colaborador recurrente de varios medios culturales. Ha realizado estudios de música en el IUBA de la Universidad de Colima, y en Fermatta. Actualmente estudia la Licenciatura en Filosofía en modalidad no escolarizada en el Instituto de Filosofía, A.C.


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