miércoles. 17.04.2024
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ENSAYO

Cómo deshacer cosas con las palabras [II]

Cómo deshacer cosas con las palabras
Cómo deshacer cosas con las palabras
Cómo deshacer cosas con las palabras [II]

 

 

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado […]
Nietzsche (Sobre verdad y mentira en sentido extramoral)

 

En ¿Cómo hacer cosas con las palabras?, J. L. Austin acuña la noción de ‘actos de habla’. Se trata de enunciados que al ser dichos actúan. Hay toda clase de ejemplos y usos cotidianos. Si en el casino tuvimos la extraña suerte de tener fichas cuando llega el momento de irnos, solicitar en la caja que sean cambiadas por efectivo es un acto de habla. El “sí, acepto” del matrimonio lo es también.

Si pensamos “institución” como una noción suficientemente amplia, encontraremos que todos los actos de habla operan en el marco de alguna institución que de algún modo (explícito o no, más o menos coercitivamente) respalda la función que el acto de habla pone en marcha. Desde esa perspectiva, es fácil notar cómo todo a nuestro alrededor cobra un carácter institucional. Quizá esto se deba a que resulta verosímil que el modo más elemental del lenguaje haya sido el imperativo:[1] la palabra comienza con el nombre que actúa como invocación.[2]

Pero más allá de algunas interesantísimas especulaciones antropológicas, la Biblia parece referir de manera particularmente clara a ese antecedente. En el primer capítulo de Génesis, Yahvé otorga a Adán tanto el poder de nombrar a los animales como el gobierno sobre estos. Y, sobre todo, su Palabra en imperativo hace que las cosas sean: “hágase la luz”. Luego, el Evangelio de Juan, escrito en griego, comenzará diciendo que “en el arché era (o es) el Lógos”. El griego ‘arché’ significa tanto “comienzo” como “mandato”, y ‘Lógos’, que al castellano se traduce como “Verbo”, se puede traducir también por “Palabra” (en inglés Lógos/Verbo se traduce por ‘Word’). Así que una traducción perfectamente válida es que en el mandato es la Palabra, la Palabra deviene al ser como mandato.

Desde ahí es posible entender por qué la palabra instituye y por qué supone de antemano una violencia: en cuanto principio/mandato, la palabra se ampara a sí misma, no tiene un arché que la respalde porque ella misma es su arché. 'Anarquía' significa “carencia de arché”, y en filosofía ‘anarquismo’ generalmente invoca una corriente de pensamiento del siglo XIX. Desde Proudhon hasta Malatesta, pasando por Stirner y Bakunin, el anarquismo fue quizá la primera gran articulación crítica anti-institucional: contra la propiedad, el matrimonio, el Estado, la Iglesia. El siglo XX trajo filosofías (Foucault, Derrida, Schürmann, Agamben) que hicieron una crítica más radical a la noción de arché, lo que fue posible gracias a nombres como Nietzsche, Heidegger, Benjamin, que no pertenecieron a aquella corriente anarquista.

El primero de ellos, como dice el epígrafe, nos hizo entender que las verdades no son sino mentiras que hemos olvidado que son mentiras. La fuerza instituyente de la palabra es fuerza justamente por su carencia de arché: no es una simple derivación obvia de algo más, no remite a una justificación o legitimación previa o superior, se impone, y en ese sentido es una fuerza que irrumpe para instituir; pero, diría Nietzsche, “olvidamos” esa arbitrariedad de la fundación, lo que facilita que las instituciones persistan.

Es entonces por convención que las palabras hacen cosas: si en un ámbito determinado, una cantidad suficiente de individuos está convencida (o queda convencida) de que algo es real, la palabra obtiene un alcance material. La “magia”, o mejor, el truco, estriba en que la convención dirige fácticamente esfuerzos a percibir y modelar un mundo en función de la palabra. El reconocimiento de este carácter místico nos permite entender que la palabra funciona como “Palabra” bíblica, en mayúscula no por respeto y solemnidad, sino para darle un nombre que le resulte propio a semejante truco que por milenios nos ha tenido maravillados.

Pero reconocer esto no es nada. Reconocer que detrás de la magia hay nada no es una nada. Reconocer el poder de la Palabra nos permite cierta potencialidad de la palabra, porque ese reconocimiento detona la actitud de no legitimar ese “peso místico” en la Palabra: una actitud que permite quitarle peso a la Palabra. No hay instituciones que sólo se mantengan un instante, pero en cuanto la fuerza del instante instituyente exhibe su fragilidad, podemos ahora tender a ellas. ¿Cómo? Replanteando nuestro entendimiento de “verdad” y “mentira”.

¿Qué es lo que dicen las mentiras sobre la realidad? Concluiríamos, en cada caso, que por más que intenten simularla, algo dicen. En la medida en que entendamos a la violencia de la Palabra como su fuerza instituyente arbitraria encontraremos que, en principio, el ‘error de juicio’ (la equivocación al decir algo) y la mentira son igual de violentas, pues ambas comparten cierto performance de verdad, lo único que las distingue es algo previo, la intención de engaño, pero ambas actúan en el mismo sentido, ambas pueden producir un “engaño”.

Entendido eso, a partir de la arbitrariedad de la Palabra podemos entender que hay ya siempre algo equívoco en ésta que antecede a todo error de juicio y a toda mentira y que llamaremos, por inspiración de Heidegger, ‘errancia’. Si la Palabra comporta una violencia, no puede existir más una verdad pura, neutral, entendida como una correspondencia con lo real. Por el contrario, tendría que ser la violencia de la Palabra lo que consigue esa correspondencia: es el hecho de que el juego esté arreglado lo que interviene la realidad misma para mimetizarla a la Palabra. Entonces, para desarticular ese arreglo, para destituir esa violencia, primero hay que entender que el peso con el que impacta la realidad no es sino el esfuerzo encaminado a maquillar su errancia originaria.

Intercambiar violencia por reconocimiento de la errancia, incorporar esta errancia a la Palabra para que se convierta en palabra, en la práctica no significa estar diciendo en cada frase “es al menos lo que yo creo” o “ésta es mi opinión”, quitarle peso a la Palabra no es suavizarla retóricamente, sino sencillamente decir el franco “hacer sentido”: ante lo que de hecho nos hace sentido sólo queda la elección que acentúe la franqueza o la retórica, el ser meros portavoces del sentido fáctico o el intentar violentar mediante un “querer decir”. El sólo narrar lo fáctico carece de estrategia, no pretende hacer trucos con el lenguaje, no tiene a la vista un efecto esperado.

Hay que repensar entonces la relación entre “error de juicio” y “mentira”, porque decir la verdad puede o no contener error de juicio, pero mentir simula siempre el error de juicio, simulación que consiste en el acto de magia de convertir el error de juicio en la errancia que de antemano comporta la Palabra. Tal es el truco de la mentira: sin importar las palabras que concretamente se digan, le mentira recita un hechizo cuyos resultados pueden ser más o menos exitosos. El carácter violento de la mentira está en esa hechicería, en la que se ofrece en sacrificio al interlocutor en función de tal o cual principio sagrado que produjo o motivó la mentira.

Habiendo reconocido eso, conviene distinguir también entre decir la verdad por motivos sacrificiales y decir la franca verdad. Tanto la franqueza como la confesión requieren de una valentía a la hora de decir la verdad, pero en la confesión, por ejemplo la cristiana, esa valentía está motivada por la condición misma de salvarse o sufrir la condenación eterna. En ese sentido se trata de una valentía diferente. La verdad confesional se parece a la mentira en el hecho de que recita también un hechizo: sin importar las palabras que diga está invocando la salvación y conjurando la condenación. (No es este el lugar para profundizar respecto a cuántas formas cobró en la actualidad la verdad confesional: ahora incluye huellas dactilares, análisis de sangre, geolocalización… o acceder, mediante coerción, a que tu pareja te revise el celular.)

La franqueza sería entonces palabra libre de hechicería: diría el fáctico “hacer sentido” que no puede ser ni error de juicio ni mentira. No se trataría de anteponer a cada frase “lo que me hace sentido es”, como un mantra, como una nueva invocación/conjuración, pero sí queda ya incorporado que no hay verdad que exceda el límite de la errancia. Entender eso implica quitarle peso a la Palabra, y su condición es que fácticamente haga sentido la carencia de arché de toda Palabra, su arbitrariedad originaria.

Quitarle peso a la Palabra es posible si la voz que la profiere está sólo silenciada de arché, si pierde solemnidad, si deja de ser una voz de mando que ordena fundar un orden de cosas, y si la escucha está también indispuesta a su inercial reverencia al misticismo, a la obediencia, pero no por una “voluntad de desobediencia”, sino porque fácticamente reconoce el carácter infundado de todo mandato.

Cuando ‘quitarle peso a la Palabra’ remite a la voluntad se cae en el lenguaje políticamente correcto, que no es sino poner un silenciador a la pistola que sigue matando igual. Quitarle peso a la Palabra requiere, por el contrario, de la franqueza: en un ámbito donde gobierna la mentira, la franqueza irrumpirá con apariencia de violenta, pero, a diferencia de la Palabra, no torna a la verdad en violencia por el hecho de ser verdad. Dado que la normalidad es la mentira y la verdad violenta, se experimentará como violenta una verdad que irrumpe en esa normalidad, pero la franqueza sólo exhibe la violencia misma de la Palabra.

La franqueza que cumple esas condiciones funciona, pues, como una especie de antídoto, el problema es que cumplir esas condiciones no es voluntario. Lo que genuinamente nos hace sentido no depende de nuestra voluntad sino que, fácticamente, algo nos hace o no sentido. Hace sentido, entonces, que un franco quitarle peso a la Palabra permite deshacer cosas con las palabras. La Palabra silencia su arbitrariedad. Ese es el silencio encerrado en el lenguaje, diferente de la violencia de la Palabra, que francamente se puede decir.

Decir ese silencio no es entonces silenciar la pistola del decir mediante un dispositivo que produzca silencios o que dificulte la escucha. Decir francamente el silencio consiste en que el “hacer sentido” de la carencia de arché puede convertir gradualmente a la Palabra en una pistola de juguete, que haga que el interlocutor se despoje de la armadura y encuentre que esas armas a las que ha venido temiendo tanto fueron siempre fundamentalmente de juguete. Y si, aun así, resultara que la palabra no tiene más remedio que instituir, que al menos produzca instituciones frágiles por su reconocerse de antemano así. Instituciones capaces de exhibir siempre su fragilidad y en la mejor disposición de disolverse en cualquier instante. La violencia fundante de la Palabra no ha sido sino un bluff en el que llevamos siglos cayendo, ahora nos toca apostar por la palabra franca intentando no confundirla con la verdad confesional.




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[1] Minuto 20 en Agamben, G. (2011). What is a Commandment? questions. Kingston, London, England. Recuperado el 28 de Enero de 2017, de http://backdoorbroadcasting.net/2011/03/giorgio-agamben-what-is-a-commandment/

[2] “Nombrar, dar nombre, es la forma originaria del mando.” Agamben, Giorgio. (2011). El sacramento del lenguaje. Valencia: Pre-textos, pág. 97.